GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMOCUARTA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
II (3)
El grupo subía despacio la cuesta hacia la plaza.
Una culata dio en el suelo al entrar ellos en el cuartelillo; una lámpara
pequeña ahumaba la sucia pared encalada; en los pórticos del patio se mecían
las hamacas, hinchadas de cuerpos dormidos, como redes para encerrar aves de
corral.
-Puede
usted sentarse -le dijo uno, y le empujó con camaradería hacia un banco.
Ya todo parecía irrevocable; el centinela pasaba y
repasaba delante de la puerta, y en el patio, entre las hamacas, continuaba el
incesante murmullo del sueño. Alguien le dijo algo; miró con ojos ausentes.
-¿Qué? -preguntó.
Al
parecer había una controversia en curso sobre si se debía molestar a cierta
persona.
-Pero, si es su deber -se obstinaba en repetir el
“camisa roja”. Tenía incisivos de conejo. Añadió-: Le daré cuenta al
gobernador.
Un
policía preguntó:
-¿Se
confiesa culpable, verdad?
-Si -contestó
el cura.
-Ahí
está. ¿Qué más quiere usted? Multa de cinco pesos. ¿Para qué molestar a nadie?
-¿Y
quién cobra los cinco pesos, eh?
-Eso no
le importa a usted.
El cura
dijo de pronto:
-Nadie
los cobrará.
-¿Nadie?
-No
tengo en el mundo más que veinticinco centavos.
-¡En
nombre de Dios! ¿Qué ruido es ese...?
Los
policías se cuadraron con tosquedad y de mala gana.
-He
cogido a un hombre que llevaba alcohol encima -manifestó el “camisa roja”.
El cura estaba sentado mirando al suelo... –porque
fue crucificado... crucificado... crucificado... -Las palabras convencionales
paralizaban sus deseos de arrepentimiento. No sentía emoción, sino miedo.
-Bien -dijo
el teniente-, ¿qué le vamos a hacer? Los cogemos a docenas.
-¿Le
llevamos adentro? -inquirió uno de los hombres.
El
teniente echó una mirada a la encorvada y servil figura sentada en el banco.
-Levántese
-dijo.
El cura se puso en pie. “Ahora -pensó-, ahora”... Y
alzó los ojos. El teniente miraba a otro lado, más allá de la puerta donde se
paseaba cabizbajo el centinela de aquí para allá. La cara morena y contraída
tenía aspecto de extremada fatiga...
-No
tiene dinero -observó uno de los policías.
-¡Madre de Dios! -gruñó el teniente-. ¿Nunca les
podré enseñar...? –Dio dos pasos hacia el centinela y volvió atrás-:
Registradle. Si no tiene dinero llevadle a una celda. Dadle algún trabajo...
-Salió afuera y, de pronto, alzando la mano abierta
le pegó al centinela sobre un oído, diciendo-. Estás dormido. Camina como si
tuvieras un poco de orgullo... orgullo -repitió mientras la pequeña lámpara de
acetileno ahumaba el enjalbegado muro, y el olor de orines salía del patio
donde tranquilamente dormían los hombres, aprisionados en las redes.
-¿Hemos
de tomarle el nombre? -preguntó un sargento.
-Sí, claro -contestó el teniente sin mirarle,
andando de prisa y nervioso hasta más allá de la lámpara, hasta salir al patio;
allí permaneció sin cobijo, mirando alrededor, mientras la lluvia caía sobre su
pulcro uniforme. Su aspecto era el de un hombre con una idea fija, como si
estuviera bajo la influencia de una pasión secreta que rompiera la rutina de su
vida. Volvió atrás. No podía estar quieto.
El sargento empujó al cura hacia el cuarto
interior. Un vistoso calendario de anuncio colgaba sobre el desconchado
jabelgue: una joven mestiza de piel morena en traje de baño anunciando una agua
gaseosa. Alguien había escrito a lápiz, con primores de escolar aplicado, una
declaración fácil y presuntuosa sobre el hombre, que no tiene otra cosa que
perder sino sus cadenas.
-¿Nombre?
Sin
poder reprimirse contestó:
-Montes.
-¿Residencia?
Nombró al azar un pueblo. Hallábase absorto contemplando
su propio retrato. Allí estaba sentado entre los almidonados vestidos blancos
de primera comunión. Alguien había trazado un círculo alrededor de su cara para
destacarla. Había otro retrato en la misma pared: el del gringo de San Antonio,
en Tejas, requerido por asesinato y asalto de Bancos.
-Supongo -dijo el sargento, precavido-, que ha obtenido
usted esta bebida de algún forastero.
-Sí.
-¿Al
cual no puede usted identificar?
-No.
-Corriente
-dijo el sargento con beneplácito.
Era evidente que no deseaba levantar ningún gazapo.
Cogió al cura por un brazo con toda confianza y le condujo a través del patio.
Llevaba una gran llave como las que se emplean en las comedias morales o en los
cuentos de hadas a modo de símbolo. Unos cuantos hombres se movieron en las
hamacas; una hirsuta quijada colgaba de lado como pieza que no puede venderse sobre
el mostrador de una carnicería; una gran oreja rasgada; un muslo desnudo con
vello negro. El cura calculaba cuándo aparecería la cara del mestizo, engreída
por haberle reconocido.
El sargento abrió una pequeña verja y apartó con la
bota a alguien espatarrado delante de la entrada.
-Aquí son todos buenos compañeros, buenos
compañeros -pronunció abriéndose paso a puntapiés.
Un olor espantoso flotaba en el aire y alguien
lloraba en la oscuridad absoluta. El cura se demoró en el umbral intentando
ver; la negrura apelmazada parecía moverse y agitarse. Dijo:
-Tengo
tanta sed... ¿Podría beber agua?
La
fetidez le dio en las narices y sintió náuseas.
-Por la mañana -contestó el sargento-, por hoy ya
ha bebido usted bastante –y poniéndole, con miramiento, una mano en la espalda,
lo empujó adentro y dio un portazo.
Pisó una mano, un brazo, y apretó la cara contra
los hierros, protestando con horror desmayado:
-¡No hay
sitio! ¡No veo nada! ¿Qué gente es esta?
Fuera,
entre las hamacas, el sargento se echó a reír.
–¡Hombre,
hombre! ¿No había estado usted nunca en un calabozo?
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