MARLO
MORGAN
LAS
VOCES DEL DESIERTO
TRIGESIMNOVENA ENTREGA
28.
BAUTISMO
(1)
Tras
la lluvia torrencial aparecieron flores como por ensalmo. El paisaje pasó de
una nada estéril a una alfombra de color. Caminamos sobre flores, las comimos y
nos pusimos guirnaldas por todo el cuerpo. Fue maravilloso.
Nos
acercábamos a una costa, dejando el desierto tras de nosotros. La vegetación
era cada día más frondosa. Las plantas y los árboles eran más altos y
numerosos. La comida, más abundante. Había una nueva variedad de semillas, brotes,
granos y frutos silvestres. Un hombre hizo una pequeña incisión en un árbol.
Sostuvimos los nuevos pellejos de agua bajo la incisión y vimos cómo el agua
caía directamente del árbol al recipiente. Tuvimos la primera oportunidad de
pescar. El aroma del pescado ahumado persiste aun en mi memoria como un
preciado recuerdo. Hallamos también huevos en abundancia, tanto de reptiles
como de aves.
Un
día llegamos a orillas de un magnífico estanque.
No
habían dejado de bromear durante todo el día, prometiéndome una sorpresa
especial, y sin duda lo fue. El agua era fría y profunda. El amplio estanque
ocupaba una rocosa depresión fluvial rodeada de densos matorrales, en una atmósfera
selvática. Verdaderamente yo estaba muy entusiasmada, tal como imaginaban mis
compañeros de viaje. El estanque parecía lo bastante grande para nadar, así que
pedí permiso par hacerlo. Me dijeron que tuviera paciencia. El permiso me lo
concederían o negarían los habitantes que gobernaban aquel territorio. La tribu
realizó un ritual por el que solicitaban permiso para compartir el estanque.
Mientras entonaban su cántico, la superficie del agua empezó a rizarse. La
ondulación pareció iniciarse en el centro y moverse en dirección a la orilla
opuesta a la que estábamos. Apareció entonces una larga cabeza plana, seguida
por la rugosa piel de un cocodrilo, de cerca de dos metros. Había olvidado los
cocodrilos. Acudió otro a la llamada y entonces ambos salieron del agua y se
adentraron reptando entre el follaje. Cuando me dijeron que podía nadar, mi
entusiasmo original se había esfumado.
“¿Estáis
seguros de que han salido todos?”, pregunté mentalmente. ¿Cómo podían estar
seguros de que sólo había dos? Me tranquilizaron sumergiendo una larga rama de
árbol en el agua y tanteando. No hubo reacción en las profundidades. Apostaron
un centinela para vigilar el regreso de los cocodrilos y nos bañamos. Resultó
refrescante chapotear en el agua y flotar; por primera vez en mucho tiempo noté
la columna totalmente relajada.
Por
extraño que parezca, el hecho de que me sumergiera sin miedo en el estanque de
los cocodrilos fue en cierto modo el
símbolo de un nuevo bautismo en mi vida. No había descubierto una nueva religión,
pero sí una nueva fe.
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