LA
INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
SEXTA ENTREGA
DOS: LA FIRMEZA (4)
LOS DOMINGOS de
mañana eran indefectiblemente gloriosos. Mamá se levantaba temprano como
siempre, pero mi padre no tenía que ir a trabajar y se quedaba tomando mate y
leyendo el diario en la cama. Conmigo. Pero hoy me despierto tarde y encuentro
nada más que a mi abuela amasando los ravioles. Me comenta que mi madre fue a
la feria y que mi padre salió temprano aunque no sabe si volvió. Al viejo ni lo
nombra: es obvio que está mateando en el portón.
Después de tomar el
café con leche salió al patio del costado, rumbo al escritorio-oficina. Y de
golpe me frené, electrizado. El Papalote empieza a cantar Burbujas de amor adentro del cuartito. Entonces corro lo más
silenciosamente posible y me trepo al gomero que me sirve de barco cuando
jugamos al Corsario Negro y me asomo al tragaluz. Pero mi padre estaba solo,
escuchando la grabación de la noche anterior y frotándose la cabeza como un
desesperado: Canta corazón / con un ancla
imprescindible de ilusión porfiaba el Papalote: Sueña corazón / no te nubles de amargura. Y enseguida un redoble y
el grito compartido con el perro: Ay ay
ay ay ay ay.
Mi padre es muy
menudo y narigón, y usa un jopo a lo Elvis Presley: ahora ni siquiera está
fumando, ni tomando ginebra. Sólo se frota los costados de la cabeza engominada
y cuando termina la grabación manotea las perillas y la hace recomenzar. Cuatro
veces, por lo menos. Hasta que se amansa, apaga el grabador y señala -con la
pipa vacía- el Cristo que pinté en el altillo del Paso Molino. “Hay que ser un
héroe” sentencia, con dureza y dulzura.
Bajé del árbol con
todo el cuerpo dolorido y demoré bastante en recomponer una inocente cara de
sueño para golpear en el escritorio-oficina. “No me digas que te creíste que
tenía al Papalote de visita aquí adentro” sonríe Isabelino Pena, exagerando la
pose detectivesca: “Debo informarle que anoche hice un buen trabajo en El reenganche, petiso Katz”. No sólo en El reenganche -pienso. Y mi padre contó
que se habían encontrado a Cherro más borracho que la tarde que se comía los
caracoles vivos en el baldío de al lado del boliche. “Hasta que salió el tema
de la bachata y me animé a preguntarle al Papalote quién la había compuesto. Y
él respondió enseguida: Un primo-hermano
de mi madre que se llama igual que yo -Juan Luis Guerra- pero es dominicano. Y
blanco. Mi tío se juntó con la gente de Martí en Montecristi y todavía no ha
vuelto de Cuba. -Pero el que cantó primero la bachata fuiste vos saltó
Cherro: Yo te la escuché en la zafra del
39. Me acuerdo porque cuando volvimos a La Paloma tu madre nos estaba esperando
con el cachorro en los brazos: fue en 1839”.
Y mi padre me
explica que Martí murió peleando en el 95 y que Yolanda Guerra -la madre del
Papalote- se embarcó para el Uruguay al otro año, con un negro cubano que la
fue a buscar a Santo Domingo al terminar la campaña independentista. El negro
se llamaba Pablo Blades y tenía una hermandad del alma con Juan Guerra, y como
después de la acción de Dos Ríos no volvieron a verse cumplió con la promesa de
ir a liberar a la chiquilina. “Yolanda tenía quince años y hacía tres que
trabajaba en un quilombo de Santo Domingo. Trabajaba.
¿Entendés?” dice mi padre: “Y nadie sabe por qué misterio se embarcaron para el
Uruguay con el negro y terminaron viviendo en La Paloma. Y se las arreglaban:
el negro era pescador y además cantaba como los dioses, aunque según Yolanda su
primo-hermano siempre fue mejor inventador
de trovas que él”. “Entonces ese Pablo no sé cuánto vendría a ser el padre
del Papalote” interrumpo. “Claro. Pablo Blades” dijo mi padre, descruzando y
volviendo a cruzar las piernas arriba de la mesa mientras guardaba la pipa y
sacaba los Richmond: “Pero no se llegaron a conocer, padre e hijo. Ni el hijo
llevó nunca el apellido del padre. Porque cuando Saravia se alzó en el 97 el
negro no pudo con su anarco-bolivarianismo y se alistó inmediatamente y murió
en Arbolito. Y Yolanda (que había quedado embarazada, aunque Pablo nunca llegó
a saberlo) tuvo que terminar conchabándose como portera-limpiadora de un
quilombo antes que naciera el Papalote. Es bastante complicada, la historia”.
Pero mirá lo qué decís se tentó
el Papalote: 1839. -Mirá lo que decís
vos, mejor retrucó Cherro amenazándolo con una especie de guiñada
hemipléjica idéntica a la del Lobo: Que
tu tío compuso las bachatas y los merengones DENTRO DE MUCHOS AÑOS. Y yo hace
DIECIOCHO AÑOS que te vengo aguantando esa milonga. Y mi padre creyó que se
agarraban, porque el papalote puso cara de ex-esclavo internacionalista
cargando a lanza seca y el Lobo gruñó y Cherro manoteó un facón imaginario
hasta que se empezaron a reír cada vez más y terminaron llorando
desconsoladamente. Pero por qué no me
dijiste que se murió tu madre preguntó Cherro tratando de incorporarse y
abrazarlo, aunque el piso se le paró de manos enseguida: Recién me acabo de dar cuenta, muchacho. -Sí dijo el negro: Este verano fue a esperarme a la vuelta de
la zafra, como en los buenos tiempos. Pero se tiró abajo del motocar con el
traje rosado y todo. Dicen que se cayó. Pero uno tiene mundo.
“¿Anarcoqué era el
negro?” pregunto. Y mi padre trata de salir del paso lo más rápido posible y se
queda fumando soñadoramente, con los ojos clavados en aquel motocar donde
volvían los hombres de la Isla de Lobos, dieciocho años atrás. “Eran unos
cuantos zafreros -de la zona de Valizas, el polonio y la Paloma- y llegaban de
cuerpear un invierno que te lo voglio dire. Imaginate el frío en aquella isla
metida en pleno océano y el peligro de que un bicho les arrancara un pedazo en cualquier
momento, como quien muerde un pan. Y la falta de algo que los”. Entonces se interrumpe y me sondea, entornando una
mirada densamente fluvial. “Vos sabés que yo pienso que el alma es inmortal”
afirma. Y yo bajo la cabeza, nervioso.
La madre del Papalote
apareció en la estación cargando un cachorro Labrador recién nacido. Llevaba
puesto un traje de miriñaque rosado -coronado por una capelina y una sombrilla
finiseculares- que dejó boquiabierto a todo el mundo. Estaban en setiembre de
1939, y parecía imposible que Yolanda (que nunca se casó con el negro Blades)
se lo hubiese traído desde Santo Domingo para demorar casi medio siglo en
estrenarlo. Pero yo me di cuenta que
pasaba algo más raro, todavía contó el Papalote: Porque ella no era la misma, se lo puedo asegurar. Y no es que diera
menos edad ni nada: tenía las sesenta primaveras bien puestitas. Lo que yo
sentí al vuelo fue que ella me miraba como si fuera otro. Pero no otro
cualquiera. Otro Juan Guerra, ¿entiende? Entonces Yolanda caminó hacia su hijo
y lo besó y le dijo: Aquí le traigo un
compañero que nunca va a fallarle, mi héroe. Tiene dos nombres: Lobo o
Chuparrosas. Y cuando el Papalote recogió al animal y sonrió al ver la
pequeña rosa que llevaba entre los dientes, la mujer se descolgó otra de la
oreja y explicó: Así la usábamos en el
conuco cuando nos enamorábamos, chico.
“Y aquella
madrugada el Papalote cantó varias veces la bachata” entrecerró los ojos mi
padre: “Y los estoy viendo a los loberos, borrachos pero felices. Y a las pocas
mujeres del quilombo, felices pero aporreadas. Hasta que el Papalote apareció
emperifollado con una de las guayaberas que le había legado el padre y se puso
a berrear como si le volara el corazón. Y cuando terminó encontró a Yolanda
(que siguió siendo la portera-limpiadora del quilombo hasta el día de su
muerte) parada detrás suyo con el traje rosado, otra vez. Y mirando a otro Juan Guerra. Y punto. Podía ser el
primo-hermano blanco que desapareció peleando con Martí y ella nunca dejó de
esperar. O simplemente otro hombre. O
a un hombre nuevo. Dejémoslo así”.
Lo curioso es que a mí siempre me había gustado payar a
lo criollo contó el negro: No me gustaba tanto como remontar papalotes, pero igual me apasionaba.
Y la noche que cumplí cuarenta y dos años en la isla me vino como un ataque y
largué la bachata con la forma de hablar de mi madre. -O de ese tío que nunca
conociste cabeceó Cherro, más conciliador que creyente.
“Aunque lo que
verdaderamente importa es que ese otro
hombre se haya sentido tan ciegamente enamorado
al largar Burbujas de amor”
vuelve a achicar los ojos mi padre. Lo demás podrá ser raro. O mágico, si
querés: que le haya dado un yeito caribeño al bolero-chachachá, y sobre todo
que Yolanda haya ido a recibirlo justo esa vez. Al héroe. Pero no hay que dejarse llevar demasiado por eso”.
Lo que yo no podía entender era cómo carajo había hecho
para enamorarme en plena zafra terminó confesando el Papalote:
Me acuerdo que el farero -el sueco Jonás,
que sabía de todo un poco- me escuchaba cantar medio desorbitado. Pero no me
animé a preguntarle qué pensaba. -Bueno, yo no hallo nada que sea del otro
mundo -metió la cuchara Cherro: Vos
siempre fuiste más regalón que gallina viuda.
“Aunque esta vez el
Papalote ni se molestó en contestarle” vuelve a agarrar la pipa mi padre: “Claro,
se ve que siempre fue picaflor -y nada casadero- el negro. Aunque la cuestión
no es-”. “¿Y por qué sigue diciendo que fue el tío el que compuso las bachatas
y los merengones?” pregunto, entreparándome. Porque cuando volví a ver a mi madre disfrazada supe que ella siempre
había vivido soñando con el primo-hermano, Cristo. Y que ahora estaba media
loca pero libre, por fin. Entonces la llevé a la piecita de atrás de la cocina donde
dormíamos desde antes que yo naciera y le dije que esa bachata la había
inventado el tío Juan Luis el día que la volviera a buscar al quilombo. Dentro
de muchos años. Y ella me dio un beso en la boca y me dijo que la verdad no nos
traiciona nunca. Y yo nunca más mentí.
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