GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CUADRAGESIMONOVENA ENTREGA
XIV
/ LAS MUCHACHAS DEL YÍ (1)
Mónica, la muchacha más
mentada, y la chiquilla llamada Anita eran, excepto yo, las únicas personas
allí presentes que no fueron arrebatadas por el entusiasmo del momento. Mónica,
el rostro pálido, silenciosa y casi apática, estaba ocupada en cebar mate a las
numerosas visitas; mientras que la chiquilla, al llegar la animación y el
griterío a su punto culminante, se asustó sobremanera y se agarró a la de
Alday, estremeciéndose y llorando lastimeramente. Nadie hizo caso de la
pobrecita, y, por último, se escabulló a un rincón y se escondió detrás de un
montón de leña. Su escondite estaba cerca de mi asiento, y después de rogarla
un poco, la persuadí a que lo abandonara y se viniera adonde yo estaba. Daba
compasión la pobrecita con su carita pálida y delgada y sus tristes ojazos
oscuros. Su pobre vestidito de percal sólo la cubría hasta las rodillas, y sus
piernecitas y pies estaban desnudos. Tendría unos siete u ocho años de edad;
era huérfana, y la mujer de Alday, no teniendo hijos propios, estaba criándola,
o por mejor decir, permitiéndole cobijarse bajo su techo. La atraje hacia mí y
traté de apaciguar sus temores y hacerla hablar. Poco a poco fue tomando
confianza conmigo y empezó a contestar a mis preguntas; entonces descubrí que,
a pesar de su tierna edad, era una pastorcita, y que pasaba la mayor parte del
día siguiendo, en su petiso, detrás de las ovejas. Su petiso y la muchacha
Mónica, que era su parienta -prima, la chiquilla la llamaba-, eran los dos
seres a los que parecía tener el mayor cariño.
-Y cuando te resbalas
del petiso, ¿cómo te subes otra vez? -le pregunté.
-El petiso es muy
mansito y nunca me caigo. A veces me bajo y entonces me güelvo a montar.
-¿Y qué haces todo el
día…, hablas y juegas?
-Le hablo a mi muñeca;
la llevo a caballo conmigo cuando salgo con las ovejas.
-¿Es muy bonita tu
muñeca?
Guardó silencio.
-¿Quieres permitirme
ver tu muñeca, Anita? Yo sé que tu muñeca me va a gustar, porque tú me gustas.
Me lanzó una ansiosa
mirada. Evidentemente la muñeca era para ella un ser muy precioso y no había
sido debidamente apreciada. Después de cierto desasosiego, me dejó y salió en
puntillas de la cocina; luego volvió otra vez, tratando, al parecer, de ocultar
algo del vulgo con su corta pollerita. Era su maravillosa muñeca…, la cara
compañera de sus correrías y cabalgatas. Temblando y azorada, me permitió
tomarla en las manos. Era, o por mejor decir, consistía en la pata delantera de
un carnero, cortada por la rodilla, y encima, a guisa de cabeza, llevaba una
bolita de madera forrada con un pedazo de trapo blanco; estaba envuelta en un
trozo de franela colorada que hacía de vestido; ¡un muñeco sátiro con una pata peluda
y el pie hendido! Alabé su apreciable rostro, su bonito vestido y sus monos
zapatitos; y todo esto que dije, colmó a Anita del más vivo placer.
-¿Nunca juegas con los
perros y gatos, Anita, o con los corderitos?
-Con los perros y
gatos, no. Cuando veo un corderito muy chiquito durmiendo en el suelo, me apeo
del petiso y me acerco a él, muy, muy cayaíta y lo agarro. El corderito trata
de escaparse; entonces le meto el dedo en la boquita y él chupa que chupa, y
luego se arranca.
-¿Y qué es lo que más
te gusta comer, Anita?
-¡Azúcar! Cuando el tío
compra azúcar, mi tía me da un terroncito. Hago que la muñeca coma un poquito;
también tomo un mordisquito y se lo doy a mi petiso en la boca.
-¿Qué cosa te gustaría
más, Anita: una gran porción de terrones de azúcar, o un lindo collar de
cuentas, o una niñita con quien jugar?
Esta pregunta excedía
de la comprensión de su pequeño y atrofiado cerebro, siempre alimentado de
cosas tan sencillas; así que tuve que hacerle la pregunta de diferentes
maneras, y, por último, cuando comprendió que sólo podría escoger una de las
tres cosas, decidió a favor de una niñita con quien jugar.
Entonces le pregunté si
le gustaban los cuentos; pero esto tampoco pudo comprenderlo, y después de
interrogarla un poco, descubrí que jamás en su vida había oído un cuento, y que
ni aun sabía lo que significaba.
-Escucha, Anita, y te
contaré un cuento -le dije-. ¿Has visto alguna vez por la mañana temprano, una
neblina blanca sobre el río Yí…, una neblina que desaparece cuando empieza a
abrasar el sol?
Dijo que sí, que muchas
veces había visto la neblina blanca por la mañana.
-Pues te contaré un
cuento de la neblina blanca y de una niñita que se llamaba Alma.
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