GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
VIGÉSIMA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
I (7)
Continuaba el interrogatorio: ¿nombre?, ¿oficio?,
¿casado?, mientras el sol se elevaba sobre el bosque. El cura permanecía con
las manos entrelazadas delante de sí: de nuevo se posponía la muerte. Sintió
una tentación inmensa de adelantarse ante el teniente y declarar: “Soy yo el
que usted busca”. ¿Le fusilarían al instante? Una ilusoria promesa de paz le
tentaba. Lejos, en el firmamento, vigilaba un zopilote: desde aquella altura le
debían parecer los hombres dos grupos de animales carnívoros que podían en
cualquier momento romper las hostilidades, y él aguardaba allí, cual manchita
negra, la carroña. Pero la muerte no es el término del dolor; creer en la paz
sería una especie de herejía.
El
último aldeano prestó su declaración.
El
teniente preguntó:
-¿No hay
ningún voluntario para ayudarnos?
Todos
permanecían silenciosos junto al tablado de la música. Continuó el teniente:
-Ya sabéis lo que ocurrió en Concepción. Allí cogí
un rehén... y cuando averigüé que el cura estuvo por las inmediaciones, lo
fusilé contra el primer árbol. Y supe la verdad porque hay siempre quien cambia
de idea; porque, acaso, alguno de Concepción amaba a la mujer del rehén y
quería quitarlo de en medio. No es cuenta mía examinar los motivos. Yo tan sólo
sé que más tarde hallamos vino en Concepción... En este pueblo quizás hay quien
codicie vuestro pedazo de tierra o vuestra vaca. Es mucho más seguro hablar
ahora. Porque voy también a coger un rehén aquí. –Hizo una pausa. Después se
expresó así-: No es preciso hablar siquiera, si él está aquí entre vosotros. Basta
que le miréis. Nadie sabrá entonces quién lo ha denunciado. Él mismo lo
ignorará, si es que teméis sus maldiciones. Ea... ésta es la última oportunidad
que os doy.
El cura
miraba al suelo; no pondría dificultades al que lo entregara.
-Muy bien -repuso el teniente-, entonces escogeré al
rehén. Vosotros os lo habéis ganado.
Desde su caballo los observaba; uno de los gendarmes,
con el fusil apoyado en el tablado, se arreglaba una polaina. Los aldeanos
todavía miraban al suelo, todos temían llamar su atención.
Súbitamente
se expansionó:
-¿Por qué no os fiáis de mí? Yo no quiero que muera
ninguno de vosotros. A mis ojos, ¿por qué no queréis comprenderlo?, valéis
mucho más que él. Yo os lo quisiera dar todo -e hizo un ademán que
resultó inútil porque nadie le miraba. Con voz apagada pronunció–: Usted. El de
allí. Le detendré a usted.
Chilló
una voz de mujer:
-¡Ése es
mi chico! Es Miguel. No puede usted llevarse a mi hijo.
El
teniente contestó sin expresión:
-Aquí
cada uno es el marido o el hijo de alguien. Esto ya lo sabía yo.
El cura
permanecía callado con las manos entrelazadas: los nudillos palidecían a medida
que apretaba... A su alrededor notaba un comienzo de odio, pues él no era
marido ni hijo de nadie.
-Teniente...
-¿Qué
quiere usted?
-Me
estoy haciendo muy viejo para ser útil en el campo. Escójame a mí.
Una piara de cerdos irrumpió por la esquina de una
choza sin consideración para nadie. El soldado acabó de liarse la venda-polaina
y se enderezó. El sol, alzándose por encima del bosque centelleaba en las
botellas del tenderete.
Replicó
el teniente:
-Estoy escogiendo un rehén, no ofreciendo
alojamiento y manutención gratuita a un holgazán. Si no sirve usted para el
campo, tampoco sirve para rehén. -Dio una orden-: Atadle las manos y vámonos.
La policía partió al instante; se llevó consigo dos
o tres pollos, un pavo y al hombre llamado Miguel.
El cura
manifestó en voz alta:
-He hecho cuanto he podido. El entregarme es asunto
vuestro. ¿Qué esperabais de mí? Evitar que me cojan es asunto mío.
Un
hombre dijo:
-Está muy bien, Padre. Únicamente, ¿tendrá
cuidado... mirará de no dejar ningún vino detrás de usted... como en
Concepción?
Otro
habló así:
-No es bueno demorarse aquí, Padre. Al fin le
cogerían a usted. No se olvidarán de su cara para otra vez. Vale más ir al
Norte, a las montañas. Al otro lado de la frontera.
-Es un Estado magnifico el del otro lado -observó
una mujer-. Allí aún tienen iglesias. No dejan entrar a nadie en ellas, desde
luego; pero las hay. ¡Vaya! Como que me han dicho que hay curas también en las
ciudades. Un primo mío estuvo al otro lado de las montañas, en Las Casas, una
vez, y allí oyó misa en una casa, dicha en un verdadero altar y con el cura
revestido igual que en tiempos pasados.
-¿La
caja, María? ¿Dónde está la caja? -inquirió él.
-Es
demasiado expuesto llevar eso de ahora en adelante -replicó María.
-¿Cómo,
si no, llevaría el vino?
-No
queda vino.
-¿Qué
quieres decir?
Explicó
ella:
–No quiero preocupaciones ni para usted ni para
nadie. He roto la botella. Aunque me traiga mala suerte... El cura la amonestó
con suavidad y tristeza:
-No seas supersticiosa. Era vino, simplemente. No
hay nada sagrado en el vino. Sólo que es difícil obtenerlo aquí. Por esto
guardé un repuesto en Concepción. Pero me lo han encontrado.
-Ahora creo que se irá usted muy lejos, muy lejos.
Ya no es útil a nadie -dijo ella con ferocidad-. ¿No lo comprende usted, Padre?
Ya no nos hace ninguna falta.
-¡Oh,
sí! -contestó él-. Comprendo. Pero no se trata de vuestro deseo ni del mío.
Le
interrumpió ella con brutalidad:
Esas cosas ya las sé yo. Fui a la escuela. No soy
una ignorante como esas otras. Yo sé que es usted un mal sacerdote. Estuvimos
juntos aquella vez. Apostaría que aquello no fue todo lo que ha hecho usted.
¿Cree usted que Dios quiere que se quede para que lo maten...; un
“pater-whisky” como usted?
Él
permanecía resignado ante ella, como si estuviera ante el teniente, escuchando.
No la hubiera creído capaz de tanta reflexión.
-Suponga que lo matan. Sería un mártir, ¿no es
cierto? ¿Qué clase de mártir cree usted que sería? Es para que la gente se
burle.
Jamás se
le había ocurrido a él que nadie le considerase como a un mártir. Dijo:
-Es
arduo. Mucho. Pensaré en ello. No quisiera que se mofaran de la Iglesia.
-Entonces,
piénselo al otro lado de la frontera...
-Bien...
-Cuando sucedió lo que usted sabe, yo me sentí
orgullosa. Pensé que volverían los días buenos. No puede ser cualquiera la
mujer de un cura. Y la niña... Creí que usted haría mucho por ella. Pero de
igual modo pudo usted ser un ladrón, porque todo el bien...
Manifestó
él, vagamente:
-Ha
habido muchos buenos ladrones.
-¡Por el
amor de Dios, coja su aguardiente y márchese!
-Había
una cosa. En la caja había algo...
-Entonces, váyase y búsquela usted mismo entre la
basura. Yo no la quiero tocar otra vez.
-Y la niña. Eres una buena mujer, María. Quiero
decir... procurarás educarla bien... como a una cristiana.
-No
servirá nunca para nada; ya lo ha podido usted ver.
-No
puede ser muy mala a su edad -imploró él.
-Seguirá
por el camino emprendido.
–La
próxima misa que diga será para ella.
María ni
siquiera escuchaba. Insistió:
-Es mala
por los cuatro costados.
Él no se daba cuenta de que la fe se estaba
extinguiendo; la Misa pronto no significaría para nadie más que un gato negro
cruzando el camino. Arriesgaba la vida de todos por una superstición más equivalente
para ellos a la sal derramada o al gesto de tocar madera. Empezó:
-Mi
mula...
-Ahora le están echando maíz. Lo mejor es que vaya
usted hacia el Norte. Por el Sur ya no hay nada que hacer.
-Yo
pensé acaso en Carmen...
-Ahora
vigilan por allí.
-Bueno...
-suspiró él con tristeza-. Tal vez algún día... cuando mejoren las cosas...
Esbozó una cruz para bendecir, pero María
permaneció de pie impaciente, deseando que se fuerapara siempre.
-Bueno,
adiós, María.
-Adiós.
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