GASTON
BACHELARD
LAUTRÉAMONT
(traducción de Angelina Martín del Campo)
QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA
VI. EL COMPLEJO DE
LAUTRÉAMONT
II (2)
Toda esta biología
artificial trata de sostenerse por medio de algunas observaciones científicas
rudimentarias; pero ese esfuerzo de racionalización, que es una pretensión ya
evidente al principio de la obra, se malogra. El mismo Wells lo siente; su
espíritu positivo de repente se ve tocado por la nostalgia del misterio. Para
tratar de volver plausible su obra, para borrar su aspecto simplista, su trazo
de sombría mascarada. Wells, al final de la novela, nos presenta al narrador
entre la razón y la locura, entre la realidad y los sueños. Así, en las últimas
páginas, la obra adquiere tal vez cierto interés para un psicólogo, puesto que
se penetra en el verdadero núcleo formador del relato.
En nuestra opinión, ese
núcleo formador es un complejo de Lautréamont, complejo sin vigor, desarrollado
sin fidelidad, sin sinceridad, que por consiguiente no ha podido dar una obra
poderosa, pero que de cualquier manera ha sostenido al escritor a lo largo de
una obra falsa y aburrida.
¿Cuál es aquí la marca
ducassiana? No es tan enérgica como podría serlo; no designa una fuerza activa,
una tentación irresistible; sólo es una solicitación puramente visual. Se trata
de la extraña costumbre de ver a un
animal particular en un rostro humano. Esa fue la idea directriz de la
fisiognomía de Lavater, que tuvo un éxito muy significativo a fines del siglo
XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX. Esta costumbre es una especie
de simpatía hacia la fuerza de la expresión, hacia la necesidad de expresar. Se
aferra a un indicio. Estabiliza una actitud pasajera. Nombra con la prontitud
de un Creador. Pone, para siempre, nombres de animales a un hombre, a una
familia. De una licantropía, hace un estado civil. Los señores Lobo, Liebre,
Gato, Gallo, Urraca, Borrego, Ciervo, Corzo, Toro, son nombres de un rostro de
antaño. Por el contrario, cuando un escritor da el nombre de un animal a un
personaje, inconscientemente le da el rostro correspondiente. Vigny, en Stello, (p. 104), al hablar de un
artillero, dice con toda naturalidad “la larga cabeza de mi apacible tejón”.
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