G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
DECIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO
SEXTO (1)
EL
ESPÍA DESCUBIERTO (1)
Tales eran los seis
sujetos que habían jurado la desaparición del mundo. Syme tuvo que esforzarse varias veces para no perder en su
presencia el sentido común. A veces, se decía que su inquietud era subjetiva,
que estaba entre hombres ordinarios: uno viejo, otro nerviosillo, el de más
allá algo miope; pero siempre volvía a apoderarse de él ese sentimiento de
simbolismo sobrenatural. Todas las figuras le parecían estar en el límite de
las cosas, así como sus teorías anarquistas le parecían el último límite del
pensamiento. Él sabía, en efecto, que todos aquellos hombres se encontraban,
por decirlo así, en el punto extremo de algún razonamiento anómalo. Y pensaba,
como en cierta vieja fábula, que un hombre que caminara siempre hacia Occidente
hasta el fin del mundo, se encontraría con algún objeto -un árbol por ejemplo-,
que fuera algo más o algo menos que un simple árbol: un árbol habitado por un
espíritu; y, si caminara siempre hacia el Oriente hasta el fin del mundo, se
encontraría algo que no fuera enteramente idéntico a sí mismo: por ejemplo, una
torre cuya sola arquitectura fuera un pecado. Igualmente sus compañeros
parecían destacarse, violentos e incomprensibles, sobre un horizonte último:
visiones marginales de la vida, donde se tocan los términos del mundo.
La conversación había
seguido su curso sin interrumpirse por su llegada; y no era el menor contraste,
en aquel desconcertante almuerzo, el de la apariencia fácil y ligera de la
conversación, y su terrible contenido real.
Estaban metidos nada
menos que en la discusión del próximo complot. El camarero había dicho la
verdad. Hablaban de bombas y monarcas. Dentro de tres días, decían, el Zar iba
a encontrarse en París con el Presidente de la República Francesa. Y estos
intachables caballeros, allí, desde su asoleado balcón, entre el jamón y los
huevos, habían decidido matar a los dos poderosos. Hasta el instrumento estaba
ya escogido: lanzaría la bomba el Marqués de las negras barbas.
En circunstancias normales,
la proximidad de este crimen, positivo y objetivo, habría calmado a Syme,
curándolo de todos sus místicos temores. No hubiera pensado más que en salvar a
dos cuerpos humanos del hierro y de los gases rugientes que amenazaban
destrozarlos. Pero la verdad es que Syme había comenzado a sentir algo como una
sed de miedo, más penetrante y eficaz que todas sus repulsiones morales y
responsabilidades sociales. Sencillamente, no temía por el Presidente o por el
Zar: temía por sí mismo. Sus compañeros apenas se cuidaban de él, y discutían
acercando las caras con cierta expresión de gravedad. Por la cara del
secretario cruzaba, a veces, aquella sonrisa singular, como relámpago por el
cielo. Pero Syme advirtió algo que comenzó por turbarlo y acabó por aterrorizarlo:
el Presidente no le quitaba la vista, y estaba examinándolo con extraño
interés.
El enorme hombre estaba
inmóvil, pero los ojos se le salían de la cara, y aquellos ojos estaban fijos
en Syme. Syme se sintió tentado de saltar del balcón a la calle. Cada vez que
el Presidente le clavaba los ojos, él se sentía más transparente que el vidrio,
y no tenía la menor duda de que Domingo, de alguna manera silenciosa y
extraordinaria, había descubierto al espía.
Echó una mirada por la
balaustrada del balcón y vio, precisamente debajo, a un guardia que
consideraba, distraído, las rejas brillantes y los árboles llenos de sol de la
plaza.
Y entonces se apoderó
de él una gran tentación que había de atormentarlo por muchos días. En
presencia de aquellos hombres poderosos y repulsivos, verdaderos príncipes de
laanarquía, casi había olvidado la elegante y fantástica figura del poeta
Gregory, que era solamente el estético de la anarquía. Al recordarlo, brotaba
en él un impulso de cariño añejo, como si él y Gregory hubieran jugado juntos
de niños. Pero recordó además que estaba ligado a Gregory por una sagrada
promesa: la promesa de no hacer lo que precisamente estaba a punto de hacer:
había prometido no saltar del balcón para llamar a la policía... Y retiró su helada
mano de la fría balaustrada de piedra. Rodó su alma en el vértigo de la
indecisión moral. No tenía más que romper la palabra temeraria que le
comprometía con una sociedad de bandidos, y toda su vida quedaría tan amplia y
asoleada como la plaza que estaba en frente. Por otra parte, si se mantenía
fiel a las anticuadas leyes del honor, se vería poco a poco entregado a aquel
gran enemigo de la humanidad, cuya misma fuerza intelectual lo convertía en una
cámara de tortura. Cada vez que veía la plaza, le parecía ver en la policía una
columna del sentido común, del orden común. Cada vez que veía la mesa del
almuerzo, tropezaba de nuevo con el Presidente, siempre estudiándolo
quietamente con sus grandes e irresistibles ojos.
Y en el torrente de sus
pensamientos, nunca se le ocurrieron dos cosas: primero, nunca puso en duda que
el Presidente y su Consejo podrían aplastarlo si se mantenía solo contra ellos.
En una plaza pública, parecía imposible que se atrevieran contra él. Pero el
Domingo no era hombre para aventurarse así, sin tener preparada, quién sabe
dónde, y cómo, su trampa. Por el anónimo veneno, por un accidente callejero,
por hipnotismo o mediante el fuego del infierno, el Domingo podía sin duda
aniquilarlo. Si desafiaba a aquel enemigo, era hombre muerto, ya por muerte
súbita en el mismo sitio en que se encontraba, o ya algún tiempo después como
por efecto de alguna inocente dolencia. Si llamaba a la policía, los hacía
arrestar, lo decía todo y movía contra ellos toda la fuerza de Inglaterra, es
posible que lograra escapar. De otro modo, imposible. De suerte que en aquel
balcón donde había unos caballeros mirando una plaza llena de gente, no se
sentía más seguro que si se encontrara en un bote de piratas ante un mar
desierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario