GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CUADRAGESIMOQUINTA ENTREGA
XII
/ LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (4)
En unos cuantos
segundos oí su lerda pisada, y luego sentí que el toro estaba olfateándome por
todas partes. Después de eso, trató inútilmente de darme vuelta, supongo que
para examinarme la cara. Fue horrible soportar sus cornadas y quedarme inmóvil,
pero al cabo de un rato se sosegó un poco y se contentó con vigilarme,
olfateándome de vez en cuando la cabeza, y luego, dándose vuelta, olfateándome
los talones. Probablemente su teoría, si es que tenía alguna, era que yo me
habría desmayado de espanto al verle y que luego volvería en mí otra vez, pero
no estaba bien seguro qué parte del cuerpo daría las primeras señales de vida.
Cada cinco o seis minutos parecía impacientarse y empezaba a patearme, lanzando
broncos mugidos y salpicándome con espuma; por último, como no mostrara la
menor intención de alejarse, recurrí a
una medida sumamente temeraria, pues mi situación se iba haciendo cada momento
más y más desesperada. Esperé que el toro volviese la cabeza, entonces bajé
cautelosamente la mano hacia el revólver; pero antes de que alcanzara a
retirarlo enteramente de su estuche, notó el movimiento y giró con rapidez,
pateándome al mismo tiempo las piernas. En el momento preciso en que acercaba
su cabeza a la mía, le disparé el revólver en la cara y la repentina explosión
le espantó de tal manera que mostró los talones y arrancó sin detener una sola
vez su lerdo galope hasta que desapareció en la distancia. Fue una gloriosa
victoria, y aunque al principio apenas me mantuvieron las piernas, era tanto lo
tieso y adolorido que me sentí, que reí de contento y aun le disparé un balazo
al toro mientras se alejaba en lontananza, acompañando el disparo con un
agreste y jubiloso alarido triunfal.
Después de eso,
continué mi camino sin más interrupciones, y si no hubiese por el hambre tan
atroz que tenía y lo adolorido que estaba donde el toro me había pisado y
corneado, la caminata habría sido sumamente agradable, pues me iba acercando al
río Yí. El suelo se había puesto húmedo y verdoso y estaba sembrado de flores
silvestres, muchas de ellas desconocidas para mí, y tan hermosas y olorosas
eran, que en mi admiración casi olvidé el dolor. Se puso el sol sin que hubiese
divisado ni un rancho siquiera. En el cielo, hacia el poniente, resplandecían
los brillantes tintes del crepúsculo, y de entre el largo pasto llegaba el
triste y monótono chirrido de algún insecto de cantar nocturno. Pasaron volando hacia el mar, de
vuelta de los parajes donde se alimentaban, bandadas de gaviotas copetudas,
dando sus broncos y prolongados chillidos. ¡Qué afortunadas y felices se veían volviendo
con sus buches llenos a reposar en su querencia; mientras que yo, a pie y sin
cenar, me arrastraba penosamente como una gaviota aliquebrada a la que las
otras han dejado atrás! Luego apareció en el vasto firmamento hacia el
poniente, brillando grande y luminosa la estrella vespertina, heraldo de
aquella obscuridad que tan rápidamente se acercaba; entonces yo, cansado,
adolorido, hambriento, contrariado y abatido, me senté a meditar sobre mi
desesperada situación.
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