EL
TECHO DE INCIENSO
un
cuento de Horacio Quiroga que inspiró la creación de la película uruguaya
EL
TECHO Y EL DEBER
PRIMERA ENTREGA
En los alrededores y
dentro de las ruinas de San Ignacio, la sub-capital del Imperio Jesuítico, se
levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Constitúyenlo una serie
de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas,
sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas
hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer
hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que
se puede desear, al punto de que no es posible ver abierto un camino vecinal,
sin que en el acto un alemán, un español o un sirio, se instale en el cruce con
un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas
públicas: Comisaría, Juzgado de Paz, Comisión Municipal, y una escuela mixta.
Como nota de color, existe en las mismas ruinas -invadidas por el bosque, como
es sabido- un bar, creado en los días de fiebre de la yerba-mate, cuando los
capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San
Ignacio a parpadear de ternura ante de una botella de whisky. Alguna vez he
relatado las características de aquel bar, y no volveremos por hoy a él.
Pero en la época a que
nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el pueblo
mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una
magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del
Registro Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.
La casita de este
funcionario era de madera, con techo de tablilas de incienso dispuestas como
pizarras. El dispositivo es excelente si se usa de tablillas secas y
barreneadas de antemano. Pero cuando Orgaz montó el techo la madera era recién
rajada, y el hombre la afirmó a clavo limpio; con lo cual las tejas de incienso
se abrieron y arquearon en su extremidad libre hacia arriba, hasta dar un
aspecto de erizo al techo del bungalow. Cuando llovía, Orgaz cambiaba ocho a
diez veces de lugar su cama, y sus muebles tenían regueros blancuzcos de agua.
Hemos insistido en este
detalle de la casa de Orgaz porque tal techo erizado absorbió durante cuatro
años las fuerzas del jefe del Registro Civil, sin darle apenas tiempo en los
días de tregua para sudar a la siesta estirando el alambrado, o perderse en el
monte por dos días, para aparecer por fin a la luz con la cabeza llena de
hojarasca.
Orgaz era un hombre
amigo de la naturaleza, que en sus malos momentos hablaba poco y escuchaba en
cambio con profunda atención un poco insolente. En el pueblo no se le quería,
pero se le respetaba. Pese a la democracia absoluta de Orgaz y a su fraternidad
y aun chacotas con los gentiles hombres de yerbas y autoridades -todos ellos en
correctos breeches-, había siempre una barrera de hielo que los separaba. No
podía hallarse en ningún acto de Orgaz el menor asomo de orgullo. Y esto
precisamente: orgullo, era lo que se le imputaba.
Algo, sin embargo,
había dado lugar a esa impresión.
En los primeros tiempos
de su llegada a San Ignacio, cuando Orgaz no era aun funcionario y vivía solo
en su meseta construyendo su techo erizado, recibió una invitación del director
de la escuela para que visitara el establecimiento. El director, naturalmente,
se sentía halagado de hacer los honores de su escuela a un individuo de la
cultura de Orgaz.
Orgaz se encaminó allá
a la mañana siguiente con su pantalón azul, sus botas y su camisa de lienzo
habitual. Pero lo hizo atravesando el monte, donde halló un lagarto de gran
tamaño que quiso conservar vivo, para lo cual le ató una liana al vientre.
Salió por fin del monte, e hizo de este modo su entrada en la escuela, ante
cuyo portón el director y los maestros lo aguardaban con una manga partida en
dos, y arrastrando a su lagarto de la cola.
También en esos días
los burros de Bouix ayudaron a fomentar la opinión que sobre Orgaz se creaba.
Bouix era un francés
que durante treinta años vivió en el país considerándolo suyo, y cuyos animales
vagaban libres devastando las míseras plantaciones de los vecinos. La ternera
menos hábil de las hordas de Bouix era ya bastante astuta para cabecear horas
enteras entre los hilos del alambrado, hasta aflojarlos. Entonces no se conocía
allá el alambre de púa. Pero cuando se le conoció, quedaron los burritos de
Bouix, que se echaban bajo el último alambre, y allí bailaban de costado hasta
pasar del otro lado. Nadie se quejaba: Bouix era el juez de paz de San Ignacio.
Cuando Orgaz llegó
allá, Bouix no era más juez. Pero sus burritos lo ignoraban, proseguían
trotando por los caminos al atardecer en busca de una plantación tierna que
examinaban por sobre los alambres con los belfos trémulos y las orejas paradas.
Al llegarle su turno de
devastación, Orgaz soportó pacientemente, estiró algunos alambres, y se levantó
algunas noches a barrer desnudo por el rocío a los burritos que entraban hasta
en su carpa. Fue, por fin, a quejarse a Bouix, el cual llamó afanoso a todos
sus hijos para recomendarles que cuidaran a los burros que iban a molestar al
“pobrecito señor Orgaz”. Los burritos continuaron libres y Orgaz tornó un par
de veces a ver al francés cazurro, que se lamentó y llamó de nuevo a palmadas a
todos sus hijos, con el resultado anterior.
Orgaz puso entonces un
letrero en el camino real, que decía:
¡Ojo!
Los pastos de este potrero están envenenados.
Y por diez días
descansó. Pero a la noche subsiguiente tornaba a oír el pasito sibiloso de los
burros que ascendían la meseta, y un poco más tarde oyó el rac-rac de las hojas
de sus palmeras arrancadas. Orgaz perdió la paciencia, y saliendo desnudo fusiló
al primer burro que halló por delante.
Con un muchacho mandó
al día siguiente a avisar a Bouix que en su casa había amanecido muerto un
burro. No fue el mismo Bouix a comprobar el inverosímil suceso, sino su hijo
mayor, un hombre tan alto como trigueño y tan trigueño como sombrío. El hosco
muchacho leyó el letrero al pasar el portón, y ascendió de mal talante a la
meseta, donde Orgaz lo esperaba con las manos en los bolsillos. Sin saludar
apenas, el delegado de Bouix se aproximó al burro muerto, y Orgaz hizo lo
mismo. El muchachón giró un par de veces alrededor del burro, mirándolo por
todos lados.
-De cierto ha muerto
anoche -murmuró por fin-. Y de qué puede haber muerto…
En mitad del pescuezo,
más flagrante que el día mismo, gritaba al sol la enorme herida de bala.
-Quién sabe….
Seguramente envenenado -repuso tranquilo Orgaz, sin quitar las manos de los
bolsillos.
Pero los burritos
desaparecieron para siempre de la chacra de Orgaz.
Durante el primer año
de sus funciones como Jefe del Registro Civil, todo San Ignacio protestó contra
Orgaz, que arrasando con las disposiciones en rigor, había instalado la oficina
a media legua del pueblo. Allá, en el bungalow, en una piecita con piso de
tierra, muy oscurecida por la galería y por un gran mandarino que interceptaba
casi la entrada, los clientes esperaban indefectiblemente diez minutos, pues
Orgaz no estaba o estaba con las manos llenas de bleck. Por fin el funcionario
anotaba a escape los datos en un papelito cualquiera, y salía de la oficina
antes que su cliente, a trepar de nuevo al techo.
En verdad, no fue otro
principal quehacer de Orgaz durante sus primeros cuatro años en Misiones. En
Misiones llueve, puede creerse, hasta poner a prueba dos chapas de zinc
superpuestas. Y Orgaz había construido su techo con tablillas empapadas por
todo un otoño de diluvio. Las planchas de Orgaz se estiraron literalmente; pero
las tablillas del techo sometidas a ese trabajo de sol y humedad levantaron
todas sus extremos libres, con el aspecto de erizo que hemos apuntado.
Visto desde abajo,
desde las piezas sombrías, el techo aquel de madera oscura ofrecía la
particularidad de ser la parte más clara del interior, porque cada tablilla
levantada en su extremo ejercía de claraboya. Hallábanse, además, adornado con
infinitos redondeles de minio, marcas que Orgaz ponía con caña en las grietas,
no por donde goteaba, sino vertía el agua sobre su cama. Pero lo más particular
eran los trozos de cuerda con que Orgaz calafateaba su techo, y que ahora,
desprendidas y pesadas de alquitrán, pendían inmóviles y reflejaban filetes de
luz, como víboras.
Orgaz había probado
todo lo posible para remediar su techo. Ensayó cuñas de madera, yeso, portland,
cola a bicromato, aserrín alquitranado. En pos de dos años de tanteos en los cuales
no alcanzó a conocer, como sus antecesores más remotos, el placer de hallarse
de noche al abrigo de la lluvia, Orgaz fijó su atención en el elemento arpillera-bleck.
Fue éste un verdadero hallazgo, y el hombre reemplazó entonces todos los
innobles remiendos de portland y aserrín-maché por su negro cemento.
Cuantas personas iban a
la oficina o pasaban en dirección al puerto nuevo, estaban seguras de ver al
funcionario sobre el techo. En pos de cada compostura, Orgaz esperaba una nueva
lluvia, y sin muchas ilusiones entraba a observar su eficacia. Las viejas
claraboyas se comportaban bien; pero nuevas grietas se habían abierto, que goteaban
-naturalmente- en el nuevo lugar donde Orgaz había puesto su cama.
Y en esta lucha
constante entre la pobreza de recurso y un hombre que quería a toda costa
conquistar el más viejo ideal de la especie humana: un techo que lo resguarde
del agua, fue sorprendido Orgaz por donde más había pecado.
Las horas de oficina de
Orgaz eran de siete a once. Ya hemos visto cómo atendía en general sus
funciones. Cuando el Jefe de Registro Civil estaba en el monte o entre su
mandioca, el muchacho lo llamaba con la turbina de la máquina de matar
hormigas. Orgaz ascendía la ladera con la azada al hombro o el machete
pendiente de la mano, deseando con toda el alma que hubiera pasado un solo
minuto después de las once. Traspasada esta hora, no había forma de que el
funcionario atendiera su oficina.
En una de estas
ocasiones, mientras Orgaz bajaba del techo del bungalow, el cencerro del portoncito
sonó. Orgaz echó una ojeada al reloj: eran las once y cinco minutos. Fue en
consecuencia tranquilo a lavarse las manos en la piedra de afilar, sin prestar
atención al muchacho que le decía:
-Hay gente, patrón.
-Que venga mañana.
-Se lo dije, pero dice
que es el Inspector de justicia…
-Esto es otra cosa; que
espere un momento -repuso Orgaz. Y continuó frotándose con grasa los antebrazos
negros de bleck, en tanto que su ceño se fruncía cada vez más.
En efecto, sobrábanle
motivos.
Orgaz había solicitado
el nombramiento de juez de paz y jefe del Registro Civil para vivir. No tenía
amor alguno a sus funciones, bien que administrara justicia -sentado en una
esquina de la mesa y con una llave inglesa en la mano- con perfecta equidad.
Pero el Registro Civil era su pesadilla. Debía llevar al día, y por partida
doble, los libros de actas de nacimientos, de defunciones y de matrimonio. La
mitad de las veces eran arrancado por la turbina a sus tareas de chacra, y la
otra mitad se le interrumpía en pleno estudio, sobre el techo, de algún cemento
que iba por fin a depararle cama seca cuando llovía. Apuntaba así a escape los
datos demográficos en el primer papel que hallaba a mano, y huía de la oficina.
Luego, la tarea
inacabable de llamar a los testigos para firmar las actas, pues cada peón
ofrecía como tales, a gente rarísima que no salía jamás del monte. De aquí,
inquietudes que Orgaz solucionó el primer año del mejor modo posible, pero que
lo cansaron del todo de sus funciones.
-Estamos lucidos -se decía,
mientras concluía de quitarse el bleck y afilaba en el aire, por costumbre-. Si
escapo de ésta, tengo suerte…
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