7/12/12

EL LOBO, EL BOSQUE Y EL HOMBRE NUEVO
 
 
 
Introducción y anotaciones de Jonathan Dettman
 
 
 
SÉPTIMA ENTREGA
 
 
 
 
Para el almuerzo lezamiano me hizo venir de cuello y corbata. El traje me lo prestó Bruno, que además me obligó a aceptarle diez pesos, pensando que llevaba una chiquita a Tropicana. La calidad excepcional del almuerzo, como decía el propio Lezama en Paradiso, según supe después, se brindaba en el mantel de encajes, ni blanco ni rojo, sino color crema, sobre el que destellaba la perfección del esmalte blanco de la vajilla con sus contornos de un verde quemado. Diego destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos. “Te he querido rejuvenecer –dijo con sonrisa misteriosa– transportándote a la primera niñez, y para eso le he añadido a la sopa un poco de tapioca...” “¿Eso qué es?” “Yuca, niño, no me interrumpas. He puesto a sobrenadar unas rosetas de maíz, pues hay tantas cosas que nos gustaron de niño y que sin embargo nunca volvemos a disfrutar. Pero no te intranquilices, no es la llamada sopa del oeste, pues algunos gourmets, en cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas de los pioneros rumbo a la California, en la pradera de los indios sioux. Y aquí debo mirar hacia la mesa de los garzones”, interrumpió su extraña recitación, que yo aprobaba con una sonrisita bobalicona, pretendiendo que lo seguía en el juego. “Troquemos –dijo recogiendo los platos una vez que tomamos la estupenda sopa– el canario centella por el langostino remolón: y hace su entrada el segundo plato en un pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por parejas, con sus pinzas distribuyendo el humo brotante de la masa apretada como un coral blanco. Forma parte también del soufflé el pescado llamado emperador y langostas que muestran el asombro cárdeno con que sus carapachos recibieron la interrogación de la linterna al quemarles los ojos saltones.” No encontré palabras para elogiar el soufflé, y esa incapacidad mía o de la lengua, resultó ser el mejor elogio. “Después de ese plato de tan lograda apariencia de colores abiertos, semejantes a un flamígero muy cerca ya de un barroco, y que sin embargo continúa siendo gótico por el horneo de la masa y por alegorías esbozadas por el langostino, remansemos la comida con una ensalada de remolacha embarrada de mayonesa con espárragos de Lubek; y atiende bien, Juan Carlos Rondón, porque llega el clímax de la ceremonia.” Y al ir a trinchar una remolacha, se desprendió entera la rodaja y fue a caer al mantel. No pudo evitar un gesto de fastidio, y quiso rectificar su error, pero volvió la remolacha a sangrar, y al recogerla por tercera vez, por el sitio donde había penetrado el trinchante se rompió la masa, deslizándose; una mitad quedó adherida al tenedor, y la otra volvió a caer al mantel, quedando señalados tres islotes de sangría sobre los rosetones. Yo abrí la boca, apenado por el incidente, pero él me miró con regocijo: “Han quedado perfectas –dijo–, esas tres manchas le dan en verdad el relieve de esplendor a la comida”. Y casi declamando, agregó: “En la luz, en la resistente paciencia del artesanado, en los presagios, en la manera como los hijos fijaron la sangre vegetal, las tres manchas entreabrieron una sombría expectación”. Sonrió, y feliz y divertido, me reveló el secreto: “Estás asistiendo al almuerzo familiar que ofrece doña Augusta en las páginas de Paradiso, capítulo séptimo. Después de esto podrás decir que has comido como un real cubano, y entras, para siempre, en la cofradía de los adoradores del Maestro, faltándote, tan sólo, el conocimiento de su obra”. A continuación comimos pavo asado, seguido de crema helada también lezamiana, de la que me ofreció la receta para que yo a mi vez la trasladara a mi madre. “Ahora Baldovina tendría que traer el frutero, pero a falta suya, iré por él. Me disculparás las manzanas y las peras, que he sustituido por mangos y guayabas, lo que no está del todo mal al lado de mandarinas y uvas. Después nos queda el café, que tomaremos en el balcón mientras te recito poemas de Zenea, el vilipendiado, y pasaremos por alto los habanos, que a ninguno de los dos interesan. Pero antes –añadió con súbita inspiración, cuando su vista tropezó con el mantón de Manila–, un poco de baile flamenco –y me deleitó con un vertiginoso taconeo que cortó de repente–. Lo odio –dijo arrojando el mantón lejos de sí–. No sé si un día me podrás perdonar, David.”
 
 
Lo mismo pensaba yo, que de repente empecé a sentirme mal, porque mientras disfrutaba del almuerzo no pude evitar que algunas de mis neuronas permanecieran ajenas al convite, sin probar bocado y con la guardia en alto, razonando que las langostas, camarones, espárragos de Lubek y uvas, sólo las podía haber obtenido en las tiendas especiales para diplomáticos por tanto constituían pruebas de sus relaciones con extranjeros, lo que yo debía informar al compañero, que todavía no era Ismael, en mi calidad de agente.
 
 
Pasó el tiempo felizmente, y un sábado, cuando llegué para el té, Diego sólo entreabrió la puerta. “No puedes pasar. Tengo aquí a uno que no quiere que le vean la cara y la estoy pasando de lo mejor. Regresa más tarde, por favor.” Me fui, pero sólo hasta la acera de enfrente, para verle la cara al que no quería que se la vieran. Diego bajó enseguida, solo. Lo noté nervioso, miró para uno y otro lado de la calle, y a toda prisa dobló en la esquina. Me apuré y alcancé a verlo subir a un carro diplomático semioculto en un pasaje. Tuve que ocultarme tras una columna, porque salían disparados. ¡Diego en un carro diplomático! Un dolor muy fuerte se me instaló en el pecho. Dios mío, todo era cierto. Bruno llevaba razón, Ismael se equivocaba cuando decía que a esta gente había que analizarla caso por caso. No. Siempre hay que estar alertas: los maricones son traidores por naturaleza, por pecado original. Y en cuanto a mí, de doblez nada. Podía olvidarme de eso y ser feliz: lo mío había sido puro instinto de clase. Pero no alcanzaba a alegrarme. Me dolía. Qué dolor da que un amigo te traicione, qué dolor, por tu madre, y qué rabia descubrir que había sido estúpido una vez más, que otro me manejó como quiso. Qué mal te sientes cuando no te queda más remedio que reconocer que los dogmáticos tienen razón y que tú no eres más que un gran comemierda sentimental, dispuesto a encariñarte con cualquiera.
 
 
Llegué al Malecón, y como suele ocurrir, la naturaleza se puso a tono con mi estado de ánimo: el cielo se encapotó en un dos por tres, se escucharon truenos cada vez más cerca, y en el aire empezó a flotar un aire de lluvia. Mis pasos me llevaban directamente a la universidad, en busca de Ismael, pero tuve la lucidez –o lo que fuese, porque la lucidez en mí es un lujo difícil de admitir–, de comprender que no resistiría un tercer encuentro con él, con su mirada clara y penetrante, y me detuve. El segundo había sido después del almuerzo lezamiano, cuando necesité poner mi cabeza en orden para que no me estallara. “Me confundí –le dije entonces–, ese muchacho es buena persona, un pobre diablo, y no vale la pena seguir vigilándolo.” “¿Pero no decías que era un contrarrevolucionario? –comentó con ironía–. Aun en este punto debemos admitir que su relación con la Revolución no ha sido como la nuestra. Es difícil estar con quien te pide que dejes de ser como eres para aceptarte. En resumen...” Y no resumí nada, no tenía aún confianza con Ismael como para agregar lo que me hubiera gustado: “Actúa como es, como piensa. Se mueve con una libertad interior que ya quisiera para mí, que soy militante”.
 
 
Ismael me miraba y sonreía. Lo que diferenciaba las miradas claras y penetrantes de Diego e Ismael (para cerrar contigo, Ismael, porque éste no es tu cuento), es que la de Diego se limitaba a señalarte las cosas, y la de Ismael te exigía que, si no te gustaban, comenzaras a actuar allí mismo, para cambiarlas. Es por esto que era el mejor de los tres. Me habló de cualquier cosa, y al despedirnos, me colocó una mano en el hombro y me pidió que no nos dejáramos de ver. Entendí que me liberaba de mi compromiso de agente y que comenzaba nuestra amistad. ¿Qué pensaría ahora, cuando le dijera lo que acababa de descubrir?

 

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