LUIS IGNACIO
IRIARTE
BARROCO,
HERMENÉUTICA Y MODERNIDAD II
SEGUNDA
ENTREGA
INTRODUCCIÓN (2)
En esta segunda parte aspiro a
continuar con esta línea. En síntesis, sostengo que la imagen del Barroco que
se presenta durante el siglo XX puede comprenderse, en parte, como el
resultado de una transformación de las lecturas que habían venido
desarrollándose al menos desde mediados del 1700. Para visualizar el mecanismo
que, según entiendo, estructura ese proceso, podemos tomar como argumento
analógico lo que sucedió con la palabra «barroco». En España, el término es muy
tardío. La Real Academia lo registró en 1914 como un adjetivo calificativo.
Barroco es, según esa edición del diccionario, «lo irregular por exceso de
adornos, y fuera del orden conveniente en arquitectura y artes plásticas». En
1927 se extendió a cierta literatura en la que «predomina la pompa y el
ornato». En 1970 se volvió un sustantivo específico para la cultura de los
siglos XVII y primera parte del XVIII. En Francia hay un comportamiento
similar. El concepto comenzó a utilizarse para la pintura a fines del 1700. Sin
embargo, como en el uso castellano de 1914, era predominantemente un adjetivo.
En su edición de 1743, el diccionario Trévoux «identifica baroque con bizarre y
establece que tanto un modo de pensar, como una expresión, como un rostro,
pueden ser calificados de barrocos» (Hatzfeld 1964: 493). En 1771 el concepto
se especializó para el arte, aunque continuó como calificativo. Sólo a mediados
del siglo XIX se convirtió en un sustantivo referido a la producción artística
del XVII.
La historia de la palabra no es
la historia de lo que sucedió con la cultura a la que ésta se refiere. Pero de
ella se puede extraer un argumento central. Antes de adquirir el significado
actual, la palabra «barroco» tenía sentidos negativos: irregularidad, extrañeza
y deformidad. Cuando pasó a designar el período artístico del siglo XVII,
estos significados no desaparecieron. Por el contrario, lo que sucedió es que
dejaron de ser estigmas negativos y se convirtieron en marcas positivas. En
efecto, los ideales artísticos habían cambiado enormemente desde principios del
siglo XIX. La estética de lo feo, que irrumpió con la novela naturalista, y el
concepto de grotesco, que Víctor Hugo defendió en el Prefacio de «Cromwell» (1825),
habían desplazado los ideales de simetría y equilibrio de la belleza,
preparando el terreno para la valorización de la irregularidad, la extrañeza y
la deformidad. En otros términos, la reivindicación del Barroco no fue el
resultado de un simple desocultamiento de la verdad, escondida durante mucho
tiempo debajo de una serie de prejuicios injustificados. Más bien habría que
ver el proceso como una progresiva resignificación de esas ideas negativas.
Los prejuicios fueron
extensamente tratados y discutidos. En «Algunas consideraciones sobre los
procesos de canonización en la preceptiva literaria» (2005), José Manuel Rico
propuso la importante idea de que, aparte del canon de los autores, existe
también un canon de juicios estéticos nacidos en el siglo XVII.
Por
ejemplo, según señala el crítico, la idea de la decadencia de la literatura
española comenzó a fraguarse en la polémica en torno a Góngora y luego pasó a
constituir «la piedra angular sobre la que se edificó la crítica literaria de
los siglos XVIII y XIX» (2005: 158). Pero los críticos contemporáneos condenaron
este tipo de juicios canonizados. Para el propio Rico, son «ideas mostrencas
que se han venido repitiendo de forma acrítica y, por tanto, asumidas sin
reservas, hasta la historiografía literaria del siglo XX» (158). Por el
contrario, lo que me propongo sostener en este trabajo es que esos prejuicios
cumplieron un papel importantísimo en el rescate del Barroco. Como se acaba de
sugerir a partir de Víctor Hugo, no sólo hubo un cambio de actitud hacia la
cultura del siglo XVII, sino que esto estuvo acompañado, e incluso impulsado,
por una valoración positiva de los prejuicios canonizados.
En la bibliografía existen
innumerables ejemplos que abonan esta tesis, a pesar de que sus autores buscan
otro tipo de respuestas. Uno de ellos se encuentra en «Barroco: categorías,
sistema e historia literaria» (1993). En el primer párrafo, Víctor García de la
Concha observa que, en el Diccionario de la música, Jean-Jacques
Rousseau había presentado una imagen profundamente negativa del Barroco al
señalar que se trata de un tipo de música confusa, disonante y artificial. Ese
sentido peyorativo, según argumenta, persiste hasta Benedetto Croce, quien
señala, en Storia dell’eta barocca in Italia (1929), que en este
prejuicio «late una concepción formalista» (1993: 59). Pero, continúa el
crítico, es importante recordar que Wölfflin retomó este formalismo y le dio un
vuelco al asunto, en tanto pasó a considerar que «no se trata, según él, de
analizar la belleza sino el elemento en el que un determinado tipo de belleza
ha tomado forma» (59). A pesar de que García de la Concha deja de lado el
argumento, surge de su análisis que la reivindicación del Barroco tiene tanto
que ver con un nuevo examen del período como con una reconsideración del
concepto de forma.
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