GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
XVIII
/ ¡DESCANSA EN TU ROCA, ANDRÓMEDA! (1)
Tengo poco que contar
de los turbulentos sucesos de los días siguientes días, y ningún lector que
haya estado enfermo de amor en su forma más aguda se admirará de ello. Durante
aquellos días me junté con una turba de aventureros, expatriados vueltos a su
tierra, malhechores y revoltosos, cada uno digno de estudio; pasábamos todos
los días haciendo ejercicio de caballería o en largas expediciones por el país
circunvecino, mientras que por la noche, al lado de la fogata del campamento,
oí contar bastantes cuentos románticos para haber llenado todo un libro. Pero
la imagen de Dolores no se apartaba un solo instante de mí, de modo que todo
aquel atareado período, que duraría unos nueve o diez días, pasó ante mis ojos
como una fantasmagoría o un intranquilo sueño, dejando en la memoria una
impresión muy confusa. No sólo me pesaba profundamente la gran pena que le
había causado a Dolores, sino que también lamentaba que mi propio corazón me
hubiese traicionado de tal manera que durante aquel tiempo la hermosa muchacha
a quien había persuadido a abandonar a sus padres, prometiéndole un eterno
amor, no fuera sino un vago recuerdo; tan grande era esta nueva e insensata
pasión.
El general Santa Coloma
me había ofrecido un nombramiento en su desarrapado ejército, pero como no
tuviera conocimiento de asuntos militares, prudentemente lo había rehusado,
pidiéndole, en cambio, como favor especial, que se me ocupara en las
expediciones que se hacían por los campos circunvecinos en busca de reclutas,
para apropiarse de armas, ganado y caballos, y para destituir a las menores
autoridades locales en las poblaciones, reemplazándolas por personas de su
propio partido. Me concedió este favor, de modo que desde por la mañana
temprano hasta tarde en la noche estaba generalmente a caballo.
Una noche, en el
campamento, me hallaba sentado al lado de la fogata, mirando fija y tristemente
las llamas; de pronto, los otros hombres que estaban ocupados jugando a los
naipes, o tomando mate, se pusieron precipitadamente de pie, cuadrándose al
mismo tiempo. Entonces vi al general parado cerca de mí, contemplándome
atentamente. Haciéndoles una seña a los hombres con la mano para que
continuasen su juego, se sentó a mi lado.
-¿Qué le pasa, amigo?
-me preguntó-. He notado que usted parece otra persona desde que se afilió a
nosotros. ¿Es que se arrepiente de haberlo hecho?
-¡No! -repuse, y no
sabiendo qué más decir, guardé silencio.
Me observó con
penetrante mirada. Sin duda debió de tener alguna sospecha de la verdad, pues
había ido conmigo a la Casa Blanca esa
última vez, y no era muy probable que sus ojos de lince no hubiesen notado la
frialdad con la que me había recibido Dolores en esa ocasión. Sin embargo, no
tocó el punto.
-Dígame, amigo
-continuó-. ¿En que puedo servirle?
Me reí.
-¿Qué puede hacer
usted, a no ser que me lleve a Montevideo?
-¿Por qué dice usted
eso?- repuso, animadamente.
-Porque ahora no somos
meramente amigos, como antes de haberme afiliado a su partido; usted es ahora
mi general; yo soy simplemente uno de sus soldados.
-La amistad es siempre
la misma, Ricardo. Ya que usted mismo ha cambiado de repente de giro de la
conversación, dígame francamente: ¿qué le parece a usted esta campaña?
Había un cierto
retintín en sus palabras, pero quizá era merecido. -Ya que usted me lo
pregunta, le diré que personalmente he tenido un gran desengaño al ver el poco
progreso que estamos haciendo. A mí me parece que antes de que usted esté en
situación de dar un golpe, el entusiasmo y el valor de su gente se habrán
desvanecido. Es imposible que pueda reunir un ejército medianamente eficaz, y
los pocos hombres de que usted dispone están mal equipados y les falta
disciplina. ¿No ve que una marcha sobre Montevideo, en estas circunstancias, es
imposible, y que se verá obligado a retirarse a sitios difíciles y apartados y
a batirse dispersando sus fuerzas en montoneras?
-¡No! -repuso-, no
habrá montoneras. Los Colorados disgustaron
con ellas al país cuando aquel arquetipo de tiranos y jefe de degolladores, el
general Rivera, desoló la Banda durante diez años. Es indispensable que
marchemos pronto sobre Montevideo. En cuanto al carácter de mis fuerzas, amigo
mío, no es un asunto que tal vez sería inútil discutir. Si yo pudiese importar
desde Europa un ejército bien equipado y disciplinado que peleara mis batallas,
seguramente lo haría. No pudiendo el estanciero oriental encargar a Inglaterra
una máquina segadora, tiene que ir a la pampa a buscar sus yeguas bagualas para
que le trillen su mies, y de igual modo, no teniendo yo sino unos cuantos
ranchos desparramados de donde sacar mis soldados, debo contentarme haciendo lo
que puedo con ellos. Y ahora, dígame, amigo: ¿desea usted ver que haga algo inmediatamente…,
por ejemplo, que se libre un combate en el que probablemente pudiésemos salir
derrotados?
-¡Sí!, eso sería mucho
mejor que la inmovilidad. Si usted tiene la fuerza, lo que debe hacer es mostrarla.
Se rio.
-¡Ricardo! -dijo-,
usted nació para ser oriental, pero al nacer, la naturaleza lo depositó
erradamente en un país que no era el suyo. Usted es valiente hasta la temeridad,
aborrece todo freno, ama a las mujeres hermosas y tiene el ánimo ligero; la
gravedad castellana con la que se ha revestido últimamente es, me parece, sólo
un capricho pasajero.
-Sus palabras son
altamente lisonjeras y me llenan de orgullo, pero no veo muy bien su relación
con el asunto que tratamos.
-Y sin embargo,
Ricardo, hay relación -replicó amablemente-. Aunque usted se niega a aceptarme
un nombramiento, estoy convencido de que en el fondo es uno de los nuestros; le
diré algo, en secreto, que sólo lo saben unos seis individuos aquí, en los que
tengo, por supuesto, entera confianza. Tiene mucha razón en decir que si
tenemos la fuerza, debemos mostrársela al país. Eso es cabalmente lo que estamos
ahora a punto de hacer. Se ha enviado contra nosotros un cuerpo de caballería,
y nos batiremos de aquí a dos días. Según mis informes, nuestras fuerzas están
más o menos equilibradas, aunque nuestros enemigos estarán, por supuesto, mejor
equipados. Nosotros escogeremos el terreno; y si nos atacan mientras estén
cansados, después de una larga marcha, o si hubiera algún desafecto entre
ellos, la victoria será nuestra, y después de eso, cada espada de los Blancos en la Banda será desenvainada
por nuestra causa. No necesito repetirle, Ricardo, que en la hora de mi triunfo
-si es que lo llego al alcanzar- no olvidaré mi obligación para con usted; mi
deseo es ligarle de alma y cuerpo a este país oriental. Sin embargo, es posible
que yo sea derrotado, y si en dos días estuviésemos esparcidos a los cuatro
vientos, permítame aconsejarle lo que debe hacer. No trate de volver
directamente a Montevideo, pues eso podría ser peligroso. Váyase a la costa del
sur, pasando por Minas, y cuando llegue al departamento de Rocha, pregunte por
el pueblecito Lomas de Rocha, a unas
tres leguas al oeste del lago. Allí encontrará a un tendero, a un tal
Florentino Blanco -también es un Blanco en
el fondo-. Dígale que lo he mandado yo, y pídale que le consiga un pasaporte
inglés en la capital; después de eso, no habrá ningún peligro en seguir su
viaje a Montevideo. Si alguna vez lo identificaran como partidario mío, puede
inventar cualquier historia para explicar su presencia en mis fuerzas. Cuando
recuerdo aquella conferencia sobre botánica que usted pronunció la vez pasada,
además de otras cosas, estoy convencido de que no le falta imaginación.
Después de darme otro
buenos consejos me dijo “buenas noches”, dejándome con la convicción, singularmente
desagradable, de que habíamos cambiado papeles, y que yo había andado tan poco
hábil en el nuevo papel como en el anterior. Él se había mostrado la franqueza
personificada, mientras que yo, recogiendo las máscara que él tirara, me la
había puesto, quizás, al revés, pues me había sentido sumamente incómodo
durante nuestra entrevista. Peor todavía, también estaba seguro de que la
máscara no había logrado ocultar mi fisonomía, y que él conocía tan bien como
yo la verdadera causa del cambio que había reparado en mí.
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