ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
23.
LA FAMA (1)
Pasé un día muy malo en
el hospital. Uno de los médicos residentes de mi departamento me preguntó, más
bien de mala gana, si tenía tiempo para aconsejarlo sobre un problema. Pensando
que se trataría de algún problema conyugal o relacional, le dije que sí. Pero
resultó que le habían ofrecido un puesto en mi departamento con un salario
inicial de 15.000 dólares; quería saber si eso era aceptable.
Dado que yo era su jefa
traté de disimular mi sorpresa e incredulidad. Mi salario era de 3.000 dólares
menos. No era la primera vez que experimentaba en carne propia un prejuicio
contra las mujeres, pero eso no me hizo sentir menos ofendida.
Después, el reverendo
Gaines me comunicó que estaba buscando otro puesto. Harto de la política del
hospital, deseaba tener su propia parroquia, un lugar donde efectuar un
verdadero cambio en la comunidad. Me deprimí pensando que no contaría con el
apoyo diario de mi único verdadero aliado en el hospital.
Me fui a casa, deseando
meterme en la cocina y desaparecer del mundo. Pero incluso eso fue imposible.
Me llamó por teléfono un reportero de la revista Life para preguntarme si podía escribir un reportaje acerca del
seminario que di en la universidad sobre la muerte. Inspiré hondo, lo que va
muy bien cuando uno no sabe qué decir. Aunque sabía muy poco respecto a la
publicidad, estaba harta de no contar con ningún apoyo. Acepté pensando que, si
se conocía mejor, mi trabajo podría mejorar la calidad de innumerables vidas.
Una vez que el
reportero y yo acordamos una fecha para la entrevista, comencé a buscar un paciente
para el seminario. Me resultó más difícil que de costumbre, por que el
reverendo Gaines estaba fuera de la ciudad. El jefe del reportero en Life se enteró del artículo que éste
preparaba y, llevado por la ambición, se apresuró a reemplazarlo, aunque eso no
me ayudó a encontrar a un enfermo moribundo para entrevistar.
Ocurrió que un tedioso
día iba recorriendo el pasillo del sector 1-3, donde se concentraba la mayoría
de los enfermos de cáncer, y me asomé a una habitación que tenía la puerta
entreabierta. En esos momentos mis pensamientos estaban en otra parte; no iba
pensando en buscar un paciente. Pero me llamó la atención la chica
extraordinariamente guapa que ocupaba la habitación. Seguroque no fui yo la
única persona que al verla se detuvo a mirarla. Pero sus ojos se encontraron
con los míos y me invitaron a entrar. Se llamaba Eva y tenía veintiún años. Era
una beldad de cabellos oscuros, tan hermosa que podría haber sido una actriz si
no hubiera estado muriéndose de leucemia. Pero todavía tenía mucha vitalidad,
era conversadora, divertida, soñadora y simpática. También tenía novio.
-Mire -me dijo
enseñándome su anillo.
Debería haber tenido
toda la vida por delante. Pero ella me habló de su vida tal como la tenía en
esos momentos. No quería funerales, quería donar su cuerpo a la Facultad de
Medicina. Estaba enfadada con su novio porque él no aceptaba su enfermedad.
-Por su causa estamos
perdiendo el tiempo. Después de todo, no me queda mucho.
Lo que comprendí, y me
alegró, fue que Eva deseaba vivir todo lo que le fuera posible, tener experiencias
nuevas, entre ellas asistir a uno de mis seminarios. Había oído hablar de ellos
y me preguntó si podía participar. Fue la primera vez que un moribundo se me
adelantó a hacer la pregunta.
-¿No me hace elegible
el padecer leucemia? -me preguntó.
Eso era evidente, pero
primero quise advertirle de lo de la revista
Life.
-¡Sí! -exclamó-.
¡Quiero hacerlo!
Le dije que tal vez le
convendría hablarlo con sus padres.
-No tengo por qué.
Tengo veintiún años. Puedo tomar mis decisiones.
Ciertamente podía, y al
final de la semana la llevé en silla de ruedas por el pasillo hasta mi sala. Allí
estábamos, dos mujeres preocupadas de si estaríamos bien peinadas para la
cámara. Una vez que estuvimos delante de los alumnos, mi corazonada respecto a
Eva resultó correcta. Era un sujeto extraordinario.
En primer lugar, tenía
más o menos la misma edad de la mayoría de los alumnos, lo cual dejaba patente
que la muerte no sólo se lleva a los viejos. Además estaba guapísima. Con su
blusa blanca y sus pantalones holgados de tweed, daba la impresión de que se
disponía a ir a una fiesta.
Pero se estaba
muriendo, y su franqueza sobre esa realidad era lo más pasmoso en ella.
-Sé que mis posibilidades
son una en un millón -dijo-, pero hoy sólo quiero hablar de esa única
posibilidad.
Así pues, en lugar de
hablar de su enfermedad, explicó cómo sería si pudiera vivir. Sus reflexiones
abarcaron estudios, matrimonio, hijos, su familia y Dios. "Cuando era
pequeña creía en Dios. Ahora no sé."
Explicó que deseaba
tener un perrito y volver una vez más a su casa. Expuso sus emociones sin
vacilación. Ninguna de las dos pensó ni una sola vez en el reportero o el
fotógrafo que estaban grabando todo lo que decíamos y hacíamos a nuestro lado
del espejo unidireccional, pero sabíamos que estaba bien.
El artículo apareció en
el número del 21 de noviembre de 1969. Cuando mi teléfono comenzó a sonar yo ni
siquiera tenía la revista. Lo que me preocupaba era la reacción de Eva. Por la
noche me llevaron a casa varios ejemplares de la revista. A primera hora de la mañana
siguiente conduje veloz hacia el hospital para enseñárselos a Eva antes de que
llegaran al quiosco del hospital y la convirtieran en celebridad.
Afortunadamente a ella le gustó el artículo, pero como cualquier mujer normal,
sana y guapa, meneó la cabeza con desaprobación al ver las fotos. "Dios,
no he salido muy bien."
En el hospital no se
sintieron tan complacidos. El primer médico que vi en el pasillo sonrió burlón
y me dijo en tono desagradable: "¿Buscando otro paciente para publicidad?"
Un administrador me criticó por hacer famoso el hospital por medio de la
muerte: "Nuestra reputación se debe a que hacemos mejorar a la
gente." Para la mayoría, el artículo de Life era una prueba de que yo explotaba a los enfermos. No lo entendían.
A la semana siguiente el hospital tomó medidas para abortar mis seminarios
prohibiendo a los médicos que colaboraran conmigo. Fue terrible. El viernes
siguiente me encontré en un auditorio casi vacío.
Aunque me sentí
humillada, sabía que no podían anular todo lo que la prensa había puesto en movimiento.
Ahí estaba yo en una de las revistas más importantes y respetadas del país. En
la sala para la correspondencia se amontonaban las cartas dirigidas a mí. Las
llamadas de personas que querían contactar conmigo bloqueaban la centralita.
Hice más entrevistas e incluso accedí a hablar en otras universidades e
institutos.
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