21/1/16


ROLAND BARTHES

EL GRANO DE LA VOZ


(SEXTA ENTREGA)


El “grano” es el cuerpo de la voz que canta, en la mano que escribe, en el miembro que ejecuta. Si percibo el “grano” de una música y si atribuyo a este “grano” un valor teórico (es la asunción del texto de la obra), sólo me queda rehacer una nueva tabla de evaluación, individual sin duda, puesto que estoy decidido a escuchar mi relación con el cuerpo de aquel o aquella que canta o que interpreta y que esta relación es erótica, pero, en modo alguno, “subjetiva” (en mí no es el “sujeto” psicológico quien escucha; el goce que espera no va a reforzarlo -expresarlo-, sino, por el contrario, a perderlo). Esta evaluación se realizará sin ley: frustrará la ley de la cultura, pero, igualmente, la de la anticultura; desarrollará más allá del sujeto todo el valor que se esconde detrás de “me gusta” o “no me gusta”. Los cantantes y las cantantes, especialmente, vendrán a alinearse en dos categorías que se podrían llamar prostitutivas, dado que se trata de escoger aquello que no me escoge: exaltaré, pues, libremente, a determinado artista poco conocido, secundario, olvidado, quizá muerto, y me apartaré de determinada vedette consagrada (no demos ejemplos, sin duda sólo tendrían un valor biográfico), y llevaré mi elección a todos los géneros de la música vocal, incluyendo la popular, donde no tendré dificultad alguna para hallar la distinción del feno-canto y del geno-canto (algunos artistas poseen un “grano” que los demás, por conocidos que sean, no tienen). Aun más, fuera de la voz, en la música instrumental, el “grano” o su ausencia persiste; puesto que en ella ya no está la lengua para abrir la significancia en su amplitud máxima, está, al menos, el cuerpo del artista, que me impone de nuevo una evaluación: no juzgaré una ejecución según las reglas de la interpretación, los apremios del estilo (por lo demás, bien ilusorios), que, casi en su totalidad, pertenecen al feno-canto (no me extasiaré con el “rigor”, la “brillantez”, el “calor”, el “respeto hacia lo que está escrito”, etc.), sino según la imagen del cuerpo (la figura) que me ha sido dada: oigo con toda certitud -la certitud del cuerpo, del goce- que el clavecín de Wanda Landowska viene de su cuerpo interno, y no del pequeño encaje digital de tantos clavecinistas (hasta el extremo de que en ella es este un instrumento distinto); y, para la música de piano, sé inmediatamente cuál es la parte del cuerpo que actúa: si es el brazo, demasiadas veces musculoso como la pantorrilla de un bailarín, la garra (a pesar de los movimientos circulares de muñeca), o si, por el contrario, es la única parte erótica de un cuerpo de pianista: el pequeño cojín de los dedos, cuyo “grano” se oye tan raras veces (hay que recordar que parece existir hoy, bajo la presión del microsurco de las masas, un aplastamiento de la técnica; este aplastamiento es paradójico: todas las interpretaciones están aplanadas en la perfección; ya no existe otra cosa que feno-texto).



Todo esto se ha dicho a propósito de la música “clásica” (en su más amplio sentido); pero es evidente que la simple consideración del “grano” musical podría impulsar una historia de la música distinta a la que conocemos (esta es puramente feno-textual); si consiguiéramos afinar cierta “estética” del goce musical, concederíamos sin duda alguna menos importancia a la formidable ruptura tonal realizada por la modernidad.

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