SAÚL IBARGOYEN
PORCA MISERIA (9)
ERA TEMPORADA de elecciones generales, la ciudad y el
país estaban en medio de grandes estremecimientos. Se presentaba por vez
primera en la política nacional un frente democrático y popular, de fuerte
tendencia a la izquierda, para tratar de romper el desgastado esquema
bipartidista (burgués, conservador y hasta de neta derecha) que gobernaba desde
hacía décadas.
Mi participación en el frente era la de un militante de
base, ya no joven, sin cargos de excesiva responsabilidad, que además no me
interesaban. El interés mío estaba en compartir tareas vinculadas con la
organización de las actividades y las cuestiones ideológicas en la baja clase
media. Siempre he mantenido un rechazo, aunque variable, con respecto a las
dimensiones del poder en todas sus formas, incluso del poder “suave”. Esto no
me acerca a posturas anárquicas o estrictamente individualistas, sino que me
permite diseñar una distancia crítica, una autonomía de pensamiento que, a su
vez, se apoya tanto en la experiencia de vida como en el estudio de las
realidades sociales y culturas, fuera de todo marco temporal.
Sería complicado relatar en este espacio la complejidad
de los procesos políticos de esa época. En el país había guerrilla, cuya
derrota anticiparía el golpe de Estado en el siguiente año, golpe contra el
pueblo y sus organizaciones democráticas. De ahí el origen de la dictadura
cívico-militar, con apoyos imperiales, que duraría cerca de doce años; de ahí
la salvaje represión, la tortura, las desapariciones, las cárceles, la sociedad
despedazada, el exilio. Y el regreso de una democracia todavía lastimada hasta
hoy, pese a los esfuerzos de gobiernos progresistas.
Dejemos eso para los politólogos. Decía que mis tareas
militantes iban dirigidas a segmentos de la clase media baja, llevaba yo buena
cifra de libros, folletos, hasta hojas sueltas, con resúmenes de los autores
clásicos en teoría política e historia. Llegaba a una casa de construcción
precaria o no acabada, en una zona casi al pie de nuestro cerro emblemático
reflejado en la bahía. Si salía alguien a la puerta, porque era común que nadie
apareciera, había que adoptar un discurso amable, nada agresivo, sencillo,
adecuado a las personas del barrio y a lo que suponíamos era su nivel
educativo, su modo de sobrevivencia.
Si nadie atendía, dejaba folletos por debajo de la
puerta y una tarjeta a colores en que se anunciaba nueva visita para otra
ocasión. Un muchacho de unos dieciocho años me acompañaba por razones de
seguridad. Era común que nos agredieran a distancia, arrojándonos piedras y,
más cerca, basura que recogían de la calle de tierra, puro polvo en verano,
puro barro en invierno.
Solamente en cuatro casas de varias manzanas logramos
dialogar con sus habitantes, obreros con escaso trabajo los hombres, modistas
baratas o sirvientas las mujeres. Hijos de edades variadas completaban cada
grupo familiar. Nuestra misión laica, que eso era, consistía en conformar
núcleos de lectura para analfabetas o quasi analfabetas; para los mayores
resultaba impensable asistir a escuelas nocturnas: sobrevivir es lo primero;
para los menores se presentaba la ocasión de mejorar los cursos del colegio, si
es que lo frecuentaban.
¿Por qué caminaba yo por tales rumbos? Pues, porque los
conocí justamente cuando las elecciones antes comentadas, en las que el frente
democrático fue vencido por la lógica del momento, que no excluyó la violencia.
Bien recuerdo con cierta periodicidad la imagen del
local político donde habíamos vivido tres días con varios jóvenes militantes,
sin siquiera ir a la casa a bañarnos, comiendo sándwiches de pan y jamón o
mortadela de relativa calidad. Nuestro trabajo era ensobrar las listas de
votación, indicar los sitios para votar a los vecinos, conseguir vehículos para
transportar a los votantes del frente, instruirlos para que también buscaran
adhesiones. La transportación, muy escasa, incluía bicicletas cuyos dueños
trasladaron a no pocos ciudadanos en el asiento trasero.
Una mujer de la barriada nos trajo botellas con agua de
la llave:
“Perdón, compañeritos. Pero no tenemos para pagarles
refrescos… Les puse limón exprimido y algo de azúcar.” Mínimos eventos que no
suelen aparecer en los libros de Historia con mayúscula, pero que los
antropólogos suelen apreciar.
El conteo de la votación señaló la victoria de las
fuerzas de derecha y sus aliados. Nos reunimos para terminar lo que restaba de
comida y bebida, ya en la noche. Debíamos regresar al día siguiente a limpiar y
dar orden al local. En las calles solo circulaban personas en grupos pequeños,
discutiendo y aun gritando, reflejos ideológicos y emocionales del mayor
acontecimiento político cada cinco años.
Volví a la otra mañana, con el sol primaveral en su
altura azul. La entrada de aquel local de un par de piezas y un estrecho cuarto
de aseo, estaba entreabierta. Sobre la mesa de tabla de pino y sobre los largos
bancos adonde habíamos desplegado nuestra modesta militancia, pude ver en la
semi claridad de un ámbito maloliente a cigarro, a sudores humanos, a
calcetines rancios, a los cuatro muchachitos que habían sido mis
ayudantes-compañeros durante setenta y dos horas. Ellos dormían vestidos y
descalzos, en un extraordinario estado de quietud, como respirando de a gotas
para que el sueño no terminara. Todavía me tiemblan los párpados cuando pongo
otra vez la mirada sobre aquella imagen de lucha democrática y libertaria, que
iba mucho más lejos que un simple conteo de votos. Perdimos esa vez, ganaríamos
varias elecciones más tarde, pero en definitiva, uno hasta se pregunta; ¿quién
pierde y quién gana? Además, sentí que aquel paisaje de pobrezas materiales se
había instalado secretamente en nuestra Historia
Esperé un rato no breve, uno de ellos levantó lentamente
la cabeza de la dura tabla, y ya sedente, preguntó como si hablara con una
sombra:
-¿Trajistes comida?
-Si, fuimos a
eso. Conseguí a crédito cuatro sándwiches y una botella grande de refresco.
Espero que alcance pa’ todos…
-No va alcanzar, seguro…
-Puedo cambiar mi reloj por más comida… lo dejo en
garantía…
-Ta bien, pongo también el mío… Después podemos arreglar
con los directivos del frente… Y los
vecinos podrían echar una mano, ¿no?
-Bueno, ahí voy, ustedes descansen.
-Voy al baño y duermo unos minutos más… Ah, ¿sabés? En
esta semana todo lo que comí fue aquí… Venía con hambre atrasada cuando llegué
al local…
En fin, ya no me ocupo de formar núcleos de lectores
como factor relevante de una política cultural, tampoco he regresado a aquella
sección de la ciudad. Solo contemplo, en mis viajes de eterno retorno, las
luces del emblemático cerro que navegan en la bahía, mezclándose con los rojos
fotones del crepúsculo.
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