ALDOUS HUXLEY
LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN
TERCERA ENTREGA
-Ni agradable ni desagradable
-contesté. -Simplemente, es.
Istigkeit... ¿no era esta la
palabra que agradaba a Meister Eckhart? "Ser-encia". El ser de la
filosofía platónica, salvo que Platón parece haber cometido el error y absurdo
error de separamos del devenir e identificarlo con la abstracción matemática de
la Idea. El pobre hombre no hubiera podido ver nunca un ramillete de flores
brillando con su propia luz interior y punto menos que estremeciéndose bajo la
presión del significado que estaba cargado; nunca hubiera podido percibir que
lo que la rosa, el iris y el clavel significaban tan intensamente era nada más,
y nada menos, que lo que eran, una transitoriedad que era sin embargo vida
eterna, un perpetuo perecimiento que era al mismo tiempo puro Ser, un puñado de
particularidades insignificantes y únicas en las que cabía ver, por una
indecible y sin embargo evidente paradoja, la divina fuente de toda existencia.
Continué en contemplación de las
flores y, en su luz viva, creí advertir el equivalente cualitativo de la
respiración, pero de una respiración sin retomo al punto de partida, sin
reflujos recurrentes, con sólo un reiterado discurrir de una belleza a una
belleza mayor, de un hondo significado a otro todavía más hondo. Me vinieron a
la mente palabras como Gracia y Transfiguración y esto era, desde luego, lo que
las flores, entre otras cosas, sostenían. Mi vista pasó de la rosa al clavel y
de esta plúmea incandescencia a las suaves volutas de amatista sentimental que
era el iris. La Visión Beatífica, Sat Chit Anada, Ser-Conocimiento-Bienaventuranza...
Por primera vez comprendí, no al nivel de las palabras, no por indicaciones
incoadas o a lo lejos, sino precisa y completamente, a qué hacían referencia
estas prodigiosas sílabas. Y luego recordé un pasaje que había leído en uno de
los ensayos de Suzuki: "¿Qué es el Dharma-Cuerpo del Buda?" (El
Dharma-Cuerpo del Buda es otro modo de decir Inteligencia, Identidad, el Vacío,
la Divinidad). Quien formula la pregunta es un fervoroso y perplejo novicio en
un monasterio Zen. Y con la rápida incoherencia de uno de los Hermanos Marx, el
Maestro contesta: "El seto al fondo del jardín." El novicio, en su
incertidumbre, indaga: "Y el hombre que comprende esta verdad ¿qué es,
puede decírmelo?" Groucho le da un golpecito en el hombro con el báculo y
contesta: "Un león de dorado pelaje."
Cuando lo leí, no fue para mí más
que desatino con algo dentro, vagamente presentido.
Ahora, todo era claro como el día,
evidente como Euclides. Desde luego, el Dharma-Cuerpo del Buda era el seto al
fondo del jardín. Al mismo tiempo y de modo no menos evidente, era estas flores
y cualquier otra cosa en que Yo -o, mejor dicho, el bienaventurado No-Yo,
liberado por un momento de mi asfixiante abrazo- quisiera fijar mi vista. Los
libros, por ejemplo, que cubrían las paredes de mi estudio. Como las flores, brillaban,
cuando los miraba, con colores más vivos, con un significado más profundo.
Había allí libros rojos como rubíes, libros esmeralda, libros encuadernados en
blanco jade; libros de ágata, de aguamarina, de amarillo topacio; libros de
lapislázuli de color tan intenso, tan intrínsecamente significativos, que
parecían estar a punto de abandonar los anaqueles para lanzarse más
insistentemente a mi atención.
-¿Qué me dice de las relaciones
espaciales? -indagó el investigador, mientras yo miraba a los libros.
Era difícil la contestación. Verdad
era que la perspectiva parecía rara y que se hubiera dicho que las paredes de
la habitación no se encontraban ya en ángulos rectos. Pero esto no era lo
importante. Lo verdaderamente importante era que las relaciones espaciales
habían dejado de importar mucho y que mi mente estaba percibiendo el mundo en
términos que no eran los de las categorías espaciales. En tiempos ordinarios,
el ojo se dedica a problemas como ¿Dónde?, ¿A qué distancia? ¿Cuál es la
situación respecto a tal o cual cosa? En la experiencia de la mescalina, las
preguntas implícitas a las que el ojo responde son de otro orden. El lugar y la
distancia dejan de tener mucho interés. La mente obtiene su percepción en
función de intensidad de existencia, de profundidad de significado, de
relaciones dentro de un sistema. Veía los libros, pero no estaba interesado en
las posiciones que ocupaban en el espacio. Lo que advertía, lo que se grababa
en mi mente, era que todos ellos brillaban con una luz viva y que la gloria era
en algunos de ellos más manifiesta que en otros. En relación con esto la
posición y las tres dimensiones quedaban al margen. Ello no significaba, desde
luego, la abolición de la categoría del espacio. Cuando me levanté y caminé
pude hacerlo con absoluta normalidad, sin equivocarme en cuanto al paradero de
los objetos. El espacio seguía allí. Pero había perdido su predominio. La mente
se interesaba primordialmente no en las medidas y las colocaciones, sino en el
ser y el significado.
Y junto a la indiferencia por el
espacio, había una indiferencia igualmente completa por el tiempo.
-Se diría
que hay tiempo de sobra. -Era todo lo que contestaba cuando el investigador me
pedía que le dijera lo que yo sentía a cerca del tiempo.
Había mucho tiempo, pero no
importaba saber exactamente cuanto. Hubiera podido, desde luego, recurrir a mi
reloj, pero mi reloj, yo lo sabía, estaba en otro universo. Mi experiencia real
había sido, y era todavía, la de una duración indefinida o, alternativamente,
de un perpetuo presente formado por un apocalipsis en continuo cambio.
El investigador hizo que mi atención pasara de los
libros a los muebles. Había en el centro de la habitación una mesita de máquina
de escribir; más allá, desde mi punto de vista, había una silla de mimbre y,
más allá todavía, una mesa. Los tres muebles formaban un complicado dibujo de
horizontales, verticales y diagonales, un dibujo que resultaba más interesante
por el hecho mismo de que no era interpretado en función de relaciones
espaciales. Mesita, silla y mesa se unían en una composición que parecía alguna
pintura de Braque o Juan Gris, una naturaleza muerta que, según se advertía se
relacionaba con el mundo objetivo, pero expresándolo sin profundidad, sin
ningún afán de realismo fotográfico. Yo miraba mis muebles, no como el
utilitario que ha de sentarse en sillas y escribir o trabajar en mesas, no como
el operador cinematográfico o el observador científico, sino como el puro esteta
que solo se interesaba en las formas y en sus relaciones con el campo de visión
o el espacio del cuadrado. Pero, mientras miraba, esta vista puramente estética
de cubista fue reemplazada por lo que solo se puede describir como “la visión
sacramental de la realidad”. Estaba de regreso donde había estado al mirar las
flores, de regreso en el mundo donde todo brillaba con la luz interior y que
era infinito en su significado. Las patas de la silla, por ejemplo, ¡Que
maravillosamente tubulares eran, que sobrenaturalmente pulidas! Pasé varios
minutos -¿o fueron siglos?-, no en mera contemplación de estas patas de bambú,
sino realmente siendo ellas o, mejor dicho, siendo yo mismo en ellas o, todavía
con más precisión -pues "yo" no intervenía en el asunto, como tampoco
en cierto modo, "ellas"-, siendo mi No-mismo en él No-misma que era
la silla.
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