G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
TRIGESIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO
DÉCIMO
EL
DUELO (3)
-Marqués -dijo- su
acción es digna de su fama y su sangre. Permítame usted consultar con los que
han de ser mis testigos.
De tres zancadas se
reunió a los suyos. ¡Éstos, que habían presenciado su ataque, inspirado por la
champaña, y oído sus absurdas explicaciones, lo vieron acercarse llenos de
perplejidad. En efecto, Syme estaba ahora en pleno uso de razón, algo pálido, y
hablaba con la precisión y mesura del hombre práctico.
-Ya está hecho -dijo
con voz ronca-. Ya está provocada la bestia. Ahora, atención, óiganme ustedes
bien. No hay que perder tiempo en palabras. Ustedes son mis testigos, y les
toca arreglarlo todo. Hay que insistir, de un modo absoluto, en que el duelo
sea mañana después de las siete, para impedirle que tome el tren de París a las
siete y cuarenta y cinco. Si pierde este tren, pierde la ocasión del crimen. Él
no puede rehusarse a aceptar el sitio y hora que se señale, pero seguramente
intentará que se elija para el caso algún sitio cercano a la estación, a fin de
dar alcance al tren. Maneja muy bien la espada, y puede confiar en que podrá
darme muerte a tiempo. Pero yo también entiendo algo de eso, y espero poder
entretenerlo a lo menos hasta que pierda el tren. Después, para consolarse,
probablemente me matará. ¿Entendido? Perfectamente. Pues permítanme ustedes
presentarlos con aquellos distinguidos caballeros.
Se acercaron al grupo
del Marqués, y Syme los presentó dándoles unos nombres aristocráticos que ellos
no habían oído en su vida. Syme tenía de tiempo en tiempo unos raptos
singulares de sentido común, cosa que más bien le faltaba de ordinario. Estos
raptos, eran como él mismo dijo cuando la ocurrencia de las gafas, intuiciones
poéticas, y a veces verdaderas profecías.
Había previsto bien las
pretensiones de su adversario. Cuando el Marqués fue informado por sus testigos
de que Syme sólo podía batirse a la mañana siguiente, vio aparecer un obstáculo
para su misión dinamitera en París. Pero no pudiendo explicarlo a sus amigos,
obró como Syme lo esperaba. Indujo a sus testigos a que señalaran para el duelo
un pradito que había cerca del ferrocarril, confiándolo todo a la fatalidad del
primer encuentro.
Al verlo llegar
impasible al campo de honor, nadie hubiera dicho que le inquietaba sobre todo
la idea de perder el tren. Las manos en los bolsillos, el sombrero de paja
echado hacia atrás, el sol daba sobre su hermosa cara bronceada. Pero -cosa
extraña para el que ignorase su situación-, no sólo le acompañaban sus dos
testigos con las armas, sino dos criados con una maleta y una cesta de
comestibles.
Era muy temprano, pero
el sol calentaba ya; Syme se admiraba de ver tantas flores de oro y plata entre
aquella yerba que casi les llegaba hasta las rodillas. Con excepción del
Marqués, todos llevaban el traje solemne, y unos sombreros negros como tubos de
chimeneas. El Doctorcete, con la adición de sus famosas gafas negras, parecía
un empresario de pompas fúnebres. Syme no pudo menos de advertir el contraste
cómico de aquella procesión funeraria en aquel prado tan gozoso, brillante y
florido. Sin duda el contraste cómico entre los capullos amarillos y los
sombreros negros no era más que un símbolo de contraste trágico entre los
capullos amarillos y la negrura moral de aquella escena. A la derecha se veía
una mancha de bosque, y lejos, a la izquierda, brillaba la curva del
ferrocarril, que Syme, por decirlo así, tenía que defender del Marqués, para
quien aquella línea era la meta y el punto de escape. Al frente, detrás de los
adversarios, Syme podía ver, semejante a una nube, un pequeño almendro
florecido, sobre la vaga cinta del mar.
El miembro de la Legión
de Honor, cuyo nombre era según parece el Coronel Ducroix, se acercó
cortésmente al Profesor y al Dr. Bull, y propuso que el duelo fuera a primera sangre.
Pero el Dr. Bull, bien aleccionado por Syme sobre este punto estratégico,
insistió con mucha dignidad y en un francés muy malo, sobre la necesidad de
continuar hasta que uno de los contrincantes quedara inútil. Syme contaba con
poder abstenerse de inutilizar al Marqués e impedir que éste lo inutilizara a
él, por espacio mínimo de veinte minutos: tiempo bastante para que su
contrincante perdiera el tren de París.
-Para un hombre de
tanta presteza y valor como el señor de San Eustaquio -dijo el Profesor
solemnemente-, sin duda es indiferente el método que se adopte, y nuestro
apadrinado tiene buenas razones para pedir que el encuentro sea largo, razones
cuya delicadeza me impide el ser más explícito, pero de cuya naturaleza justa y
honorable yo puedo...
-¡Peste! -interrumpió
el Marqués, a su espalda, poniendo una cara sombría-. Dejémonos de hablar, y
empecemos.
Y decapitó una
florecilla con el bastón.
Syme, que comprendía,
miró de reojo instintivamente, por si el tren estaba a la vista: ni el humo se
veía... El Coronel Ducroix se
arrodilló entonces, abrió la caja de espadas y escogió un par. Al sol, las
espadas lanzaron dos vivos resplandores. Ofreció una al Marqués, que se apoderó
de ella sin ceremonia, y otra a Syme, que la tomó, la dobló, la pesó, y todo
con tanta lentitud como lo consentía la decencia. Después, el Coronel sacó
otras dos hojas, tomó una, ofreció al Dr. Bull la otra, y procedió a partir el
campo.
Ambos combatientes se
habían quedado en mangas de camisa y empuñaban ya las espadas. Los padrinos se
mantenían a uno y otro lado del campo, con sus espadas también desnudas, pero
conservando sus trajes y sombreros negros. Los combatientes se saludaron. El
Coronel dijo:
-¡Engagez!
Y las dos hojas
chocaron.
Al contacto del hierro,
Syme sintió disiparse todos los fantásticos temores de antes, como se disipan
los sueños al abrir los ojos. Los recordaba uno a uno, y le parecían meras
alucinaciones nerviosas: el temor que el Profesor le infundiera, había sido
como la opresión de una pesadilla; el miedo que le inspirara el Doctor, como el
del vacío científico. En el primer caso, era el miedo tradicional ante la
perenne posibilidad del milagro; en el segundo, el miedo mucho más moderno ante
la absoluta imposibilidad del milagro. Pero en uno y otro caso, se trataba de
temores imaginarios, comparados con el actual temor de la muerte, lleno de
sentido común, despiadado y cruel. Syme se sentía como el que sueña toda la
noche que rueda por un precipicio y, al despertar, recuerda que va a ser ahorcado.
En cuanto vio brillar el reflejo del sol en la hoja del adversario, en cuanto
sintió que se tocaban las dos lenguas de acero, vibrantes y vivas, comprendió
que tenía que habérselas con un enemigo poderoso. Tal vez había llegado su
última hora.
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