JUAN CARLOS ONETTI (1909 – 1993)
JACOB Y EL OTRO
TERCERA ENTREGA
II. Cuenta el
narrador (1)
Las tarjetas decían Comendador Orsini
y el hombre conversador e inquieto las repartió sin avaricia por toda la
ciudad. Se conservan ejemplares, algunos de ellos autografiados y con
adjetivos.
Desde el primer -y último- domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo para las
sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el lunes y el martes, a
la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el viernes, cuando el desafío
quedó formalizado y la curiosidad y el patriotismo de los sanmarianos empezó a
llenar el Apolo. Aquel mismo domingo fue clavado en la plaza nueva, con el
correspondiente permiso municipal, el cartel de desafío. En una foto antigua el
ex campeón mundial de lucha de todos los pesos mostraba los bíceps y el
cinturón de oro; agresivas letras rojas concretaban el reto: 500 pesos 500 a
quien suba al ring y no sea puesto de espaldas en 3 minutos por Jacob van
Oppen.
Una línea más abajo el desafío quedaba olvidado y se prometía una exhibición de
lucha grecorromana entre el campeón -volvería a serlo antes de un año- y los
mejores atletas de Santa María.
Orsini y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora bajaban
de Perú, Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el desafío y siempre
van Oppen pudo liquidarlo en un tiempo medido por segundos, con el primer
abrazo.
Los carteles evocaban noches de calor y griterío, teatros y carpas, públicos
aindiados y borrachos, la admiración y la risa. El juez alzaba un brazo, van
Oppen volvía a la tristeza, pensaba ansioso en la botella de alcohol violento
que lo estaba esperando en la pieza del hotel y Orsini sonreía avanzando bajo
las luces blancas del ring, tocándose con un pañuelo aún más blanco el sudor de
la frente:
-Señoras y señores... -era el momento de dar las gracias, de hablar de
reminiscencias imperecederas, de vivar al país y a la ciudad. Durante meses,
estos recuerdos comunes habían ido formando América para ellos; alguna vez,
alguna noche, ya lejos, antes de un año, podrían hablar de ella y reconocerla
sin esfuerzo, sin más ayuda que tres o cuatro momentos reiterados y
devotos.
El martes o el miércoles Orsini trajo en coche al campeón hasta el Berna,
concluida la casi desierta sesión de entrenamiento. La gira se había convertido
ya en un trabajo de rutina y los cálculos sobre los pesos a ganar tenían escasa
diferencia con los pesos que se ganaban. Pero Orsini consideraba indispensable,
para el mutuo bienestar, mantener su protección sobre el gigante. Van Oppen se
sentó en la cama y bebió de la botella; Orsini se la quitó con dulzura y trajo
del cuarto de baño el vaso de material plástico que usaba por las mañanas para
enjuagarse la dentadura. Repitió amistoso la vieja frase:
-Sin disciplina no hay moral -hablaba el francés como el español, su acento no
era nunca definitivamente italiano-. Está la botella y nadie piensa robártela.
Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay disciplina, hay
caballerosidad.
El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban turbios y
parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez, angustia”, pensó
Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta mañana.” Llenó el vaso con
caña, bebió un trago y estiró la mano hacia van Oppen. Pero la bestia se
inclinó para sacarse los zapatos y después, resoplando, segundo síntoma, se
puso de pie y examinó la habitación. Al principio, con las manos en la cintura,
miró las camas, la alfombra inútil, la mesa y el techo; luego caminó para
comprobar con un hombro la resistencia de las puertas, la del pasillo y del
cuarto de baño, la resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.
“Ahora empieza -continuó Orsini-; la última vez fue en Guayaquil. Tiene que ser
un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche cualquiera me
estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe, sabe que el único amigo
soy yo.”
El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación, con una
sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia adelante.
Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en el vaso de
caña.
-Gott -dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si escuchara
una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra, demasiado ajustada, y
los pantalones de vaquero que le había comprado Orsini en Quito-. No. ¿Dónde estoy?
¿Qué estoy haciendo aquí? -con los enormes pies afirmados en el piso, movía el
cuerpo, miraba la pared por encima de la cabeza de Orsini.
-Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel de un
país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso. No tengo
miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.
Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la cara, la
histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía no -pensó-, casi
en seguida.”
El gigante se bebió el vaso de caña y
estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.
-Nadie -dijo-. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis. Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un hombre, la lucha no es un hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.
Orsini hizo otro cálculo y se levantó
con la botella de caña. Llenó el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga
y pasó una mano por el hombro y la mejilla del gigante.
-Nadie -dijo van Oppen-. Nadie -gritó.
Tenía los ojos desesperados, después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y
sabiduría y vació el vaso.
“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.
-Unos meses, unas semanas -dijo Orsini-. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.
Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó suavemente:
Vor der Kaserne
vor dem grossen Tor
steht eine Laterne.
Und steht sie noch davor
wenn wir uns einmal widersehen,
bei der Laterne
wollen wir stehen
wie einst, Lili
Manen wie einst, Lili Manen.
Dijo la canción una
vez y media hasta que van Oppen puso la botella en el suelo y empezó a llorar.
Entonces Orsini se levantó con un suspiro y un insulto cariñoso y anduvo en
puntas de pie hasta la puerta y el pasillo. Como en las noches de gloria, bajó
la escalera del Berna secándose la frente con el pañuelo impoluto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario