ANTONIO MUÑOZ MOLINA
UN RECUERDO DE ONETTI
(El País de Madrid /
12 / 2012)
En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro
físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su
literatura: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una
tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite.
Cuando se ha vivido
muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con
una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo
reconocer si de verdad pudiera verlo. Yo paso con mucha frecuencia, en Madrid,
por la acera de la avenida de América donde está el edificio en el que vivió
hasta su muerte Juan
Carlos Onetti, y siempre me acuerdo de la mañana de hace casi veintidós años justos
en que vine a visitarlo. Junto a esa acera ancha delante del portal bajé de un
taxi, llevando una bolsa de viaje, porque había pasado en Madrid poco más de un
día y en apenas unas horas tenía que salir camino del aeropuerto. Sólo unos
días antes había ido de Granada a Lisboa. Volvería a Granada esa misma tarde.
Vivía entonces a rachas un aturdimiento de viajes y no sabía que me estaba
aproximando a una frontera invisible del tiempo que iba a cambiar con igual
fuerza mi vida y mi literatura. Aquella acera, el paisaje del tráfico hacia el
aeropuerto, el mareo de la falta de sueño, los veo ahora en el recuerdo como
indicios seguros de lo que ya había cambiado sin que yo lo supiera. Me detuve
delante del portal con mi bolsa en la mano y comprobé de nuevo la dirección que
llevaba apuntada. En unos minutos, después de un trayecto breve en ascensor,
iba a encontrarme con Onetti.
La tarde anterior
una señora muy amable, con ojos claros y acento porteño, se me había acercado
al final de un acto literario. Me dijo que era Dolly Onetti. “A Juan le
gustaría que vinieras a casa mañana”. Todo me sucedía al mismo tiempo, en un
mareo de emociones simultáneas. El acto en el que yo había participado, junto a
Enrique Vila-Matas y el poeta Juan Luis Panero, era un homenaje a Adolfo Bioy Casares. Acababa de conocer
a Bioy y de experimentar por primera vez su generosa cortesía, y de golpe se me
presentaba la oportunidad de encontrarme también con Onetti al cabo de unas
pocas horas.
Los dos, cada uno a
su manera, venían siendo, junto a Borges, mis maestros más queridos en la
literatura en español: los que hacían resonar las cuerdas más hondas de mi
imaginación literaria, los que modelaban mi manera de entender el oficio de
escritor. En Bioy estaba la delicadeza irónica, en Onetti el desgarro, la pura
poesía de contar lo que de tan doloroso o tan arrebatador casi no puede ser
contado. De otros escritores de América Latina a los que admiraba por sus
novelas me alejaban sus figuras públicas, demasiado oficiales, demasiado
adictas a los protocolos. De Onetti y de Bioy me gustaba la intensa sensación
de privacidad que desprendían. Para eludir las ocasiones de hablar en público
Bioy decía: “Yo soy escritor por escrito”. En cuanto a Onetti, vivía retirado
legendariamente en aquella casa en la que yo iba a visitarlo, como en un exilio
en el interior de otro exilio, sin levantarse de la cama, fumando y sorbiendo
whisky y leyendo novelas de misterio.
El corazón me latía
muy fuerte cuando salí del ascensor en el último piso y llamé a la puerta. Me
abrió Dolly, con su sonrisa grave de bienvenida. Las estanterías del pequeño
comedor estaban llenas de libros, casi todos en ediciones de bolsillo muy
usadas, muchos de ellos novelas policiales. El comedor lo recuerdo en penumbra.
En la habitación donde estaba Onetti había una fuerte luz matinal. Una ventana
con macetas daba a una terraza y a los tejados de Madrid. Onetti me recibió
echado en la cama, en pijama, un pijama azul claro como de la Seguridad Social,
en una postura forzada, de costado, apoyado en un codo. Tenía la piel pálida y
enrojecida, y una barba escasa. Como no llevaba gafas resaltaban más sus
grandes ojos saltones, esos ojos de pena o de tedio abismal que se le veían en
las fotos.
Se apoyaba en un
codo y en la otra mano tenía el cigarrillo. Era una mano de dedos muy largos,
el índice y el corazón manchados de nicotina, una mano desganada que desde
muchos años atrás no había hecho más esfuerzo que el necesario para sostener
vasos y cigarrillos, una de esas manos que se doblan y caen como desfalleciendo
desde la muñeca.
En la pared, detrás
de la cabecera, había fotos y recortes, pegados con chinchetas o cinta
adhesiva. En la mesa de noche cabía apenas un cenicero inseguro junto a una
pila de novelas. Onetti estaba acatarrado y oía con dificultad. De vez en
cuando, cuando no conseguía escuchar algo que yo le había dicho y se adelantaba
un poco para oírme mejor, le cruzaba por la cara un gesto rápido de
impaciencia, como de rencor contra la vejez. Hablamos sobre todo de Faulkner y
de Nabokov. Le gustó que le contara que cuando yo era muy joven, en una época
en la que costaba mucho encontrar libros suyos, había robado El Astillero en la casa de alguien.
Cuando mencioné que la tarde anterior había estado con Bioy dijo, con un desdén
rioplatense en el diminutivo: “Adolfito”. Onetti era muy radical políticamente,
muy consciente de las diferencias de clase. Pero no le costó nada reconocer que
Bioy había escrito al menos una obra maestra, de la que habló enseguida con
entusiasmo, El sueño de los héroes.
Bebía de vez en
cuando un sorbo de un whisky barato con agua. Bebía y fumaba. Yo llevaba en mi
bolsa de viaje una botella de whisky de malta que había comprado en el duty free del aeropuerto de Lisboa. Le
pedí permiso a Dolly para dejársela como regalo. Ella asintió, encogiéndose de
hombros: “Así por lo menos beberá algo de buena calidad”.
De modo que bebí
whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo
inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la
conversación, en la que se me insinuaba poco a poco la urgencia de marcharme
para no perder mi avión a Granada. En aquel anciano enfermo, anclado en su
deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado
siempre en su literatura, y que había tenido desde muy joven sobre mí un efecto
parecido al del whisky a media mañana y al fervor secreto que llevaba conmigo
ese día de noviembre: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la
propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y
sin límite. La indignación lo reanimaba. Renegó de los obispos españoles y de
su afición a invadir el derecho a la felicidad sexual de la gente. Le pidió a
Dolly que me diera el primer volumen de la biografía de Faulkner de Joseph
Blotner. “¿Y por qué no los dos?”, dijo Dolly. “Para que así tenga que volver”.
Pero ya se me
acababa el tiempo, y él estaba cansado. Por timidez, por miedo a importunar a
un hombre enfermo, ya no volví nunca. Lo que recuerdo exactamente, veintidós
años después, es su mano débil apretando la mía en la despedida, y las palabras
que me dijo: “Es lindo sentirse amigo”.
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