JOSÉ
LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
VIGESIMOCUARTA ENTREGA
CAPÍTULO V (2)
Sumas
críticas del americano (2)
Si Picasso saltaba de lo dórico a lo eritrero, de Chardin a lo
provenzal, nos parecía una óptima señal de los tiempos, pero si un americano
estudiaba y asimilaba a Picasso, horror
referens. En seguida, falso ojillo de perdiz que quiere salir del paso, se
hablaba de influencias orgánicas, imprescindibles alimentos paulinos, y de
influencia vegetativa, pasivas, inservibles. Pero antes de llegar a la solución
de este problema, aunque quizá fuera aquí el caso de repetir lo de aquel
filósofo, que frente a las aporías eleáticas, decía: Veo la solución, lo que no
veo es el problema. Quizá el problema radique en eso: Picasso ha sido más una
solución que un problema. Pero en estos primeros escarceos contentémonos con
llevar ese problema, si es que existe, a sus inicios, donde convendría recordar
los versos de Tirso de Molina:
“Vos picáis la miel ajena,
y yo sé picar al oso
que se lleva la colmena”.
La más elegante de las prudencias minervinas nos lleva a escoger la
pintura mexicana para estos paralelismos, que conviene primero subrayar, y después
esfumar. En Guerrero Galván, figura de mujer a la orilla del mar, igual motivo
en Picasso, cabellera, manos y pies con igual tratamiento; en Tamayo,
composición con melones y mandolinas, en Picasso igual reaparición de la misma
escogida fruta y el mismo preferido instrumental musical; caballos, en Agustín
Lazo, que parecen marcados con las iniciativas de Chirico. (De paso, podríamos
recordar del año 10 al 15, en nuestro siglo, donde Pablo de Málaga siguió muy
de cerca a Chirico el romano). No se trata de subordinación de influencias,
donde unas resulten mortandades e ineficacias y otras vislumbres e impulsos
mágicos. Tampoco de regalías miméticas -¿no ha señalado Mann en Goethe, la
dimensión del gran arte reducido a Eros y parodias?-, pues en nuestra época
para señalar la inicial de la cadena mimética sería necesario unir los
espectros de Scotland Yard con el colegio de traductores de Toledo, trabajando
el cooperación con el Síndico de los escribas egipcios.
Esos reparos hechos por mexicanos a pintores mexicanos, engendraba un
terror y un complejo, que, les llevaba a cambiar inculpación por acusación, y
así cuando en 1944, nuestros pintores expusieron en México, Diego Rivera,
Siqueiros y Rodríguez Lozano, coincidían en acusar a nuestros pintores de influencias…
picassistas.
Todos esos reparos, engendrados por múltiples confusiones y
apresuramientos, se disipaban tan pronto podíamos encontrar un centro de
referencias temáticas. Ese centro temático tenía que surgir de un nuevo
planteamiento: que Picasso en la historia de la cultura, había entregado y
hecho visible algunos secretos muy importantes, tales como elementos plásticos,
astucias de composición y el descubrimiento en su plenitud de la tradición
verdaderamente creadora en la plástica. Lo que fue una búsqueda dolorosa de
Cézanne, con muy pocos discípulos, en Picasso se convertiría en un perenne
encuentro, en venturas, en dichosas oportunidades. El arte nuevo que había sido
en Cézanne una dolorosa aventura, propicia al desarrollo de las grandes personalidades,
en Picasso se había convertido en un secreto compartido. Con esas fórmulas que
él había encontrado, semejantes a lo que en el siglo XVIII, fue la música per canon, y cada día aparecen en ese
siglo más músicos desconocidos de calidad artesanal, innumerables ejércitos de
artistas plásticos, manipulaban distintos juegos estilistas con diferente y
varia fortuna. Y ese arte, que todavía a fines del siglo pasado, había sido
propicio al desarrollo de las grandes personalidades, un Cézanne, un Van Gogh,
un Degas, había ido decreciendo al estilismo, a la combinatoria de fórmulas y a
la decoración coloreada. El hecho de que Picasso haya sido el pintor que más
influencia ha ejercido en el mundo, mucho más que un Greco, un Piero della
Francesca o un Rafael, es un signo de la hipertrofia de la cultura plástica de
nuestros días, más que un registro de lo cualitativo. Ha sido el malagueño, en
nuestra época, el ente influenciador, el ser hecho para provocar en los demás
una virtud recipiendaria. En eso intervenían también signos muy de época
nuestra. Su ojo rápido para captar lo que es creador en su inmediata
circunstancia, y llevarlo, con un instinto muy mediterráneo, a lo que es forma
y concluyente visibilidad. Según la conocida anécdota, que cada día parece más mentirosa,
visitaba los estudios de los jóvenes con excesiva acuciosiodad, para sorprender
lo que en ellos era larvado y comenzante, para llevarlos al ápice de su
realización, pero siempre dejando intocable, su incuestionable paternidad en la
forma alcanzada y en el dominio del ofrecimiento. Resumen viviente transmitido
en orgánica influencia, rendía un secreto, que para el que lo recibía seguía
siendo misterioso y placentario. Ningún pintor ha enseñado tantas cosas
ocultas, resurgido tantos estilos, proyectado sobre épocas muertas tantas
posibilidades de reencuentros y de inicios. Como esos campesinos, que por una
excepción de su memoria, comenzaban, sin sorpresa, su charla de todos los días
en un griego clásico, estaba hecho para encontrar en la costumbre, en los
estilos habituales, prodigiosas señales de vida perdurable, y no nos asombraría
si antes de morir, pintara la resurrección de la carne, y señalando con
sonriente gravedad, el esplendor que va a asumir, como si ese hubiera sido el
tema de la conversación que hubiese mantenido durante toda su vida con el ángel
de nombre rendido.
Así el joven pintor americano, al sentir el aguijón fertilizante de
Picasso, no actuaba con desacordado espíritu mimético ni con perpleja sangre
aguada, sino como el joven ucraniano, borinqueño o lusitano, que recibían a
este San Jerónimo de la plástica, que también a su manera había unido las
tradiciones orales del oriente, el secreto de sorprender al narrador en su
mejor momento, con el canon romano, la esfera ecuménica, la academia filosófica
de Rafael y la legión tebana del Greco.
Es cierto que Picasso y su dichoso androide: el ente influenciador, era
una manifestación única aportada por nuestra época, pero había grandes
antecedentes históricos, que nos regalaban confianza, frente a esa riqueza
ancestral, a su reconocimiento crítico, que a veces caían como una avalancha
sobre una era histórica, sobre una ciudad o sobre una persona. Avalancha tan
poderosa, que siempre tenía que venir la gracia en su ayuda, pues son siempre los
mayores los que están sometidos a más peligros. Y en el último confín de la
extensión aparece siempre la higuera con sus visitas temerarias.
Ningún carrefour o encrucijada
más peligrosa que la del griego de la gran época. Entre el teocentrismo egipcio,
y lo que pudiéramos llamar sin afán excesivamente paradojal, la refinada
barbarie persa, esa situación lejos de disminuirlos, de convertirlos en
huidores, los lleva, entrelazados en las danzas alegres de su confianza en un
armonioso destino, a despertar en la extensión medida por la luz. En la lucha
de la prioridad entre los dioses egipcios y griegos, Herodoto, con secreta
complacencia, se obstina en demostrar que el Hércules egipcio precede en cinco
generaciones al Hércules griego. Para demostrarlo se llega hasta Tiro de
Fenicia, donde había un templo dedicado a esa divinidad. Cuando lo comprueba
parece inundarse de alegría, “Lo vi, pues, ricamente adornado de copiosos
donativos, y entre ellos dos vistosas columnas, una de oro acendrada en copela,
otra de esmeralda, que de noche en gran manera resplandecían”. El templo, asegura
Herodoto, había sido construido con la Tiro de los fenicios, contando una
antigüedad de 2.300 años. Conviene, parece derivar Herodoto, que ese dios de la
fuerza, nos venga de lo oscuro y lo lejano, y que nosotros, los griegos, lo
pongamos a luchar con hidras y serpientes, con bosques y ruines astucias, y que
nos amenice de nuevo la sexualidad rendida y lo generatriz perezoso…
Pero esa actitud de confianza griega en relación con los egipcios, varía
en cuanto vislumbran a los persas. Con la prodigiosa ilustración de sus
sentidos, con ese vivir que era innato acto de respirar, precisan que puedan
tomar de los egipcios formas inconclusas, dioses que pueden trasladar a sus
monte sagrados, pero, en antítesis vigilan con suspicacia al persa, que es el
que les viene a quitar, que es el monstruo inerte, el organismo flácido que ya
no sabe asimilar. La voz del lidio le aconseja a Creso, para que no vaya contra
los persas: “De pieles es todo su vestido, le dice, su región es áspera, no
conocen el vino ni el gusto del higo, ni la delicadeza de los manjares. Si los
venciereis ¿qué podéis quitar a los que nada poseen? Pero si sois vencido,
reflexionad lo mucho que tenéis que perder”. En esa, quizá la posición más
peligrosa que pueda ofrecer la historia de la cultura, entre lo egipcio y lo
persa, el griego intuyó con alegría de donde le vendría el velamen más sabio y
la maldición más estéril. Gozó deliciosamente de los ofrecimientos egipcios, y
se aprestó a resistir el dragón informe, extenso y caprichoso.
El europeo nos había dictado una previa lección, la reducción del
paisaje al hombre, ya por la ventana como en algunos primitivos medievales, ya
el opulento feudal, como vimos en el Simone Martini, que citamos, que salía más
allá de las empalizadas de su castillo; pero en América se pretendía hacer la
reducción de la naturaleza al hombre, prescindiendo del paisaje. Pero en
realidad ¿qué es en la historia de la cultura el paisaje? Así, cuando el hombre
se asoma a ese hilo que distancia su yo del mundo exterior, y precisa un
paisaje, ya queda guardado en él un cuadrado, una definición de la naturaleza. ¿Consiste,
pues, el paisaje en una verja, de simpática reducción poligonal, con el que se
define una extensión de naturaleza? Veamos, veamos, si podemos llevar ese
cactus hasta los manteles de un bodegón y allí hacerle un silencioso disparo
dialéctico.
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