JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
CUADRAGESIMOCUARTA ENTREGA
El sol le llegaba por
la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la
tierra.
La cara de Pedro Páramo
se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que
los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos:
«¡Están matando a don Pedro!».
Abundio Martínez oía
que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No
le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se
debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque
a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su
mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa,
adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La
Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una
patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio
aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba
incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males
tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora,
cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto
que le pidió. Y de nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allá
aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni
este sol ni ningún otro.
-¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.
Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella
mujer lo dejaban sordo.
Por el camino de Comala
se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en
hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar.
Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.
Los hombres que habían
venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
-¿No le ha pasado nada a usted, patrón?
-preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la
cabeza.
Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo
lleno de sangre en la mano:
-Vente con nosotros -le dijeron-. En un buen lío te
has metido.
Y él los siguió.
Antes de entrar en el
pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla
como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces
le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:
-Estoy borracho -dijo.
Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los
hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con
la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro
Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo.
Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas;
pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus
pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen
el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
«Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que
regresaras...
»... Había una luna
grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la
luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú.
Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de
estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana
San Juan.»
Quiso levantar su mano
para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra.
Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar
apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
«Ésta es mi muerte», dijo.
El sol se fue volteando
sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a
él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de
un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y
parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
«Con tal de que no sea una nueva noche», pensaba él.
Porque tenía miedo de
las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus
fantasmas. De eso tenía miedo.
«Sé que dentro de pocas
horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le
negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo,
hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz.»
Sintió que unas manos le tocaban los hombros y
enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
-Soy yo, don Pedro -dijo Damiana-. ¿No quiere que le
traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
-Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos
de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos
cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco
contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
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