G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
CUADRAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CAPÍTULO
DECIMOTERCERO
LA
TIERRA EN ANARQUÍA (6)
-Pero ¿qué demonios le
pasa a usted? -gritó el Profesor colgado a su brazo.
-¡Que se ha caído la
estrella de la mañana! -dijo Syme, mientras el auto rodaba hacia abajo, como otra estrella.
Los otros, no lo
entendieron. Pero, volviendo la vista, vieron venir por la cuesta la caballería
enemiga. A su cabeza, cabalgaba el buen posadero, envuelto en los inocentes
resplandores del día moribundo.
-¡El mundo se ha vuelto
loco! -gimió el Profesor ocultando el rostro entre las manos.
-No -dijo el Dr. Bull
con adamantina humildad- soy yo quien se ha vuelto loco.
-¿Qué haremos? -preguntó
el Profesor.
-En este momento -contestó
Syme con científico desinterés- lo que vamos a hacer es estrellarnos contra un
poste de luz eléctrica.
Y en efecto, un
instante después, el auto chocaba con catastrófico escándalo contra un objeto
de hierro. Otro instante más, y los cuatro hombres salían de entre los
escombros de un caos metálico, y el poste que los había detenido al borde de la
avenida yacía torcido como el tronco de un árbol roto.
-¡Vaya, algo hemos
destrozado -dijo el Profesor con leve sonrisa-. Siempre es un consuelo.
-También usted se está
volviendo anarquista -dijo Syme limpiándose la ropa por un impulso habitual de
asco.
-Todo el mundo lo es ya
-dijo Ratcliffe.
Entre tanto, el
posadero de los cabellos blancos y su ejército caían como un trueno por la
calle, mientras que, a lo largo del mar, un cordón de siluetas negras acudía
gritando. Syme asió una espada con los dientes, cogió otras dos bajo el brazo,
otra con la izquierda y la linterna en la derecha, y saltó de la avenida a la
playa baja.
Los otros saltaron tras
él, con tácita aceptación, dejando a sus espaldas los restos del auto y el
confuso gentío.
-Nos queda una
probabilidad favorable -dijo Syme quitándose de la boca el acero-. Sea lo que
fuere este pandemónium, la policía nos ayudará. Aquí no podemos quedarnos,
porque nos han cortado los caminos; pero en aquel rompeolas que entra en el mar
podremos defendernos mejor, como Horacio Cocles en el puente. Allí nos
mantendremos hasta que la policía nos socorra. Síganme ustedes.
Le siguieron descendiendo
la playa, y pronto sintieron bajo sus plantas, en vez de la arena marina, unas
piedras de pavimento. Adelantaron por el malecón bajo, larguísimo, que se metía
en la mar hirviente a modo de brazo. Cuando alcanzaron el extremo,
comprendieron que habían llegado al fin de sus trabajos. Se volvieron a
contemplar la ciudad.
La ciudad estaba
transformada, toda revuelta. A lo largo de la avenida de donde habían saltado a
la playa, se veía correr gente rumorosa que gesticulaba, agitaba los brazos y
los miraba con ferocidad.
En la masa oscura
aparecían manchones de luz, antorchas, linternas. Pero aunque la luz no
iluminaba los rostros enardecidos, hasta en la silueta más distante, hasta en
el menor ademán, se adivinaba un odio organizado. Era evidente que la maldición
de todos, había caído sobre los perseguidos, sin que éstos comprendieran por
qué.
Dos o tres hombres,
pequeños y negros como unos monos, saltaron de la avenida del muelle a la
playa, y se metieron por la arena gritando horriblemente e intentando ganar el
rompeolas por el lado del mar. El ejemplo fue seguido por otros, y toda la masa
negra empezó a derramarse del parapeto abajo como una negra mermelada.
Entre los primeros Syme
pudo distinguir al campesino del carro. Había entrado en la resaca montado en
un gran caballo de tiro, y blandía el hacha amenazándolos.
-¡El campesino!
-exclamó Syme-. ¡Los campesinos que no se habían sublevado desde la Edad
Media!...
-Aun cuando la policía
acudiera -dijo el Profesor-, no podría contra esta turba.
-¡Locura! -dijo Bull
desesperado-; necesariamente queda en la ciudad algún ser humano.
-No -dijo el pesimista
Inspector-. Somos los últimos representantes de la humanidad.
-Puede ser -dijo el
Profesor con aire vago; después, con voz soñadora, añadió-: ¿Cómo dice el fin
de la Dunciada?:
Ya ni el fuego público
ni el privado se miran brillar. Ya ni humana luz ni resplandores divinos.
¡Mirad! Tu negro imperio, oh Caos, es restaurado. Muere toda luz ante tu verbo
aniquilador. Tu mando, grande Anarca, deja caer la cortina. ¡Y todo lo envuelve
la noche universal!
-¡Silencio! -gritó Bull
de pronto-. He allí a la policía.
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