3/6/14

GUIDO CASTILLO

EL PRIMER MANIFIESTO DEL CONSTRUCTIVISMO DE JOAQUÍN TORRES GARCÍA (3)


Como para Platón, para Torres García -platónico ferviente- lo geométrico no fue, al principio, otra cosa que un punto de partida desde el cual se podía comenzar a establecer la diferencia entre el fenómeno y la esencia, entre la apariencia y la verdad, entre el orden sensible y el orden racional, entre la doxa y la episteme, entre lo fugitivo y lo eterno. También como Platón, Torres García fue acercándose a una suprageometría y a una mística pitagórica de los números sagrados. El paralelo no termina aquí, pues, de la misma manera que Platón, en su extrema vejez, se lanza, desde sus más altas y abstrusas visiones y combinaciones metafísico-numéricas, a la interpretación cosmogónica del origen de esas mismas cosas, aparentes y fugaces, que tanto tiempo había despreciado, y se plantea por primera vez, la existencia de la materia en sí, coeterna de las ideas y gran receptáculo de las formas; de esa misma manera, repito, desde las cumbres hiperuranias de la abstracción geométrica y simbólica, Torres García proyecta nada menos que la recuperación del objeto, proponiéndose una nueva cercanía entre la naturaleza y el arte, mayor que la que el constructivismo planteaba.


De esta comparación entre el gran pintor y el más grande de los filósofos surge la preocupación teórica, crítica, estética y metafísica de Torres García, quien, además de pintar incansablemente fue, quizá, el escritor más fecundo de la historia de la pintura. Y para explicarnos este extraño caso de un pintor filósofo, podemos recordar algunas de las observaciones de Paul Valéry sobre Leonardo da Vinci: Esto es, pues, lo que me parece más maravilloso de Leonardo, aquello que lo opone y lo une a los filósofos mucho más extrañamente y más profundamente que todo lo que he venido alegando acerca de él y de ellos; Leonardo es pintor, digo que tiene por filosofía la pintura. En verdad, es él mismo que lo dice, y habla de la pintura como se habla de la filosofía; es decir, que todo lo refiere a ella. Este arte (que para la mirada del pensamiento aparece como tan particular y tan alejado de poder satisfacer a toda inteligencia) le merece una opinión excesiva; lo consideraba como fin último del espíritu universal. Más adelante Valéry agrega: En lo que toca a nuestros hábitos, Leonardo parece una especie de monstruo, un centauro o una quimera, por la ambigüedad de la especie que él representa para los espíritus demasiados ejercitados en dividir nuestra naturaleza, en considerar a los filósofos sin manos y sin ojos, y a los artistas, de cabeza tan reducida que en ella sólo caben instintos....


Es indudable que si Leonardo y Torres García no son filósofos en la acepción estricta de la palabra, también lo es que pertenecen a una clase rarísima de artistas. Como filósofos, piensan que la verdad última se obtiene por un acto de creación reveladora y visionaria, y no por una demostración lógica; como artistas, hacen del acto creador el resultado de una larga meditación, y no la consecuencia inconsciente de un impulso ciego. Esta clase de espíritus anfibios que viven en las profanidades tenebrosas del mar -y respiran el aire claro de los cielos- suele aparecer en los momentos culminantes y, a la vez, críticos de una cultura, y aunque son los más profundos representantes de su tiempo, se sienten, en gran medida, extemporáneos. Torres García se dio cuenta que su arte ya no coincidía con aquel mundo caótico que lo rodeaba y que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años antes de la Segunda Guerra Mundial regresó al Uruguay, con muchos cuadros, con muchas ideas y con la íntima convicción de que ese regreso era fundamental para alcanzar la plenitud de la madurez artística y para decir su última palabra.


Así fue, en realidad, porque lo cierto es que en Montevideo pintó sus obras maestras, desarrolló ampliamente su pensamiento y ejerció una enseñanza que no tiene parangón en lo que va del siglo. Es significativo que, poco después de terminada la guerra, se negara a exponer en una de las más importantes galerías de París. Justificó su negativa diciendo: París es de Picasso. Yo estoy muy bien en Montevideo.


Un año y medio después de haber llegado a la capital del Uruguay fundó la Asociación de Arte Constructivo, que duró algunos años y que fracasó, en definitiva. La causa de ese fracaso fue que Torres García se había rodeado de una serie de pintores, hombres maduros muchos de ellos, entre los cuales los más avanzados seguían los pasos de los post-impresionistas o imitaban a Andre Lothe. Esos señores respetables y prestigiosos no soportaron mucho tiempo que aquel recién venido barriera de un papirotazo con todo lo que sabían, borrara todas sus ideas, hasta dejarlos en blanco, y les hiciera hacer cuatros o cinco rayas sobre un papel, como si fueran párvulos. Pero lo que los hombres hechos y derechos no supieron ver, fue comprendido intuitivamente, por varios artistas jóvenes, quienes establecieron el Taller Torres García en una vieja casa, casi al lado de la del maestro, para que éste sólo tuviera que caminar unos pocos pasos.


Me sumé de inmediato a esos jóvenes y me dediqué, casi como única tarea intelectual, a difundir y defender el constructivismo mediante la palabra hablada y escrita. Por esta dedicación pronto fui considerado como un igual por mis compañeros, a pesar de la desconfianza justificada que los pintores suelen tener a los literatos.


Ya hacía bastante tiempo que las hostilidades habían comenzado contra Torres García, quien era atacado desde varios ángulos. Para citar un ejemplo recuerdo, que después de recorrer una de sus exposiciones, un psiquiatra tonto -que los hay- dijo a sus colegas que las obras que había visto eran pruebas de un tipo de locura muy interesante y digna de análisis. Otro psiquiatra de talento -que también los hay-, el doctor Alfredo Cáceres, quiso estudiar directamente ese caso de demencia tan original: se hizo presentar a Torres García y se convirtió en uno de sus admiradores más incondicionales.


Se podrían señalar muchos ejemplos más para demostrar hasta qué extremos puede llegar la mediocridad, la cual, por definición, debería permanecer siempre en el medio, pero es suficiente señalar que desde la fundación del Taller en 1942 hasta 1945, la batalla por el constructivismo se desencadenó con una furia que hoy parece increíble. Éramos, entre artistas y amigos, un pequeño grupo que debía luchar contra la inmensa mayoría pensante u opinante de Montevideo. Pintores, escultores, arquitectos, escritores, críticos, periodistas, políticos, etc., se mancomunaban para combatirnos, como si fuéramos una banda de jóvenes salvajes, soliviantados y acaudillados por un loco peligroso al que era necesario destruir de cualquier manera. Las derechas y las izquierdas -en un conmovedor abrazo- se pusieron de acuerdo en considerarnos enemigos de la sociedad, de la moral y del sentido común. Por nuestra parte, no nos quedábamos ni quietos ni mudos y a cada injuria contestábamos con otra peor. Cuando no hubo salas donde exponer, expusimos en el mismo Taller, cuando no hubo periódicos donde escribir -ni siquiera en los que se decían los más avanzados y liberales-, publicamos nuestra propia revista, el pequeño Removedor, cuyas páginas solían quemar. Determinado por mi inclinación y por mi oficio, me transformé en el principal polemista del Taller y, además de profundizar mis ideas estéticas, me vi obligado a desarrollar el arte del insulto, hasta tal punto que llenaría de sorpresa a quienes conocen mi natural apacible.


Creo que el temperamento tranquilo y conciliador que caracteriza mi madurez se debe a que en la juventud gasté juntos todos los insultos de que disponía para distribuir a lo largo de mi existencia entera. ¡Dichosos aquellos tiempos!


Si, dichosos, porque cuanto más se estrechaba el círculo a nuestro alrededor, más unidos nos sentíamos y más conscientes del pensamiento y de la sensibilidad que nos movía. Trabajábamos en la adversidad con una vehemencia, una dedicación, una sinceridad y una fuerza que no se ha repetido ni se volverá a repetir jamás. Y mientras la batalla recrudecía en su entorno y por su causa, Torres García, como si nada le sucediera, continuaba enseñando el equilibrio, la armonía y la Divina Proporción.



Nuestros enemigos terminaron rindiéndose con banderas, armas y bagajes. Se nos dieron todas las distinciones, los premios y los honores. Ser miembro del Taller y entender a Torres García se convirtieron en los salvoconductos de la inteligencia, la cultura y la modernidad. Todo fue fácil entonces, y lo difícil, que habíamos conquistado, se perdió para siempre. Ganamos paz -y como podría decir Unamuno- perdimos la gloria. Creo que, en definitiva, fuimos vencidos, y que nuestros adversarios obtuvieron con los halagos y con una aparente y estratégica rendición, lo que no habían podido conquistar en el combate.

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