ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
QUINTA ENTREGA
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DE CÓMO EL MAESTRO DE CAPILLA JUAN SEBASTIÁN BACH, EMERGIÓ, COMO SAN
JORGE, DE LOS SONIDOS DEL ÓRGANO, Y LA SOLITARIA OYENTE HUYÓ, ESTREMECIDA, DE
LA IGLESIA; Y DE CÓMO LA JOVEN MAGDALENA LLEGÓ A SER LA ESPOSA DEL PRODIGIOSO
MÚSICO Y LE COMPRENDIÓ DEL TODO PORQUE LE AMABA
A Sebastián le gustaba la vida
tranquila de Cöthen y, en aquella época, tenía el propósito de que pasáramos
allí toda nuestra vida al servicio del buen duque, tan amante de la música.
Antes de celebrarse nuestra boda,
Sebastián y yo fuimos padrinos del hijo del Secretario del duque, Cristián
Halen. Ese día lo recordaré eternamente, pues fue la primera vez que me
presenté en público con mi novio. Mi traje azul, con muchos galones, me sentaba
muy bien; presentí, con íntimo encanto, que le gustaba y, desde entonces hasta
el día de su muerte, una palabra de aprobación suya valía para mí más que todos
los discursos de este mundo. Sus hijos pequeños nos rodeaban y entonces sentí,
por primera vez, que formábamos una familia. “La familia”, eso era, para él, el
concepto de la vida; sus mujer, sus hijos, su casa, ese era su mundo. Aparte de
los viajes que hizo a pie en su juventud, para oír a organistas célebres y
tocar en diversos órganos, y de sus viajes de servicio con el duque, durante
los cuales compuso los pequeños preludios y fugas reunidos bajo el título “El
clave bien temperado”, que a mí me han parecido la más deliciosa de las
músicas, a pesar de que no los había compuesto más que para que sirviesen de
ejercicio a sus discípulos; aparte de esos viajes, repito, vivió tranquilo en
si casa. Durante los años que vivimos en Leipzig, casi no salió. Su trabajo,
día por día, en la iglesia y en la escuela de Santo Tomás; los conciertos que
tenía que dirigir, sus composiciones y su hogar, llenaban por completo su vida.
Nunca viajó por dejarse admirar y obtener éxitos, como hacían muchos músicos
que no le llegaban ni al tobillo, pues si Dios concedió genialidad a algún hombre,
fue a Juan Sebastián Bach, a pesar de que, con excepción de algunos de sus
viejos discípulos son pocas las personas que todavía se acuerdan de su música.
Pero dejemos esto que me aparte de mi narración.
Nos prometimos en septiembre de 1721,
y en diciembre se celebró nuestra boda en casa de Sebastián; de modo que me
casé en la casa que había de ser mi hogar.
El amable príncipe Leopoldo me regaló
la corona de novia y tomó parte en la fiesta de nuestra boda con gran placer,
ya que ocho días después había de conducir al altar a la encantadora princesa
de Anhalt-Bernburg.
Cómo me demostró Sebastián su amor aquel
día, cómo lo transformó en un sueño delicioso, sólo podría comprenderlo quien
haya amado como yo.
Se dice que el día de la boda es el
día más feliz de la vida de una mujer. Lo seguro es que nunca hubo una joven tan
feliz, en ese día, como yo, porque, ¿quién iba a encontrar un marido como mi
Juan Sebastián Bach? A partir del día de la boda, ya no tuve más vida que la
suya. Era como una pequeña corriente de agua que la hubiese tragado el océano. Me
había fundido y mezclado en una vida más amplia y profunda de lo que la mía
hubiera podido ser jamás. Y conforme iba viviendo, año tras año, en su intimidad,
comprendía cada vez mejor su grandeza. Con frecuencia le veía junto a mí tan
poderoso, que me quedaba casi aterrada; sin embargo, le comprendía porque le
amaba. “El amor es el cumplimiento de la ley”. Esta sentencia la repetía con
frecuencia, sacándola de su gran Biblia luterana, que leía sentado en su sillón
de cuero, junto a la ventana, y en invierno al amor de la luna. Él podía
realmente decir, con Lutero: “Pocos son los árboles de aquel jardín de los que
yo no haya caer los frutos”. ¡Ah, cuando pienso en ello, qué recuerdos asaltan
mi corazón!
El día de la boda compuso para mí una
canción que luego escribió, con otras, en mi cuaderno de música:
A vuestro servidor le trae
Inmensa felicidad
Veros hoy tan jubilosa,
Mi bella y joven esposa.
A quien os contemple ornada
De vuestro traje de boda
Y de lirios coronada,
El corazón sonreirá
Por vuestro feliz aspecto.
¿Por qué, pues ha de extrañar
Que mis labios y mi pecho
Dejen su gozo exhalar?
Ese fue mi regalo de boda, presagio
de mi felicidad.
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