JOSÉ LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
DECIMOCTAVA ENTREGA
CAPÍTULO III (3)
El romanticismo y el hecho
americano (3)
Las apariencias, que el clásico guardaba para la domesticidad y el
cotidiano misterio de la cortesanía, el romántico las cuelga del balcón, donde
asoman las noches sacudidas de relámpagos byronianos. Apenas desembarca
Rodríguez en Colombia, vuelve Bolívar: “Un sabio, un justo más, corona la
erguida cabeza de Colombia”. Llega a Lima, para entrevistarse con Bolívar, el palacio
ofrece sus encantamientos sucesivos en sucesivas puertas abiertas. Se desmonta
de su caballo, y en el salón de recepciones Bolívar lo abraza con temblor. Pero
entre el atuendo de la grandeza sin medida, ahí está Rodríguez con su vieja
miseria, con el fracaso en Chuquisaca, con su mula de recorridos inmensos,
desde Bogotá hasta el lago Titicaca, con su orgullo, con su fábrica de velas de
sebo para despreciar en su irreductible y fijar la nobleza del condumio. Y la
infamia nuestra siempre dispuesta a herir con espolón de cobre, en muchas de
esas distancias, se le exige tomar partido en contra de Bolívar, donde adquiere
una meticulosa sencillez incomparable, le dice: ¿qué voy yo a hacer en América
sin usted? Bolívar vive ya en el gran escenario de la transfiguración histórica
de los destinos, y Rodríguez vive en el acarreo invisible, en el demonio de los
mesones, en el esplendor de la pobreza, y aunque Bolívar lo recuerda y lo
quiere, la divergencia se hace más peligrosa para Rodríguez, que se ve obligado,
ya maduro, a fabricar el itinerario de sus días con dificultades acrecidas por
lo desigual de la intención. En la intimidad de Rodríguez, hay algo del
Aleijadinho, sin estar tocado de la maldición; hay algo de Swedenborg, sin nada
de sus profecías ni de su teocracia; hay algo de William Blake, sin su lirismo.
Pero habita esas zonas del individualismo, donde después de haber recorrido
pardas distancias, llega con su mula al higueral estéril y conversa consigo
mismo al filo del paredón. Extremo ese en que el individuo se hace inapresable,
conjetural, diverso de los puntos de vista. Poder mostrar un misterio, un
desafío, como el de Simón Rodríguez, es un lujo americano, mucho antes de que
pudiera esperarse y fuera una exigencia fructuosa. Une su destino al de
Bolívar, vive noventa años, obsedido por su escuela y sus innovaciones, pero
nos causa la impresión de que Bolívar que tuvo la fuerza necesaria para
interpretar y dar forma a un momento del destino americano, no la tuvo para
entregarle a su maestro, no su alabanza admirativa, sino el diálogo del
paisaje, que nos acompaña dándonos manso estribo, el puente de las dos riberas
simbólicas, por el que este espíritu muy cargado, por la que este
individualista de desesperada última instancia, pudiera soltar el ascua,
deshacerse de la maldición, como esos orgullosos muy tiesos que ante una
ternura clave se vuelven transcurridos, obsequiosos y reverentes.
Como reverso de las grandes odas bolivarianas, de sus victorias, Simón
Rodríguez, recorre inmensas distancias, ya de setenta años, como héroe
silencioso, hasta internarse en los tupidos centros americanos, de Latacunga
hasta Quito, desde Arequipa a Ibarra, desde Huancané a Chuquito ¿esos nombres
de recorrido no tienen como el sonido de batallas bolivarianas? Son sus
batallas del fracaso, sus sueños de maestro fugitivo, que quiere unir el
falansterio con la academia, que estaba hecho para el diálogo que se da una vez
en la vida, y su diálogo había sido nada menos que con el Simón Bolívar
adolescente, que comenzaba como si fuese un coro sus ejercicios de pedagogía
colectiva, pero al disminuirse por la rutina y ver que no surgía la gran
excepción, cogía de nuevo su mula, indiferente a la pobreza y comenzaba de
nuevo en la mañana del nuevo paisaje. Después de la muerte de Bolívar, exacerba
la simpatía por el recuerdo. A donde quiera que llega, sitio casi siempre donde
pulula el odio a Bolívar, se obstina en sacar de sus remendadas valijas su Defensa de Bolívar, que a todos obliga a
la reverencia y al acatamiento. Llegaba como esos encantadores de serpientes,
con sus grandes cajas donde puede deslizarse por alguna improvisada rendija la
ponzoña, dejando al encantador solo en su corredor de hotel provinciano, con
sus cajas entreabiertas y la paz del oficio dormilón. Su fidelidad a Bolívar
revela las prolongaciones de su raíz, pues pasando por tanta satrapía
incipiente, de jurado odio a Bolívar, donde una sonrisilla suya de acatamiento
a la irreverencia, le hubiera traído canongías, prefiere cambiar de rumbo y
añadir una página a su memorable Defensa
de Bolívar. Es entonces cuando Simón Rodríguez se decide a llegar a lo
último, en el centro, con su cartilla y su profecía frente al bosque infernal,
morirse de miseria, hacer sus velas de sebo para librar el sustento de la india
que es su esposa y de su hijo. Muerto Bolívar en el destierro, él reedita otra
gesta de igual grandeza. Morirse de miseria, de soledad. Cerca de los ochenta
años lo araña la amargura, sonando sus frases a la misma grandeza de las de
Bolívar agonizante. “Por querer enseñar más de lo que todos aprenden, nos dice,
pocos me han entendido, muchos me han despreciado y algunos se han tomado el
trabajo de perseguirme. Por querer hacer mucho no he hecho nada y por querer
volver a otros he llegado a términos de no volverme a mí mismo”. Sus excesos de
generosidad han tropezado con los pellejos vacíos, su riqueza esencial ha
irritado lo pedregoso y reptilar. Ya en sus finales, alguien lo invita a una
nueva fundación, manteniendo a salvo su fineza para el amigo, le dice que
“temía que el desprestigio a que él había llegado, lo pudiera perjudicar”.
Sabía ya que su contacto como la lepra del Aleijadinho, inspiraba peligro y
muerte. ¿Por qué esa repulsión a uno de los más grandes hacederos que han
existido por tierras americanas? ¿Por qué ese dejar al descampado a uno de los
nuestros de más fascinación, que había profetizado, hecho y desenvuelto
historia?
Procuremos dar una respuesta, válida en el caso de Simón Rodríguez y en
la rencorosa miseria, que esta manera de ser, de alzarse, de despreciar,
engendra y provoca. Era fuerte, era poderoso y tenía como ojos escamas para el
conocimiento, y al final se ve reducido a la asombrosa perplejidad, pues ha
engendrado un monstruo frío que lo encierra en una empalizada circular, que se
contrae y lo agobia como un sueño malo. Aparte de lo que pudiera haber en él de
ex tipo psicológico, de hombre que sólo intuye sus propias leyes abisales,
despertaba las consideraciones que obligan a la defensa del interlocutor
abochornado de su caída. Vivía en la libertad irreductible, tenía la
irradiación del esplendor aun en la pobreza, engendraba una nueva causalidad.
Esto es lo que explica los odios laberínticos, la desaprensión, las
suposiciones groseras. Lo que explica que José Martí tuviera que desenvolverse
en un clima de pedradas fangosas, de rastacuerismos, de cobardías que no se
rinden, y que como furias, como contracoro, chillan el día que ven su cabeza
cuarteada exhibida en comprobaciones que recuerdan a Eteocles insepulto. Lo que
explica que un García Lorca ascienda como un delfín mediterráneo veteado de
plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre.
Lo que explica que a un Simón Rodríguez, lo arrinconasen con su
endiablado y poderosísimo yo en el último rincón del mundo, en lugar de
ofrecerle suave diálogo, halago para el fundador misterioso del paso del hombre
en la distancia que no se entrega. Anda ahora por tierras de Samán, de Taraco,
de Pucará, de Azarango. Allí lo sorprende un viajero francés, interesado en
rebuscas arqueológicas por el lago de Titicaca. Detrás del mostrador para la
venta de las velas de sebo, una habitación que servía de alcoba de laboratorio
y de cocina. La india que lo acompaña, como para pagarle su devoción por la
cultura incaica, de vez en cuando lo mira con mirada inolvidable de perra
maternal, y vuelve al mostrador descalza. El viajero sorprende que aquel hombre
abandonado a la miseria y a la serranía andina, habla siete idiomas, le da
datos de etnógrafo sobre el sur del lago Titicaca y a los ochenta años, asombra
la desatada facundia de su verba. Se muestra obsequioso, brinda comida y
alojamiento. “Llevaba la camisa sucia, dice el viajero francés, con el cuello
arrugado, corbata deshilachada, poncho de color indefinible, que dejaba ver un
pecho velludo y curtido por el aire, pantalón de bayeta azul y zapatos
chaveteados.” Brinda lo que queda, no con afán de mostrar pobreza, sino para
que no deje de acompañarlo el espíritu de la obsequiosidad. “El lecho que me
ofreció, dice el mismo viajero, era un cuchitril contiguo a la habitación en
que habíamos cenado, componíase de dos pieles de carnero, cubiertas de un
poncho de lona”. Ante la pinta fina recorriéndolo todo como con ojos de lince,
la cortesanía, la filología gentil que conserva lo diestro en lo deshabitado,
el francés arqueólogo “mira con asombro, con ese bonito asombro a la francesa
añadimos, de pies a cabeza, al singular políglota, dispuesto a preguntarle si
no era el mismo diablo en persona”. El viajero francés no puede sorprender que
Simón Rodríguez estaba ganando sus últimas batallas, ofreciendo un inusitado de
tanto fervor, que parece como si aun permaneciese en el macizo central de lo
americano, su pequeña vela encendida. Su fuego, chupado por el colibrí,
aclarado en las progresiones incesantes de la luz.
El amor cercano de la india, no estaba tan sólo en su Eros, sino en su
convicción de lo que había resuelto la cultura incaica. “La cultura de los
incas, decía con ingenuidad, destrozada por los españoles, podía parangonarse
con las más grandes del universo todo”. El socialismo del harnero colectivo,
implantado por Manco Capaz, está en el centro de su devoción por la
agricultura. Pero, tal vez, lo que más le seducía de aquella cultura, sería el
culto del dios invisible, cuyo único rito era besar el aire. Más allá del
incaico culto solar, existía el Pachacámac, o culto al ánima de la naturaleza.
Parecía contentarse con ese dios invisible, que ahora todavía debe estar
alumbrado por las velas de sebo, hechas por su mano para alejar la miseria, y
que su Eros secreto debe haber tornado visible, el día que la fulguración
bolivariana se alzó para hablar sobre las ruinas y animar los presagios. Simón
Rodríguez poseía un daimon muy irritado para ser un ciudadano del mundo.
Tipógrafo en México o profesor de idiomas en Rusia, pasa como a escondidas,
huidizo, sin liberarse de la maldición. Pero el primer gran americano que se
hace en Europa un marco apropiado a su desenvolvimiento es Francisco de
Miranda. Lo que le han llamado un Weltburger, como Humboldt o como Goethe,
cometen un pequeño error disculpable por lo encendido de la devoción. El
weltburger, se siente en todas partes como en su casa de investigación, y ya
vemos a Humboldt solazándose con las danzas habaneras en las mansiones de la
cortesanía más elaborada, mientras que en Goethe su errante curiosidad
universal se tiene en torno de su centro estático weimariano. Miranda está
demasiado atenaceado por la preocupación liberatriz de su pueblo, y en Viena o
en Moscú, parece intuir el calabozo final, no los infinitos sucesivos de Fray
Servando, de donde su espíritu en el dios invisible de los incas, será liberado
el día de la entrada triunfal de Bolívar en Caracas. Su destino, entre las
profecías sobre su grandeza lanzadas por Levater y las vacilaciones a que le
obligan las restricciones de Mr. Pitt, tiene una onda de expansión, en que se
lanza sobre grandes distancias y una contracción, en que se ve obligado a salir
como disfrazado. Se lanza sobre la Rusia de la Ilustración, pero al fin
Catalina lo encierra, frente a frente, en el salón rococó del Palacio Imperial.
Entra en la cancillería de Mr. Pitt, pero al fin, pidiendo la devolución de sus
papeles, sale disfrazado de comerciante, pues cuando cree tener más preparado a
Pitt a favor de su causa, éste se inclina a España, como medio de combatir a
Francia. Miranda se enredaba en los principios, Pitt se liberaba aliado con
hechos. Cesada la dominación española en América, a Pitt receloso tiene que
entrañarle el incanato de Miranda, la resurrección poderosa de ese imperio en
el sur, que a Pitt, tiene que parecerle más inquietante que los finales
decadentes de España. Pitt precisa que, en ese momento de la historia europea,
el enemigo a vencer por Inglaterra es Francia, y Miranda se queda estático en
el calabozo de Fouquier Tinville, mientras, paradojalmente, Pitt interpreta el
destino.
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