LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
OCTAVA ENTREGA
DOS: LA FIRMEZA (6)
MIENTRAS VOLVÍA
caminando de la clase de piano recordé haber soñado con una chiquilina que iba
a ver el Quijote y se quedaba ciega. El piano me revienta. Casi nunca voy a
practicar a lo de Manolita, y la profesora trata de no ponerse demasiado
histérica y eso me da más miedo. El lunes de mañana es un cáncer. Lo único que
me gustaría que poder tocar bien es Bartok, porque se parece a los cuadros de
Torres García o al Poeta en Nueva York.
Ya eran las once y
tenía los deberes terminados, y de golpe sentí que María Sara debía estar
esperándome. La hamaca no se oye pero ella cuelga -con el rostro velado por una
avalancha de pelo lacre- agarrada de las cadenas, y apenas me acerco al tejido
levanta la mirada de bambi. Y casi sonríe. “¿A qué escuela vas?” pregunto.
María Sara vuelve a odiarme durante un fogonazo, aunque enseguida saca dos
tubitos verdes del bolsillo. “Te doy una pastilla, no un paquete” dice con una
voz hermosamente ronca. En ese momento llegaba el Chueco del boliche, cargando
una damajuana. “¿Cuándo practicamos?” le pregunté, y él le hizo una morisqueta
cariñosa a la chiquilina y contestó sin mirarme: “Vamo a ver. No hay apuro.
Ayer ganamo al póquer y hoy hay que festejar. Vení a tomar la leche, Marilyn
Monroe”. El Chueco tiene la mirada más ensangrentada que nunca. La chiquilina
espera a que su padre desparezca y se acerca a ponerme un paquete pegajoso en
la mano y se escapa corriendo.
Al volver a la cocina
encontré abierta la persiana del cuarto de mis abuelos y mamá me llamó. Está
sentada en el costado de la cama que acaba de tender, mientras la vieja hace
ruidos horribles en el baño. “¿Te gustaría tener un hermanito?” me pregunta. “¿Una
hermana” contesto. Y ella subió la cara, y al sacarla del sol su belleza quedó
como decapitada. Entonces corrí a buscar
un cuaderno viejo y me encerré en el escritorio-oficina y escribí: Hay en el camino que imagina mi cerebro, / hay
en el camino, / un ruiseñor negro. // Hay en el camino que imagina mi cerebro,
/ hojas verdes, hojas negras, / en el camino del ruiseñor negro. // Hay en el
camino que imagina mi cerebro, / árboles frutales, guindas deliciosas / en el
camino de las hojas verdes, de las hojas negras. // Hay en el camino que imagina
mi cerebro, / un ruiseñor negro; / hojas verdes, hojas negras; / árboles frutales,
guindas deliciosas / en el camino negro. Terminé el poema junto con la
última pastilla y dejé el cuaderno abierto para que lo leyera mi padre. Al
salir al patio sentí que se me retorcía algo en la barriga, pero muy adentro. Y
al rato me zampé una costilla con dos huevos fritos a caballo.
La Escuela 81
funcionaba en ese entonces en una mansión jolivudense que un malandra de
película le regaló a Gardel, aunque el Mago jamás llegó a vivir allí. Estoy en
cuarto año, con una maestra que se llama Bendita y es digna de su nombre: el
novio se le murió mientras entraban a la iglesia y ella quedó cuerpeando la
vida con esa especie de castidad andrógina que hace que un samurai sea casi un
Miguel Ángel al distribuir los golpes filosos. Y de repente me cagué. Fue antes
de la hora del recreo, y bastó un simple movimiento en el banco -sin dolores
previos ni nada- para que la desgracia me clavara contra un barrial que no
tardó en apestar la clase. Al poco rato Bendita preguntó si alguien había
sufrido un accidente, y pidió que no tuviéramos vergüenza en contárselo. Y yo
arrugaba la nariz y miraba para todos lados igual que los demás. Mi compañero
de banco era Beto Añón: un buen tipo, pero muy cachador. Para colmo, en el
recreo teníamos que ensayar La firmeza.
Íbamos a bailarla a fin de año.
Abanderado, abanderado / tu corazón se ha cagado me acuerdo que payé mentalmente, mientras giraba con los brazos
abiertos y la giba de barro amenazaba con rociar el gimnasio de pelota donde
Gardel nunca llegó a sudar. Y al terminar la insufrible danza criolla la
maestra se acerca a acariciarme la palidez chorreante y murmura: “Mijo, debés
haberte pescado una gripe. ¿No querés que te mande para tu casa?”. “No. Gracias”
le contesto. Y dos horas después estamos subiendo el repecho de Brenda en el
ómnibus de la escuela y me dice Beto Añón: “Che, ¿viste que el olor sigue aquí
en el ómnibus? ¿Vamos a olernos para asegurarnos que no fuimos nosotros?”. Y
nos olfateamos, a la altura del hombro. “Bueno” sonríe mi amigo: “Me parece que
nosotros no nos portamos mal”.
“Ya está” dice mamá
(y parece que hubiera encontrado un tesoro entre el slip y el pantalón azul con
tiradores): “Ahora te bañás y te metés en la cama grande y jugamos un rato a la
baraja”. Pero apenas rodé entre la blancura perfumada me dormí como un tronco.
Cuando me desperté ya estaba prendida la portátil y había olor a cena, aunque
ella seguía observándome con las barajas en la mano. “¿Por qué no te vestís?”
sonrió: “Tu padre está esperándote en el cuartito”. Crucé la casa, tenso: mi
abuela me obsequió con una rampante gracia al poner la mesa y mi abuelo con un
eructo de dientes muy lustrosos. Mi padre me esperaba oyendo a Dvorak. Entonces
pienso en María Sara y en el Papalote y me parece volver a oler la tristeza del
mundo. “Acabo de mostrarle tu poema a Horacio Torres” arremete mi padre: “Le
encantó. Dice que tiene algo de García Lorca. A mí me encantó, también. Pero me
gustaría pedirte algo que a lo mejor no tiene nada que ver con todo esto. No te
olvides del alma, Monaquito”.
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