GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMONOVENA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (5)
La mujer
piadosa le susurraba algo; había logrado acercársele. Le decía:
-Padre,
¿quiere oírme en confesión?
-¡Hija
mía! ¡Aquí! No es posible. ¿Qué sería del secreto?
-Hace
tanto tiempo...
-Haga un acto de contrición por sus pecados. Debe
usted confiar que Dios lo tendrá en cuenta, hija mía...
–No me importa el sufrimiento... Esto no es nada. Por
la mañana mi hermana tendrá reunido el importe de mi multa.
En algún sitio, contra la pared, el placer
comenzaba de nuevo: era inconfundible: los movimientos, el jadeo y después el
quejido.
La mujer
piadosa gritó con furia:
-¿Por
qué no se lo impiden? ¡Brutos! ¡Animales!
-¿De
qué le serviría hacer un acto de contrición en ese estado de espíritu?
-Pero la
fealdad...
-No crea eso. Es peligroso. Porque de pronto
descubrimos que hay en nuestros pecados mucha belleza.
-¡Belleza!
-replicó con repugnancia-. Aquí. En esta celda. Rodeados de extraños.
-Mucha belleza. Los santos hablan de la belleza del
sufrimiento. Bueno, ni usted ni yo somos santos. Para nosotros el sufrimiento
es feo, tan sólo. El hedor, el amontonamiento y el dolor. Aquello, en
aquel rincón, es hermoso para ellos. Se necesita aprender mucho para ver las
cosas con ojos de santo. Un santo tiene un gesto sutil para la belleza y puede
despreciar a los paladares ignorantes como los de esos. Pero nosotros carecemos
de facultades.
-Es un
pecado mortal.
-No lo sabemos. Acaso. Pero yo soy un mal cura, ya
lo ve usted. Yo sé, por experiencia, cuánta belleza llevó Satán consigo al
infierno en su caída. Nadie dijo jamás que los ángeles caídos fueran los feos.
Oh, no; eran precisamente tan ágiles, hermosos y brillantes...
De nuevo
se produjo el quejido, una expresión de placer insoportable. La mujer gritó:
-¡Paradlos!
Es un escándalo.
El cura
sintió sus dedos en la rodilla que agarraban y escarbaban. Dijo:
-Todos somos compañeros de cárcel. En este momento
deseo beber más que cualquier cosa, más que a Dios. También esto es pecado.
-Ahora me doy cuenta de que es usted un mal
sacerdote -comentó la mujer-. No quería creerlo antes. Ahora sí. Simpatiza
usted con esos animales. Si el obispo le oyera hablar...
-Ah,
está muy lejos.
Pensó entonces en el anciano, allá en la capital,
alojado en una de esas casas piadosas, feas y cómodas, llena de imágenes y de
pinturas santas, diciendo misa los domingos en un altar de la catedral...
-Cuando
salga de aquí, escribiré...
El cura no pudo evitar la risa: la mujer no se daba
cuenta de que las cosas habían cambiado.
Dijo:
-Si llega la carta le interesará mucho saber que
estoy vivo. -Pero de nuevo se puso serio. Era más difícil sentir piedad
por ella que por el mestizo que una semana antes le alcanzara en el bosque; mas
el caso de ella tal vez fuera peor. Aquél tenía mucha disculpa: la pobreza, la
fiebre y humillaciones sin número. Le rogó-: Procure no estar iracunda. Rece
por mí en su lugar.
-Cuando
antes le maten, mejor.
No podía verla en la oscuridad, pero muchas caras
que recordaba de los viejos tiempos, seacomodaban a su voz. Cuando uno mira con
detención a un hombre o a una mujer, siempre llega a sentir piedad...; ésa es
una cualidad que la imagen de Dios trae consigo. Cuando miráis las arrugas junto
a los ojos, la forma de la boca, el modo de crecer el pelo, es imposible odiar.
El odio no es más que un fracaso de la imaginación. Empezó otra vez a sentir
una responsabilidad enorme por aquella mujer devota.
-¡Usted y el Padre José! -masculló ella-.
Las personas como ustedes son la causa de que el pueblo se burle de la
religión. Después de todo, se dijo él, tenía tantas disculpas como el mestizo.
Imaginóse la clase de salónen el cual pasaría sus días, sentada en una mecedora
y entre las fotografías familiares, sin tratar con nadie.
Le
preguntó con suavidad:
-No es
usted casada, ¿verdad?
–¿Para
qué quiere saberlo?
-¿Ni ha
tenido nunca vocación?
-No quisieron creerlo -contestó con amargura. Pensó
él: “Pobre mujer, no ha obtenido nada, nada en absoluto. Si al menos pudiera
encontrar la palabra conveniente...” Se apoyó contra la espalda,
desesperanzado, moviéndose con precaución para no despertar al anciano. Pero
las palabras adecuadas jamás le acudían. Encontraba más difícil que nunca
dirigirse a aquel tipo de mujeres. En otros tiempos hubiera sabido qué decirle,
sin sentir compasión alguna; hubiera pronunciado distraídamente una vulgaridad
o dos. Pero ahora sentíase inútil, era un criminal y debía tan sólo hablar a
los criminales: se había vuelto a equivocar tratando de abatir la vanidosa
seguridad de aquella mujer. Pudo haberla dejado en la creencia de que era él un
mártir. Se le cerraron los ojos y en el acto empezó a soñar. Le estaban
persiguiendo: se hallaba de pie ante una puerta golpeándola, suplicando le
admitieran; pero no contestaba nadie. Había una palabra, un “santo y seña” que
le habría salvado, pero no la recordaba. Buscó desesperado, al azar: California,
excelencia, leche. Veracruz. Los pies se le habían dormido, y se arrodilló ante
la puerta. Entonces comprendió por qué deseaba entrar: no le perseguían en
realidad, ello era un error. Su niña yacía junto a él con la cabeza
ensangrentada, y aquélla era la casa de un doctor. Golpeó la puerta y gritó:
“Aunque no pueda yo hallar la palabra verdadera, ¿no tendrá usted corazón?” La
niña se moría y le miraba con discernimiento de mujer adulta. Ella dijo: “¡Eh,
animal!”, y él se despertó llorando. No pudo haber dormido más de unos
segundos, porque la mujer aún hablaba de la vocación que las monjas rehusaron
reconocer. Dijo él:
-Eso la haría sufrir, ¿verdad? Sufrir de ese
modo... acaso sea mejor que ser monja y dichosa.
Y cuando hubo hablado pensó: “Una observación boba,
¿qué significa? ¿Por qué no sé decir nada que ella pueda recordar?”. Desechó el
esfuerzo: aquel lugar era como cualquier otro del mundo; la gente buscaba
desesperadamente momentos de placer y orgullo en los ambientes más apretados y
desagradables. No había tiempo de hacer nada digno de hacerse, y siempre soñaba
uno en escapar...
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