GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
SÉPTIMA
ENTREGA
PRIMERA
PARTE
III
El río
(2)
-¿Y bien, teniente? -dijo éste con jovialidad. Se
le ocurrió que Coral tenía más de común con el teniente que con él mismo.
-Estoy
buscando a un hombre -explicó el teniente-. Se le ha visto en este distrito.
-No
puede hallarse aquí.
-Su hija
de usted me dice lo mismo.
-Ella
sabe lo que dice.
-Se le
acusa con cargos muy serios.
-¿Asesinato?
-No.
Traición.
-¡Oh, traición! -exclamó Fellows perdiendo todo
interés: había tanta traición por todas partes...; era como el hurto en los
cuarteles.
-Es un sacerdote. Confío en que usted le denunciará
en cuanto sea visto. -El teniente hizo una pausa-. Usted es un extranjero bajo
la protección de nuestras leyes. Esperamos corresponda de modo correcto a
nuestra hospitalidad. ¿Es usted católico?
-No.
-Entonces,
¿puedo confiar en su informe?
-Lo
supongo.
El teniente permanecía allí, al sol, como un punto
de interrogación amenazador y oscuro; por su actitud parecía indicar que ni
siquiera aceptaría de un extranjero el beneficio de la sombra. Pero había usado
una hamaca: aquello, suponía Fellows, debía considerarse como una requisa.
-¿Quiere
un vaso de gaseosa?
-No. No,
gracias.
-Bien -suspiró el capitán Fellows-, no puedo
ofrecerle nada más, ¿no es cierto? Beber alcohol es también una traición.
El teniente giró de pronto sobre sus talones como
si no pudiera soportar por más tiempo su presencia, y se fue dando zancadas por
la senda que llevaba a la aldea; las polainas y la pistolera centelleaban a la
luz del sol. Se pudo ver que a cierta distancia se detenía para escupir: no
había sido descortés, había esperado lo que suponía suficiente para no ser
visto antes de descargar su odio y su desprecio por un estilo de vida
diferente, por la comodidad, la seguridad, la tolerancia, la complacencia.
-No
quisiera tenerlo de enemigo -comentó el capitán Fellows.
-Desde
luego, no se fía de nosotros.
-Ellos
no se fían de nadie.
-Creo -aventuró
Coral- que se ha olido algo.
-Esos
huelen en todas partes.
-Verás,
es que yo no le dejé registrar aquí.
-¿Y
por qué no? -saltó el capitán Fellows; pero en seguida su mente confusa salió
por la
Tangente-.
¿Cómo se lo impediste?
-Le dije que le soltaría los perros... y que me
quejaría al cónsul. No tenía derecho alguno...
-¡Oh, derecho! -repuso Fellows-. Ésos llevan el
derecho en la pistola. Ningún mal había en dejarle mirar.
-Yo le di mi palabra.
La niña era tan inflexible como el teniente:
menuda, negruzca y desplazada entre los platanares. Su candor no hacía
concesiones a nadie; el futuro, lleno de compromisos, ansiedades y bochorno, permanecía
del lado de fuera; la puerta que algún día lo dejaría entrar estaba cerrada.
Pero en cualquier momento una palabra, un gesto, el acto más trivial, pudiera
ser un sésamo ábrete... ¿para qué? El capitán Fellows se sobrecogió de temor;
dábase cuenta que su cariño excesivo le robaba autoridad. Uno no puede regir lo
que ama; uno lo observa cuando se arroja con temeridad hacia el puente roto, el
carril levantado, el horror de los setenta años futuros... Cerró los ojos (era
un hombre feliz) y tarareó una canción.
Coral
dijo:
-No me hubiera hecho gracia que un hombre como ése me
cogiera... Mintiendo, quiero decir.
-¿Mintiendo?
¡Dios mío! ¿No querrás decir que lo escondes aquí? -exclamó Fellows.
-Desde
luego que está aquí. -declaró Coral.
-¿Dónde?
-En el
hórreo grande -explicó con suavidad-. No podíamos dejar que lo cogieran.
-¿Sabe
tu madre algo de esto?
La niña
contestó con una probidad asoladora:
-¡Oh,
no! No podía fiarme de ella.
Era independiente de ambos: pertenecían una y otro
al pasado. En un plazo de cuarenta años estarían tan muertos como el perro del
año pasado. Dijo él:
-Será
mejor que me lo enseñes.
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