22/10/12

JOSÉ LEZAMA LIMA
 
LA EXPRESIÓN AMERICANA
 
 
DECIMOCTAVA ENTREGA
 
CAPÍTULO III (3)
 
El romanticismo y el hecho americano (3)
 
 
Las apariencias, que el clásico guardaba para la domesticidad y el cotidiano misterio de la cortesanía, el romántico las cuelga del balcón, donde asoman las noches sacudidas de relámpagos byronianos. Apenas desembarca Rodríguez en Colombia, vuelve Bolívar: “Un sabio, un justo más, corona la erguida cabeza de Colombia”. Llega a Lima, para entrevistarse con Bolívar, el palacio ofrece sus encantamientos sucesivos en sucesivas puertas abiertas. Se desmonta de su caballo, y en el salón de recepciones Bolívar lo abraza con temblor. Pero entre el atuendo de la grandeza sin medida, ahí está Rodríguez con su vieja miseria, con el fracaso en Chuquisaca, con su mula de recorridos inmensos, desde Bogotá hasta el lago Titicaca, con su orgullo, con su fábrica de velas de sebo para despreciar en su irreductible y fijar la nobleza del condumio. Y la infamia nuestra siempre dispuesta a herir con espolón de cobre, en muchas de esas distancias, se le exige tomar partido en contra de Bolívar, donde adquiere una meticulosa sencillez incomparable, le dice: ¿qué voy yo a hacer en América sin usted? Bolívar vive ya en el gran escenario de la transfiguración histórica de los destinos, y Rodríguez vive en el acarreo invisible, en el demonio de los mesones, en el esplendor de la pobreza, y aunque Bolívar lo recuerda y lo quiere, la divergencia se hace más peligrosa para Rodríguez, que se ve obligado, ya maduro, a fabricar el itinerario de sus días con dificultades acrecidas por lo desigual de la intención. En la intimidad de Rodríguez, hay algo del Aleijadinho, sin estar tocado de la maldición; hay algo de Swedenborg, sin nada de sus profecías ni de su teocracia; hay algo de William Blake, sin su lirismo. Pero habita esas zonas del individualismo, donde después de haber recorrido pardas distancias, llega con su mula al higueral estéril y conversa consigo mismo al filo del paredón. Extremo ese en que el individuo se hace inapresable, conjetural, diverso de los puntos de vista. Poder mostrar un misterio, un desafío, como el de Simón Rodríguez, es un lujo americano, mucho antes de que pudiera esperarse y fuera una exigencia fructuosa. Une su destino al de Bolívar, vive noventa años, obsedido por su escuela y sus innovaciones, pero nos causa la impresión de que Bolívar que tuvo la fuerza necesaria para interpretar y dar forma a un momento del destino americano, no la tuvo para entregarle a su maestro, no su alabanza admirativa, sino el diálogo del paisaje, que nos acompaña dándonos manso estribo, el puente de las dos riberas simbólicas, por el que este espíritu muy cargado, por la que este individualista de desesperada última instancia, pudiera soltar el ascua, deshacerse de la maldición, como esos orgullosos muy tiesos que ante una ternura clave se vuelven transcurridos, obsequiosos y reverentes.
 
 
Como reverso de las grandes odas bolivarianas, de sus victorias, Simón Rodríguez, recorre inmensas distancias, ya de setenta años, como héroe silencioso, hasta internarse en los tupidos centros americanos, de Latacunga hasta Quito, desde Arequipa a Ibarra, desde Huancané a Chuquito ¿esos nombres de recorrido no tienen como el sonido de batallas bolivarianas? Son sus batallas del fracaso, sus sueños de maestro fugitivo, que quiere unir el falansterio con la academia, que estaba hecho para el diálogo que se da una vez en la vida, y su diálogo había sido nada menos que con el Simón Bolívar adolescente, que comenzaba como si fuese un coro sus ejercicios de pedagogía colectiva, pero al disminuirse por la rutina y ver que no surgía la gran excepción, cogía de nuevo su mula, indiferente a la pobreza y comenzaba de nuevo en la mañana del nuevo paisaje. Después de la muerte de Bolívar, exacerba la simpatía por el recuerdo. A donde quiera que llega, sitio casi siempre donde pulula el odio a Bolívar, se obstina en sacar de sus remendadas valijas su Defensa de Bolívar, que a todos obliga a la reverencia y al acatamiento. Llegaba como esos encantadores de serpientes, con sus grandes cajas donde puede deslizarse por alguna improvisada rendija la ponzoña, dejando al encantador solo en su corredor de hotel provinciano, con sus cajas entreabiertas y la paz del oficio dormilón. Su fidelidad a Bolívar revela las prolongaciones de su raíz, pues pasando por tanta satrapía incipiente, de jurado odio a Bolívar, donde una sonrisilla suya de acatamiento a la irreverencia, le hubiera traído canongías, prefiere cambiar de rumbo y añadir una página a su memorable Defensa de Bolívar. Es entonces cuando Simón Rodríguez se decide a llegar a lo último, en el centro, con su cartilla y su profecía frente al bosque infernal, morirse de miseria, hacer sus velas de sebo para librar el sustento de la india que es su esposa y de su hijo. Muerto Bolívar en el destierro, él reedita otra gesta de igual grandeza. Morirse de miseria, de soledad. Cerca de los ochenta años lo araña la amargura, sonando sus frases a la misma grandeza de las de Bolívar agonizante. “Por querer enseñar más de lo que todos aprenden, nos dice, pocos me han entendido, muchos me han despreciado y algunos se han tomado el trabajo de perseguirme. Por querer hacer mucho no he hecho nada y por querer volver a otros he llegado a términos de no volverme a mí mismo”. Sus excesos de generosidad han tropezado con los pellejos vacíos, su riqueza esencial ha irritado lo pedregoso y reptilar. Ya en sus finales, alguien lo invita a una nueva fundación, manteniendo a salvo su fineza para el amigo, le dice que “temía que el desprestigio a que él había llegado, lo pudiera perjudicar”. Sabía ya que su contacto como la lepra del Aleijadinho, inspiraba peligro y muerte. ¿Por qué esa repulsión a uno de los más grandes hacederos que han existido por tierras americanas? ¿Por qué ese dejar al descampado a uno de los nuestros de más fascinación, que había profetizado, hecho y desenvuelto historia?
 
 
Procuremos dar una respuesta, válida en el caso de Simón Rodríguez y en la rencorosa miseria, que esta manera de ser, de alzarse, de despreciar, engendra y provoca. Era fuerte, era poderoso y tenía como ojos escamas para el conocimiento, y al final se ve reducido a la asombrosa perplejidad, pues ha engendrado un monstruo frío que lo encierra en una empalizada circular, que se contrae y lo agobia como un sueño malo. Aparte de lo que pudiera haber en él de ex tipo psicológico, de hombre que sólo intuye sus propias leyes abisales, despertaba las consideraciones que obligan a la defensa del interlocutor abochornado de su caída. Vivía en la libertad irreductible, tenía la irradiación del esplendor aun en la pobreza, engendraba una nueva causalidad. Esto es lo que explica los odios laberínticos, la desaprensión, las suposiciones groseras. Lo que explica que José Martí tuviera que desenvolverse en un clima de pedradas fangosas, de rastacuerismos, de cobardías que no se rinden, y que como furias, como contracoro, chillan el día que ven su cabeza cuarteada exhibida en comprobaciones que recuerdan a Eteocles insepulto. Lo que explica que un García Lorca ascienda como un delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre.
 
 
Lo que explica que a un Simón Rodríguez, lo arrinconasen con su endiablado y poderosísimo yo en el último rincón del mundo, en lugar de ofrecerle suave diálogo, halago para el fundador misterioso del paso del hombre en la distancia que no se entrega. Anda ahora por tierras de Samán, de Taraco, de Pucará, de Azarango. Allí lo sorprende un viajero francés, interesado en rebuscas arqueológicas por el lago de Titicaca. Detrás del mostrador para la venta de las velas de sebo, una habitación que servía de alcoba de laboratorio y de cocina. La india que lo acompaña, como para pagarle su devoción por la cultura incaica, de vez en cuando lo mira con mirada inolvidable de perra maternal, y vuelve al mostrador descalza. El viajero sorprende que aquel hombre abandonado a la miseria y a la serranía andina, habla siete idiomas, le da datos de etnógrafo sobre el sur del lago Titicaca y a los ochenta años, asombra la desatada facundia de su verba. Se muestra obsequioso, brinda comida y alojamiento. “Llevaba la camisa sucia, dice el viajero francés, con el cuello arrugado, corbata deshilachada, poncho de color indefinible, que dejaba ver un pecho velludo y curtido por el aire, pantalón de bayeta azul y zapatos chaveteados.” Brinda lo que queda, no con afán de mostrar pobreza, sino para que no deje de acompañarlo el espíritu de la obsequiosidad. “El lecho que me ofreció, dice el mismo viajero, era un cuchitril contiguo a la habitación en que habíamos cenado, componíase de dos pieles de carnero, cubiertas de un poncho de lona”. Ante la pinta fina recorriéndolo todo como con ojos de lince, la cortesanía, la filología gentil que conserva lo diestro en lo deshabitado, el francés arqueólogo “mira con asombro, con ese bonito asombro a la francesa añadimos, de pies a cabeza, al singular políglota, dispuesto a preguntarle si no era el mismo diablo en persona”. El viajero francés no puede sorprender que Simón Rodríguez estaba ganando sus últimas batallas, ofreciendo un inusitado de tanto fervor, que parece como si aun permaneciese en el macizo central de lo americano, su pequeña vela encendida. Su fuego, chupado por el colibrí, aclarado en las progresiones incesantes de la luz.
 
 
El amor cercano de la india, no estaba tan sólo en su Eros, sino en su convicción de lo que había resuelto la cultura incaica. “La cultura de los incas, decía con ingenuidad, destrozada por los españoles, podía parangonarse con las más grandes del universo todo”. El socialismo del harnero colectivo, implantado por Manco Capaz, está en el centro de su devoción por la agricultura. Pero, tal vez, lo que más le seducía de aquella cultura, sería el culto del dios invisible, cuyo único rito era besar el aire. Más allá del incaico culto solar, existía el Pachacámac, o culto al ánima de la naturaleza. Parecía contentarse con ese dios invisible, que ahora todavía debe estar alumbrado por las velas de sebo, hechas por su mano para alejar la miseria, y que su Eros secreto debe haber tornado visible, el día que la fulguración bolivariana se alzó para hablar sobre las ruinas y animar los presagios. Simón Rodríguez poseía un daimon muy irritado para ser un ciudadano del mundo. Tipógrafo en México o profesor de idiomas en Rusia, pasa como a escondidas, huidizo, sin liberarse de la maldición. Pero el primer gran americano que se hace en Europa un marco apropiado a su desenvolvimiento es Francisco de Miranda. Lo que le han llamado un Weltburger, como Humboldt o como Goethe, cometen un pequeño error disculpable por lo encendido de la devoción. El weltburger, se siente en todas partes como en su casa de investigación, y ya vemos a Humboldt solazándose con las danzas habaneras en las mansiones de la cortesanía más elaborada, mientras que en Goethe su errante curiosidad universal se tiene en torno de su centro estático weimariano. Miranda está demasiado atenaceado por la preocupación liberatriz de su pueblo, y en Viena o en Moscú, parece intuir el calabozo final, no los infinitos sucesivos de Fray Servando, de donde su espíritu en el dios invisible de los incas, será liberado el día de la entrada triunfal de Bolívar en Caracas. Su destino, entre las profecías sobre su grandeza lanzadas por Levater y las vacilaciones a que le obligan las restricciones de Mr. Pitt, tiene una onda de expansión, en que se lanza sobre grandes distancias y una contracción, en que se ve obligado a salir como disfrazado. Se lanza sobre la Rusia de la Ilustración, pero al fin Catalina lo encierra, frente a frente, en el salón rococó del Palacio Imperial. Entra en la cancillería de Mr. Pitt, pero al fin, pidiendo la devolución de sus papeles, sale disfrazado de comerciante, pues cuando cree tener más preparado a Pitt a favor de su causa, éste se inclina a España, como medio de combatir a Francia. Miranda se enredaba en los principios, Pitt se liberaba aliado con hechos. Cesada la dominación española en América, a Pitt receloso tiene que entrañarle el incanato de Miranda, la resurrección poderosa de ese imperio en el sur, que a Pitt, tiene que parecerle más inquietante que los finales decadentes de España. Pitt precisa que, en ese momento de la historia europea, el enemigo a vencer por Inglaterra es Francia, y Miranda se queda estático en el calabozo de Fouquier Tinville, mientras, paradojalmente, Pitt interpreta el destino.
 

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