BRET HARTE (1836 – 1902)
LOS DESTERRADOS DE POKER-FLAT
Al poner el pie don Jorge, jugador de oficio,
en la calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850,
presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera
moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba gravemente,
enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Era de notar
que dominaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual en un campamento
poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin
embargo, la cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés
por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Eso
era cosa distinta.
-Sospecho que van tras de alguno -pensó;- tal
vez tras de mí.
Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que
había sacudido de sus botas el encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera
calma desechó de su mente toda conjetura.
La verdad era que Poker-Flat andaba tras de
alguno. Había sufrido recientemente la pérdida de algunos miles de pesos, de
dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba
por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de
los actos que la originaron. El comité secreto había resuelto expulsar de su
seno todo miembro podrido. Se practicó esto de un modo permanente, respecto a
dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de
un modo temporal con el destierro de otras varias personas de pésimos
antecedentes. Es sensible tener que decir que algunas de estas eran señoras;
pero en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y
que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a erigirse en
inflexible tribunal.
A don Jorge le sobraba razón al suponer que
estaba él incluido en la sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea
de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de
su bolsillo, de las sumas que les había ganado.
-No es justo -decía Simón Velero- dejar que
ese joven de Campo Rodrigo, extranjero por sus cuatro costados, se lleve
nuestros ahorros.
Sin embargo, un imperfecto sentimiento de
equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el
juego a don Jorge, acalló las mezquinas preocupaciones de los más
irreductibles.
Don Jorge recibió el fallo con filosófica
calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores.
Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida
era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del
banquero. Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria social de
Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte de la partida de
los expulsados, además de don Jorge, reconocido como hombre decididamente
resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar el piquete,
una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado
el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y
borracho empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los
espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron
la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló cuatro
palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía
poner más los pies en Poker-Flat.
Luego, cuando se alejaba la escolta, los
sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte
de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como
flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don Jorge
permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre Shipton de sacar el
corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría
en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían
arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Para no desmentir la franca
galantería de los de su clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado El
Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción
despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La Duquesa arregló
sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con
malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy no perdonó a ninguno de
la partida con sus diatribas.
De todos modos, el camino de Sandy-Bar,
campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora
influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes,
atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una
jornada bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto salió
de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire seco, frío y
vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y dificultoso; hacia el
mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo,
manifestó su resolución de no continuar más allá.
El paraje era singularmente imponente y
salvaje. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por
rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la
cresta de otro precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el
punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar.
Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas
habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni
provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta
circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre
la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Estaban provistos de
licores, y en esta contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que
carecían. A pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado
bajo la influencia del alcohol.
La madre Shipton se echó a roncar; el tío
Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó
como aletargada. Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca,
contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto hubiera
perjudicado a una profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría;
en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo».
Contemplando a sus compañeros de destierro y
al filosofar sobre el aislamiento nacido de su oficio, sobre las costumbres de
su vida y sobre sus mismos vicios, se sintió oprimido por primera vez. Procedió
a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar
otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un
momento olvidó su situación. No incurrió jamás en la pecaminosa idea de
abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lástima; pero, sin embargo,
echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor
de la tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes
murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de
los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo
el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban.
Un jinete ascendía poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la
franca y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el Inocente de
Sandy-Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con
la mayor legalidad ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos
cuarenta dólares. Después que hubo terminado la partida, don Jorge se retiró
con el joven especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas
palabras:
-Tomás, eres un buen muchacho, pero no sabes
jugar ni por valor de un centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis
consejos.
Y diciendo esto, le devolvió su dinero, lo
empujó suavemente fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un
amigo, un esclavo.
El entusiasta y cordial saludo que Tomás
dirigió a don Jorge, recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar
fortuna en Poker-Flat.
-¿Solo?
-Completamente solo, no: a decir verdad (aquí
se rio), se había escapado con Flora Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora
Vods, la que servía la mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que
seguía en relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera
que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse, y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna
la suya en encontrar un sitio donde acampar en compañía tan agradable!
La conversación quedó interrumpida al
aparecer Flora Vods, muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia;
salía de entre los pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a
caballo hasta ponerse al lado de su prometido.
No era don Jorge hombre a quien le
preocupasen las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia
social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No
obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya
iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para
reconocer en el puntapié de don Jorge un poder superior que no toleraría guasas
de ningún género. Se esforzó después en disuadir a Tomás de que acampara allí;
pero fue inútil. Le previno que no tenía provisiones ni medios para establecer
un campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones
asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de víveres, y
descubriendo además una como tosca imitación de choza abierta al lado del
camino.
-Flora podrá ocuparla con la señora de Jorge
-dijo el Inocente, señalando a la Duquesa.
-Yo ya me las compondré.
Pronunciadas estas palabras, le fue preciso a
don Jorge toda su energía para impedir que estallase la risa del tío Billy, que
aún así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar la formalidad. Allí
confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos con
las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que en él eran tan
comunes. A su regreso encontró a sus compañeros sentados en amistosa
conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el
cielo se cubría de espesos nubarrones. Flora estaba hablando de una manera
expansiva con la Duquesa, que la escuchaba con un interés y animación que desde
hacía mucho tiempo no había demostrado.
Búfalo discurría con igual éxito junto a don
Jorge y a la madre Shipton, que se mostraba amable hasta cierto punto.
-¿Es este caso una tonta partida campestre? -dijo
el tío Billy para sus adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo,
las oscilaciones de la llama y las caballerías atadas.
De pronto, una idea se mezcló con los vapores
alcohólicos que enturbiaban su cabeza. La idea sería seguramente chistosa, pues
se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para contener la
risa.
Lentamente las nubes se deslizaron por la
montaña arriba, una ligera brisa cimbreó las copas de los pinos y aulló a
través de sus largas y tristes hondonadas. La ruinosa choza, toscamente
reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Los novios, al
separarse, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo repetirlo
en los vecinos peñascos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton estaban,
probablemente, demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de
candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la cabaña. Avivaron otra vez el
fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después
dormían todos a pierna suelta.
Don Jorge tenía el sueño ligero; antes de
apuntar el día, despertó aterido de frío. Al remover con un tizón el moribundo
fuego, el viento que soplaba entonces con fuerza llevó a sus mejillas algo que
le heló la sangre: la nieve. Se dirigió sobresaltado a los que dormían con
intención de despertarlos, pues no había tiempo que perder; pero al volverse
hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio que éste había desaparecido.
Cruzó rápidamente por su mente una idea
desagradable, y una maldición salió de sus labios. Voló hacia donde habían
atado a los mulos: ya no estaban allí.
Mientras tanto, las sendas desaparecían
rápidamente bajo la nieve que caía con profusión.
Por un momento quedó aterrado don Jorge, pero
pronto se volvió hacia el fuego, con su serenidad acostumbrada. No despertó a
los dormidos. El Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa
en su rostro cubierto de pecas, y la virgen Flora dormía entre sus frágiles
hermanas, como si le custodiaran guardianes angelicales. Don Jorge, echándose
la manta sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la luz del mediodía,
que vino poco a poco envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve
que cegaba y confundía. El paisaje parecía transformado como por arte de magia.
Pasó sin atención la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en
cuatro palabras: Sitiados por la nieve.
El detenido examen de las provisiones, que,
afortunadamente para la partida estaban almacenadas en la choza, por lo que
escaparon a la rapacidad del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y
prudencia, podían sostenerse aún diez días más.
-Eso -dijo don Jorge sotto voce al Inocente,
-con tal que nos quiera usted tomar a pupilaje; si no (y tal vez hará usted
mejor en ello), esperaremos que el tío Billy regrese con las nuevas municiones
de boca que seguramente habrá ido a buscar.
No sé por qué ingrato motivo, don Jorge no
dio a conocer la infamia del tío Billy, exponiendo la hipótesis de que éste se
había extraviado del campamento en busca de los animales que se habían escapado
sin duda.
Echó una indirecta acerca de lo mismo a la
Duquesa y a la madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección
de su consocio.
-Si se les da el más pequeño indicio,
descubrirán también la verdad respecto de todos nosotros -añadió con intención,
-y es por demás alarmar a la feliz pareja.
Tomás Búfalo no sólo puso a disposición de
don Jorge todo lo que llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva
de una obligada reclusión.
-Habremos pasado una semana de campo, después
se derretirá la nieve, y partiremos cada cual por su lado.
El franco optimismo del joven y la serenidad
de don Jorge, se comunicó a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino,
improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al
arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de
asombro a la joven y fugitiva campesina.
-Ya se conoce que está acostumbrada a casas
hermosas en Poker-Flat -dijo Flora.
La aludida dio media vuelta rápidamente, para
ocultar el rubor que teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de
las de su profesión, y la madre Shipton rogó a Flora que guardase silencio. Al
regresar don Jorge de su penosa e inútil exploración en busca del camino, oyó
el sonido de una alegre risa que el eco repitió varias veces. Algo alarmado, se
paró pensando en el aguardiente que había escondido prudentemente.
-Esto no suena a aguardiente -dijo el
jugador.
Sin embargo, hasta que a través del temporal
vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era
una broma de buen género. Yo no sé si don Jorge había ocultado su baraja con el
aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto es que, valiéndome
de las propias palabras de la madre Shipton, «no habló una sola vez de cartas»
durante aquella noche. Menos mal que pudo matarse el tiempo con un acordeón que
Tomás sacó con aparato de su equipaje.
Luchando con algunas dificultades en el
manejo de este instrumento, Flora logró arrancarle una melodía recalcitrante,
acompañándola el Inocente con los palillos. La pieza que coronó la velada fue
un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos,
cantaron con gran entusiasmo y vehemencia. Creo que el tono de desafío, del
coro y aire del Covenanter (partidario de Covenant), y no las cualidades
religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar
parte en el estribillo:
Estoy
orgulloso de servir al Señor,
y me
obligo a morir en su ejército.
Los árboles crujían, la tempestad se
desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia
el cielo como un testimonio del voto.
Entrada la noche, calmó la tempestad; los
grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el
negro fondo del firmamento. Don Jorge, a quien sus costumbres profesionales
permitían vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tomás
Búfalo de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo esta obligación. Se
disculpó con el Inocente, diciendo que muy a menudo se había pasado sin dormir
ocho días seguidos.
-¿Pero haciendo qué? -preguntó Tomás.
-El poker -contestó don Jorge gravemente.
-Mira: cuando un hombre llega a tener una
suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. No hay cosa más extraña que
la suerte. Todo lo que se sabe de ella es que forzosamente debe cambiar. Y el
descubrir cuándo va a cambiar, es lo que te forma. Ahora, por ejemplo, desde
que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte. Llegan
ustedes y les pillo también de lleno. El que tiene ánimo para conservar los
naipes hasta el fin, éste se salva.
Y añadió el filósofo y jugador de una pieza,
con alegre irreverencia:
Estoy
orgulloso de servir al Señor,
y me
obligo a morir en su ejército.
Pasaron tres días, y el sol, a través de las
blancas colgaduras del valle, vio el cuarto a los desterrados repartirse las
reducidas provisiones para el desayuno. Por un fenómeno singular de aquel
montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de
invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero, al mismo
tiempo, descubrían la nieve apilada en grandes montones alrededor de la cabaña.
Por todas partes se extendía un mar de blancura sin esperanza de término, mar
desconocido, sin senda, de que eran juguetes estos náufragos de nuevo género. A
muchas millas de distancia y a través de un aire maravillosamente sutil, se
elevaba el humo de la rústica aldea de Poker-Flat. Lo observó la madre Shipton,
y desde lo más alto de la torre de su fortaleza de granito lanzó hacia aquella
una maldición. Fue su última blasfemia y tal vez por aquel motivo revestía
cierto carácter sublime.
-Me siento mejor -dijo confidencialmente a la
Duquesa.
-Pruebe de salir allí y maldecirlos, y te convencerás.
Luego, se impuso la tarea de distraer a la
criatura, como ella y la Duquesa tuvieron a bien llamar a Flora; Flora no era
una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y
original que no fuese indecorosa ni soltase maldiciones.
Otra vez vino la noche a cubrir el valle con
sus tinieblas. Las quejumbrosas notas del acordeón se elevaban y descendían
junto a la vacilante fogata del campamento con prolongados gemidos y frecuentes
intermitencias. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que
dejaba la insuficiencia de alimento, Flora propuso una nueva distracción:
contar cuentos. No tenían ganas don Jorge ni sus compañeras de relatar las
aventuras personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por Tomás
Búfalo. Algunos meses antes había encontrado por casualidad un tomo desparejado
de la ingeniosa traducción de la Ilíada, por Mr. Pope. Se impuso pues la tarea
de relatar en el lenguaje corriente de Sandy-Bar, los principales incidentes de
aquel poema, cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de algunos nombres
propios. Los semidioses de Homero volvieron aquella noche a pisar el planeta, y
el pendenciero troyano y el astuto griego lucharon entre el viento, y los
inmensos pinos del cañón parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo.
Al parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó
especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía en
denominar a Aquiles, el de los pies ligeros.
De este modo, con poca comida, mucho Homero y
el acordeón, transcurrió una semana que con paciencia soportaron los fugitivos.
De nuevo los abandonó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo
plomizo, cubrieron el congelado suelo. Poco a poco les fue estrechando cada vez
más el círculo de nieves, hasta que los muros deslumbrantes de blancura se
levantaron a veinte pies por encima de la cabaña. El fuego fue cada vez más
difícil de alimentar; los árboles caídos a su alcance, estaban sepultados ya
por la nieve. Y no obstante, nadie se quejaba. Los novios, olvidando tan triste
perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se
resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La
Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora; sólo la madre
Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y fenecer poco a
poco. A media noche del décimo día, llamó a su lado a don Jorge:
-Me voy -dijo con voz de quejumbrosa debilidad.
-Le ruego no diga nada a los corderitos; tome el lío que está bajo mi cabeza y
ábralo.
Efectuándolo, don Jorge vio que contenían
intactas las raciones recibidas por la madre Shipton durante los últimos ocho
días.
-Delas a la criatura -dijo, señalando a la
dormida Flora.
-¡Infeliz! ¡Se ha dejado morir de hambre! -dijo
el jugador con sorpresa.
-Así se llama esto -repuso la mujer con voz
apagada.
Se acostó de nuevo, y volviendo la cara hacia
la pared, entró en una rápida agonía.
Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas,
y se olvidó la Ilíada y sus héroes.
Al ser entregado el cuerpo de la madre
Shipton a la nieve, don Jorge llamó aparte al Inocente y le mostró un par de
zuecos para nieve, que había fabricado con los fragmentos de una vieja albarda.
-Hay todavía una probabilidad contra ciento de
salvarla; pero es hacia allí -añadió señalando a Poker-Flat.
-Si puedes llegar en dos días, cantaremos
victoria.
-¿Y usted? -preguntó Tomás.
-Yo me quedo -contestó secamente.
La pareja se despidió con un estrecho y
efusivo abrazo, al que siguieron algunas lágrimas. ¡Don Jorge! ¿También se va
usted? -preguntó la Duquesa cuando vio a
aquél que parecía aguadar a Tomás para acompañarle.
-Hasta el cañón -contestó.
Y, diciendo esto, besó a la Duquesa, dejando
encendida su blanca cara y rígidos de asombro sus entumecidos nervios.
La soledad nocturna vino otra vez, pero no
don Jorge. Trajo otra vez la tempestad y la nieve con sus torbellinos. Avivando
el expirante fuego, vio la Duquesa que alguien había apilado a la callada
contra la choza, leña para algunos días más. Sus ojos se llenaron de lágrimas,
pero las ocultó a Flora.
Dominadas por el terror, aquellas vírgenes
durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara comprendieron su común
destino, observando el más riguroso silencio. Flora, haciéndose la más fuerte,
se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo, en cuya disposición se
mantuvieron todo el resto de la jornada. La tempestad llegó aquella noche a su
mayor furia, destrozó los pinos protectores e invadió la misma cabaña.
Al romper el nuevo día, no pudieron ya avivar
el fuego, que se extinguió poco a poco.
A medida que las cenizas se amortiguaban, la
Duquesa se acurrucaba junto a Flora, y por fin rompió aquel silencio que
parecía eterno:
-Flora; ¿puedes rezar aún?
-No, hermana... -respondió Flora dulcemente.
La Duquesa, sin saber por qué, se sintió más
libre, y apoyando su cabeza sobre el hombro de Flora no dijo más. Y así,
reclinadas, prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora
hermana, quedaron dormidas. El viento, como si temiera despertarlas, cesó.
Muchos copos de nieve, arrancados a las largas ramas de los pinos, volaron como
pájaros de blancas alas y se posaron sobre aquel grupo sublime. Diana, la de
argentinos rayos, contempló al través de las desgarradas nubes aquel lugar
selváticamente bello. Toda impureza humana se había fundido, todo rastro de
dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente
desde arriba.
Todo aquel día durmieron su apacible sueño, y
al siguiente no despertaron, cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio
de aquel mudo paraje. Y cuando manos piadosas separaron la nieve de sus
marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas respiraban,
cuál fuera la que se había manchado. La misma ley de Poker-Flat lo reconoció
así y se retiró, dejándolas todavía enlazadas una en brazos de otra.
En la embocadura del desfiladero, sobre uno
de los mayores pinos, se encontró un dos de bastos clavado en la corteza, con
un cuchillo de monte. Contenía la siguiente inscripción, hecha con vigorosos
trazos de lápiz:
AL PIE DE ESTE ÁRBOL
YACE EL CUERPO DE
DON JORGE
QUE DIO CON UNA VENA
DE MALA SUERTE
EL 23 DE NOVIEMBRE
1850
Y ENTREGÓ SUS PUESTAS
EL 7 DE DICIEMBRE 1850
Y, en efecto. Allí, frío y sin pulso, con un
revólver a su lado y una bala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la
vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat,
cosas ambas que se leían todavía a través del rostro apacible pero enérgico del
jugador.
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