14/1/16

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA


CUADRAGESIMOQUINTA ENTREGA


XII / LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (4)


En unos cuantos segundos oí su lerda pisada, y luego sentí que el toro estaba olfateándome por todas partes. Después de eso, trató inútilmente de darme vuelta, supongo que para examinarme la cara. Fue horrible soportar sus cornadas y quedarme inmóvil, pero al cabo de un rato se sosegó un poco y se contentó con vigilarme, olfateándome de vez en cuando la cabeza, y luego, dándose vuelta, olfateándome los talones. Probablemente su teoría, si es que tenía alguna, era que yo me habría desmayado de espanto al verle y que luego volvería en mí otra vez, pero no estaba bien seguro qué parte del cuerpo daría las primeras señales de vida. Cada cinco o seis minutos parecía impacientarse y empezaba a patearme, lanzando broncos mugidos y salpicándome con espuma; por último, como no mostrara la menor intención de alejarse, recurrí  a una medida sumamente temeraria, pues mi situación se iba haciendo cada momento más y más desesperada. Esperé que el toro volviese la cabeza, entonces bajé cautelosamente la mano hacia el revólver; pero antes de que alcanzara a retirarlo enteramente de su estuche, notó el movimiento y giró con rapidez, pateándome al mismo tiempo las piernas. En el momento preciso en que acercaba su cabeza a la mía, le disparé el revólver en la cara y la repentina explosión le espantó de tal manera que mostró los talones y arrancó sin detener una sola vez su lerdo galope hasta que desapareció en la distancia. Fue una gloriosa victoria, y aunque al principio apenas me mantuvieron las piernas, era tanto lo tieso y adolorido que me sentí, que reí de contento y aun le disparé un balazo al toro mientras se alejaba en lontananza, acompañando el disparo con un agreste y jubiloso alarido triunfal.



Después de eso, continué mi camino sin más interrupciones, y si no hubiese por el hambre tan atroz que tenía y lo adolorido que estaba donde el toro me había pisado y corneado, la caminata habría sido sumamente agradable, pues me iba acercando al río Yí. El suelo se había puesto húmedo y verdoso y estaba sembrado de flores silvestres, muchas de ellas desconocidas para mí, y tan hermosas y olorosas eran, que en mi admiración casi olvidé el dolor. Se puso el sol sin que hubiese divisado ni un rancho siquiera. En el cielo, hacia el poniente, resplandecían los brillantes tintes del crepúsculo, y de entre el largo pasto llegaba el triste y monótono chirrido de algún insecto de cantar  nocturno. Pasaron volando hacia el mar, de vuelta de los parajes donde se alimentaban, bandadas de gaviotas copetudas, dando sus broncos y prolongados chillidos. ¡Qué afortunadas y felices se veían volviendo con sus buches llenos a reposar en su querencia; mientras que yo, a pie y sin cenar, me arrastraba penosamente como una gaviota aliquebrada a la que las otras han dejado atrás! Luego apareció en el vasto firmamento hacia el poniente, brillando grande y luminosa la estrella vespertina, heraldo de aquella obscuridad que tan rápidamente se acercaba; entonces yo, cansado, adolorido, hambriento, contrariado y abatido, me senté a meditar sobre mi desesperada situación.

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