JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
En el comienzo del
amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la
tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
-¿Verdad que la noche está llena de pecados,
Justina?
-Sí, Susana.
-¿Y es verdad?
-Debe serlo, Susana.
-¿Y qué crees que es la
vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es
tan grande como la tuya.
-Te asombrarías. Te
digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en
el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso.
Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el
balde lleno de agua.
-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
-Muchos, Susana.
-¿Y no has sentido tristeza?
-Sí, Susana.
-Entonces ¿qué esperas para morirte?
-La muerte, Susana.
-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus
almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el
vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros
zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las
poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
-¿Tú crees en el infierno, Justina?
-Sí, Susana. Y también en el cielo.
-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los
ojos.
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