PAULO
FREIRE
PEDAGOGÍA
DEL OPRIMIDO
QUINTA ENTREGA
ERNANI MARIA FIORI
APRENDER
DECIR SU PALABRA
(EL
MÉTODO DE ALFABETIZACIÓN DEL PROFESOR PAULO FREIRE / 5)
Reflexivamente,
retoman el movimiento de la conciencia que los constituye sujetos, desbordando
la estrechez de las situaciones vividas; resumen el impulso dialéctico de la
totalización histórica. Hechos presentes como objetos en el mundo de la conciencia
dominadora, no se daban cuenta de que también eran presencia que hace presente
un mundo que no es de nadie, porque originalmente es de todos. Restituida en su
amplitud, la conciencia se abre para la “práctica de la libertad”: el proceso
de “hominización”, desde sus oscuras profundidades, va adquiriendo la
traslucidez de un proyecto de humanización. No es crecimiento, es historia:
áspero esfuerzo de superación dialéctica de las contradicciones que entretejen
el drama existencial de la finitud humana. El Método de Concientización de
Paulo Freire rehace críticamente ese proceso dialéctico de historización. Como
todo buen método pedagógico, no pretende ser un método de enseñanza sino de aprendizaje;
con él, el hombre no crea su posibilidad de ser libre sino aprende a hacerla
efectiva y a ejercerla. La pedagogía acepta la sugerencia de la antropología:
se impone pensar y vivir “la educación como práctica de la libertad”.
No
fue por casualidad que este método de concientización se haya originado como
método de alfabetización. La cultura letrada no es una invención caprichosa del
espíritu; surge en el momento de la cultura, como reflexión de sí misma, consigue
decirse a sí misma, de manera definida, clara y permanente. La cultura marca la
aparición del hombre en el largo proceso de la evolución cósmica. La esencia
humana cobra existencia autodescubriéndose como historia. Pero esa conciencia
histórica, al objetivarse, se sorprende reflexivamente a sí misma, pasa a
decirse, a tornarse conciencia historiadora; y el hombre es conducido a
escribir su historia. Alfabetizarse es aprender a leer esa palabra escrita en
que la cultura se dice, y diciéndose críticamente, deja de ser repetición intemporal
de lo que pasó, para concientizarse, para concientizar su temporalidad
constituyente, que es anuncio y promesa de lo que ha de venir. El destino,
críticamente, se recupera como proyecto.
En
este sentido, alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a decir su
palabra, creadora de cultura. La cultura de las letras tiñe de conciencia la
cultura; la cultura historiadora automanifiesta a la conciencia su condición esencial
de conciencia histórica. Enseñar a leer las palabras dichas y dictadas es una
forma de mistificar las conciencias, despersonalizándolas en la repetición -es la
técnica de la propaganda masificadora. Aprender a decir su palabra es toda la
pedagogía, y también toda la antropología.
La
“hominización” se opera en el momento en que la conciencia gana la dimensión de
la trascendentalidad. En ese instante, liberada del medio envolvente, se
despega de él, lo enfrenta, en un comportamiento que la constituye como
conciencia del mundo. En ese comportamiento, las cosas son objetivadas, esto
es, significadas y expresadas -el hombre las dice. La palabra instaura el mundo
del hombre. La palabra, como comportamiento humano, significante del mundo, no
sólo designa a las cosas, las transforma; no es sólo pensamiento, es “praxis”.
Así considerada, la semántica es existencia y la palabra viva se plenifica en
el trabajo.
Expresarse,
expresando el mundo, implica comunicarse. A partir de la intersubjetividad originaria,
podríamos decir que la palabra, más que instrumento, es origen de la
comunicación. La palabra es esencialmente diálogo. En esta línea de
entendimiento, la expresión del mundo se consustancia en elaboración del mundo
y la comunicación en colaboración. Y el hombre sólo se expresa convenientemente
cuando colabora con todos en la construcción del mundo común; sólo se humaniza
en el proceso dialógico de la humanización del mundo. La palabra, por ser lugar
de encuentro y de reconocimiento de las conciencias, también lo es de
reencuentro y de reconocimiento de sí mismo. Se trata de la palabra personal,
creadora, pues la palabra repetida es monólogo de las conciencias que perdieron
su identidad, aisladas, inmersas en la multitud anónima y sometidas a un
destino que les es impuesto y que no son capaces de superar, con la decisión de
un proyecto.
Es
verdad: ni la cultura iletrada es la negación del hombre ni la cultura letrada
llegó a ser su plenitud. No hay hombre absolutamente inculto: el hombre se “hominiza”
expresando y diciendo su mundo. Ahí comienza la historia y la cultura. Más, el
primer instante de la palabra es terriblemente perturbador: hace presente el
mundo a la conciencia y, al mismo tiempo, lo distancia. El enfrentamiento con
el mundo es amenaza y riesgo. El hombre sustituye el envoltorio protector del
medio natural por un mundo que lo provoca y desafía. En un comportamiento
ambiguo, mientras ensaya el dominio técnico de ese mundo, intenta volver a su
seno, sumergirse en él, enredándose en la indistinción entre palabra y cosa. La
palabra, primitivamente, es mito.
Dentro
del mito, y como condición suya, el “logos” humano va conquistando primacía con
la inteligencia de las manos que transforman el mundo. Los comienzos de esa
historia son aun mitología: el mito es objetivado por la palabra que lo dice.
La narración del mito, entretanto, objetivando el mundo mítico y aun
entreviendo su contenido racional, acaba por devolver a la conciencia la
autonomía de la palabra, distinta de las cosas que ella significa y transforma.
En esa ambigüedad con que la conciencia hace su mundo, apartándolo de sí, en el
distanciamiento objetivamente que lo hace presente como mundo consciente, la
palabra adquiere la autonomía que la hace disponible para ser recreada en la
expresión escrita. Aunque no haya sido un producto arbitrario del espíritu
inventivo del hombre, la cultura letrada es un epifenómeno de la cultura que, al
actualizar su reflexividad virtual, encuentra en la palabra escrita una manera
más firme y definida de decirse, esto es, de existenciarse discursivamente en
la “praxis” histórica. Podemos concebir la superación de las letras; lo que en
todo caso quedará es el sentido profundo que la cultura letrada manifiesta:
escribir no es conservar y repetir la palabra dicha, sino decirla con la fuerza
reflexiva que a su autonomía le da la fuerza ingénita que la hace instauradora del
mundo de la conciencia, creadora de cultura.
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