ENRIQUE
ESTRÁZULAS (1942 – 2016)
EL
TATUAJE DEL PARAÍSO
Hugo
Giovanetti Viola
Enrique Estrázulas
saltó a la notoriedad tontovideana en 1968, cuando su segundo poemario terminó
llegando a placé en un importante concurso
nacional y Juan Carlos Onetti, haciendo renacer al legendario Periquito el Aguador, apedreó Marcha con un suelto donde no sólo
profetizaba que el autor de Fueye iba
a ser insoslayable en nuestro futuro literario sino asombrándose
sarcásticamente, además, de que algún otro plumífero incipiente pudiese haberle
ganado.
Yo era muy joven como
para darme cuenta de que aquel pequeño y saludable escándalo era digno de los
tsunámicos despelotes novecentistas, pero en el ambientún culturoso no pasó
nada. Marcha ya se había vuelto una fariseica
pasarela del glamour y el charco ninguneó olímpicamente la provocación del
Viejo.
A mí me sirvió, en
cambio, para comprar Fueye,
deslumbrarme con la garra gardelera y vallejiana de aquella poesía tan
refinadamente sufridora y me las arreglé para localizar al Quique en la
redacción de El País y pedirle que me
firmara un ejemplar.
Charlamos un rato
largo, y recién al bajar a la calle pude vichar la dedicatoria donde el hombre-muchacho de prestancia patricia me
pedía que no creyera en las mentiras de
Onetti.
Otra cosa que hice fue
rastrear al ganador del concurso, que ya vedetteaba en la página literaria de
un diario independiente de la época, y me di cuenta enseguida que atrás de lo
que escribía nunca iba a existir nadie.
(Con el tiempo hizo
muchísima “carrera” literaria, aquí y en Yanquilandia, garrapateó ponciopilatianamente a la guerrilla para
lucirse en Cuba, fue catedrático de Humanidades y terminó siendo uno de los
figurones culturales más paupérrimos y calamitosos de la administración
mujiquista.)
Yo me reencontré con
Estrázulas recién al volver de París en el 75, cuando él ya trabajaba en la
página literaria de El Día, donde
colaboró con la difusión de muchísima gente sin hacer distinciones de ningún
tipo.
(Al él, sin embargo, el
ambientún internacionalista ya lo había excomulgado de por vida desde que votó
a Wilson Ferreira Aldunate en el 71, pero durante la dictadura no hubo más
remedio que usarlo simpatiquísimamente.)
Y me acuerdo, Quique,
que una tarde muy soleada de otoño nos cruzamos en un boliche de 21 de
setiembre, nos tomamos dos jarras de tinto y pasamos a buscar a tu hijita María
porque yo me ofrecí a arrimarlos a Malvín en la camioneta de mi padre. Y a la
altura de la Isla de las Gaviotas se me ocurrió doblar por Enrique Estrázulas y
decirle a la niña de tus ojos que la calle se llamaba así en homenaje a vos y
ella miraba los cartelitos de las columnas y la inocencia le resplandecía como
en una Mañana de Reyes.
Hace pocos años nos
vimos en un acto que hubo en Agadu y me dijiste que nunca te ibas a olvidar del
paseo por Malvín.
Ahora te están velando
y te confieso que recién acabo de entender, escribiendo esta paginita
recordatoria, que aquella tarde fuimos tres niños anclados en el paraíso, como escribiste a propósito de Pepe
Corvina.
Y que esa fue tu
obsesión desde que empezaste a sentirte solo
como un clavo en una pieza que nunca más abrieron: ver entornarse la puerta
que Charlie Parker le hizo soñar a Julio para que contemplara un rayo de
eternidad radiante.
Y todo esto te lo
cuento directamente a vos porque Onetti tenía razón y después que escribiste Carta a mi padre te transformaste en un
poeta insoslayable de la literatura de todos los tiempos.
Acordate que al final
el huérfano sentencia: No olvides / que
después de la muerte ya no hay otra.
Y yo también creo eso.
Así que sosegadamente me despido con un “Hasta
pronto, hermano”.
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