EL LOBO, EL BOSQUE Y
EL HOMBRE NUEVO
Introducción y
anotaciones de Jonathan Dettman
SEXTA ENTREGA
No cumplí mi palabra, y Diego tampoco la suya. “Los homosexuales caemos
en otra clasificación aún más interesante que la que te explicaba el otro día. Esto
es, los homosexuales propiamente dichos –se repite el término porque esta
palabra conserva, aun en las peores circunstancias, cierto grado de recato–;
los maricones –ay, también se repite–, y las locas, de las cuales la expresión
más baja son las denominadas locas de carroza. Esta escala la determina la
disposición del sujeto hacia el deber social o la mariconería. Cuando la
balanza se inclina al deber social, estás en presencia de un homosexual. Somos
aquellos –en esta categoría me incluyo– para quienes el sexo ocupa un lugar en
la vida pero no el lugar de la vida. Como los héroes o los activistas
políticos, anteponemos el Deber al Sexo. La causa a la que nos consagramos está
antes que todo. En mi caso, el sacerdocio es la Cultura nacional, a la que
dedico lo mejor de mi intelecto y mi tiempo. Sin autosuficiencias, mi estudio
de la poesía femenina cubana del siglo XIX, mi censo de rejas y guardavecinos
de las calles Oficios, Compostela, Sol y Muralla, o mi exhaustiva colección de
mapas de la Isla desde la llegada de Colón, son indispensables para el estudio
de este país. Algún día te mostraré mi inventario de edificios de los siglos
XVII y XVIII, cada uno acompañado de un dibujo a plumilla del exterior y partes
principales del interior, algo realmente importante para cualquier trabajo
futuro de restauración. Todo esto, así como mi papelería, entre la cual lo más
preciado son siete textos inéditos de Lezama, es fruto de muchos desvelos,
querido, como lo es también mi estudio comparado de la jerga de los bugarrones
del Puerto y el Parque Central. Quiero decir, que si me encuentro en ese balcón
donde ondea el mantón de Manila, estilográfica en mano, revisando mi texto
sobre la poética de las hermanas Juana y Dulce María Borrero, no abandono la
tarea aunque vea pasar por la acera al más portentoso mulato de Marianao y éste,
al verme, se sobe los huevos. Los homosexuales de esta categoría no perdemos
tiempo a causa del sexo, no hay provocación capaz de desviarnos de nuestro
trabajo. Es totalmente errónea y ofensiva la creencia de que somos sobornables
y traidores por naturaleza. No, señor, somos tan patriotas y firmes como
cualquiera. En una picha y la cubanía, la cubanía. Por nuestra inteligencia y
el fruto de nuestro esfuerzo no corresponde un espacio que siempre se nos
niega. Los marxistas y los cristianos, óyelo bien, no dejarán de caminar con
una piedra en el zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos acepten como
aliado, pues, con más frecuencia de la que se admite, solemos compartir con
ellos una misma sensibilidad frente al hecho social. Los maricones no merecen
explicación aparte, como todo lo que queda a medio camino entre una y otra
cosa; lo comprenderás cuando te defina a las locas, que son muy fáciles de conceptualizar.
Tienen todo el tiempo un falo incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para
él. La perdedera de tiempo es su característica fundamental. Si el tiempo que
invierten en flirtear en parques y baños públicos lo dedicaran al trabajo socialmente
útil, ya estaríamos llegando a eso que ustedes llaman comunismo y nosotros
paraíso. Las más vagas de todas son las llamadas de carroza. A éstas las odio
por fatuas y vacías, y porque por su falta de discreción y tacto, han
convertido en desafíos sociales actos tan simples y necesarios como pintarse
las uñas de los pies. Provocan y hieren la sensibilidad popular, no tanto por
sus amaneramientos como por su zoncera, por ese estarse riendo sin causa y
hablando siempre de cosas que no saben. El rechazo es mayor aún cuando la loca
es de raza negra, pues entre nosotros el negro es símbolo de la virilidad. Y si
las pobres viven en Guanabacoa, Buenavista o pueblos del interior, la vida se
les convierte en un infierno, porque la gente de esos lugares es todavía más
intolerante. Esta tipologíes aplicable a los heterosexuales de uno y otro sexo.
En el caso de los hombres, el eslabón más bajo, el que se corresponde con las
locas de carroza y está signado por la perdedera de tiempo y el ansia de
fornicación perpetua, lo ocupan los picha-dulce, quienes pueden ir a echar una
carta al correo, pongamos por caso, y en el trayecto meterle mano hasta a una
de nosotras, sin menoscabo de su virilidad, sólo porque no pueden contenerse.
Entre las mujeres la escala termina naturalmente en las putas, pero no en las
que pululan en los hoteles a la caza de turistas o cualesquiera otras que lo
hacen por interés, de las cuales tenemos pocas, como bien dice la propaganda
oficial, sino aquellas que se entregan por el único placer, como acertadamente dice
el vulgo, de ver la leche correr. Ahora bien, tanto las locas y los picha-dulce
como las carretillas, existen en este paraíso bajo las estrellas, y al decir
esto no hago más que suscribir lo que dijo un escritor inglés: ‘las cosas
desagradables de este mundo no pueden eliminarse con mirar sencillamente hacia
otra parte’.”
Y así, con este y otros temas, fuimos haciéndonos amigos, habituándonos
a pasar las tardes juntos, bebiendo té en aquellas tazas que eran valiosísimas,
decía, y convertimos en algo sagrado los almuerzos de los domingos, para los
que reservábamos los asuntos más interesantes. Yo andaba descalzo por la
guarida, me quitaba la camisa y abría el refrigerador a mi antojo, acto éste
que en los provincianos y los tímidos expresa, mejor que ningún otro, que se ha
llegado a un grado absoluto de confianza y relajamiento. Diego insistía en leer
mis escritos, y cuando por fin me atreví a entregarle un texto, me hizo esperar
dos semanas sin hacer comentarios, hasta que por fin lo puso sobre la mesa.
“Voy a ser franco. Apriétate el cinturón: no sirve. ¿Qué es eso de escribir mujic
en lugar de guajiro? Denota lecturas excesivas de las editoriales Mir y
Progreso. Hay que comenzar por el principio, porque talento tienes.” Y tomó en
sus manos las riendas de mi educación. “Léete –me decía entregándome el libro–
Azúcar y población en las Antillas”, y yo me lo leía. “Léete Indagación del choteo”,
y yo me lo leía. “Léete Americanismos y cubanismos literarios”, y yo me lo
leía. “Léete Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar”, y yo me lo leía.
“Éste lo forras con una cubierta de la revista Verde Olivo, y no le dejes al alcance
de los curiosos: es El monte, ¿me entiendes? Y para la lírica aquí tienes Lo
cubano en la poesía; y algo que es oro molido: una colección completa de
Orígenes, como no la tiene ni el propio Rodríguez-Feo. Ésa la irás llevando
número a número. Y aquí está, pero esto sí que es para después, todo lo que
hacemos no es más que una preparación para llegar a ella, la obra del Maestro,
poesía y prosa. Ven, ponle la mano encima, acaríciala, absorbe su savia. Un
día, una tarde de noviembre, cuando es más bella la luz habanera, pasaremos
frente a su casa, en la calle Trocadero. Vendremos de Prado, caminando por la
acera opuesta, conversando y como despreocupados. Tú llevarás puesto algo azul,
un color que tan bien te queda, y nos imaginaremos que el Maestro vive, y que
en ese momento espía por las persianas. Huele el humo de su tabaco, oye su
respiración entrecortada. Dirá: ‘Mira a esa loca y su garzón, cómo se esfuerza
ella en hacerlo su pupilo, en vez de deslizarle un buen billete de diez pesos
en la chaqueta’. No te ofendas, él es así. Sé que apreciará mi esfuerzo y
admitirá tu sensibilidad e inteligencia, y aunque sufrió incomprensiones, le alegrará
en particular tu condición de revolucionario. Ese día le resultará más grata su
tarea de leer durante media hora partes de su obra a los burócratas del Consejo
de Cultura que han sido destinados al reino de Proserpina, un auditorio
bastante amplio, por cierto.”
En mapas desplegados por el piso, ubicábamos los edificios y plazas más
interesantes de La Habana Vieja, los vitrales que no se podían dejar de ver,
las rejas de entramado más sutil, las columnas citadas por Carpentier, y trozos
de muralla de trescientos años de antigüedad. Me confeccionaba un itinerario
preciso que yo seguía al pie de la letra, y regresaba, emocionado, a comentar
lo visto en la intimidad del apartamento, cerrado a cal y canto, mientras tomábamos
champola, pru oriental o batido de chirimoya, y escuchábamos a Saumell, Caturla,
Lecuona, el Trío Matamoros o, bajito, por los vecinos, a Celia Cruz y la Sonora
Matancera. En cuanto al ballet, que era su fuerte, no me perdía una función. Él
siempre conseguía entradas para mí, por muy difíciles que estuvieran, y en los
casos verdaderamente críticos, me cedía su invitación. En el teatro no nos
saludábamos aunque coincidiéramos a la entrada o la salida, fingíamos no vernos,
y nunca su puesto quedaba cerca del mío. Para evitar encuentros, yo permanecía
en la sala durante los entreactos, contando las vocales en los textos de los
programas.
“Lo que más me maravilla de nuestra amistad –solía decir– es que sé
tanto de ti como al principio. Cuéntame algo, viejo. Tu primera experiencia
sexual, a qué edad te empezaste a venir, cómo son tus sueños eróticos. No
trates de tupirme; con esos ojitos que tienes, cuando te desbocas debes ser
candela.” “¿Y por qué –volvía a la carga en cuanto yo me entiesaba–, ahora que
somos como hermanos, no permites que te vea desnudo? Te advierto, no puedo retener
en la memoria la figura de un hombre al que no le haya visto la pirinola. Total, que me la imagino: la tuya debe ser tierna como una
palomita; aunque déjame decirte, hay muchachos así de tu tipo, sensibles y
espirituales, que sin embargo, cuando se desnudan, se mandan tremendo fenómeno.”
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