LECCIONES
DE VIDA
ELISABETH
KÜBLER-ROSS Y DAVID KESSLER
CUARTA ENTREGA
1
/ LA LECCIÓN DE LA AUTENTICIDAD (3)
A lo largo de la vida
nos formulamos, una y otra vez, estas preguntas. Estamos seguros de que, entre
el nacimiento y la muerte se produce una experiencia que llamamos vida. Pero
¿somos la experiencia o el experimentador? ¿Somos nuestro cuerpo, nuestros defectos,
la enfermedad que padecemos? ¿Somos una madre, un banquero, una oficinista o un
hincha deportivo? ¿Somos un producto de nuestra educación? ¿Podemos cambiar y
ser todavía nosotros mismos o estamos esculpidos en piedra?
Lo cierto es que no
somos ninguna de estas cosas. Sin duda, tenemos defectos, pero no somos
nuestros defectos. Puede ser que padezcamos una enfermedad, pero no somos ese
diagnóstico. Quizá seamos ricos, pero no somos nuestra solvencia. Y tampoco
somos nuestro curriculum vitae, nuestro barrio, nuestras calificaciones,
nuestros errores, nuestro cuerpo, los papeles que desempeñamos ni nuestros
títulos. Hay una parte de nosotros que es indefinible e invariable; una parte
que no se pierde ni cambia con la edad, la enfermedad o las circunstancias.
Existe una autenticidad con la que nacemos, vivimos y morimos. Somos sencilla,
maravillosa y plenamente nosotros.
Cuando observamos a las
personas que luchan y afrontan una enfermedad, nos damos cuenta de que para
averiguar quiénes somos tenemos que despojarnos de todo lo que no somos
realmente. Cuando observamos a los moribundos, ya no vemos esos defectos,
errores o enfermedades a los que antes prestábamos atención. Los vemos sólo a
ellos, porque al final de la vida son más auténticos, más sinceros y más ellos mismos,
como los niños.
Pero ¿acaso sólo
podemos ver quiénes somos en realidad al principio y al final de nuestra vida?
¿Acaso sólo las circunstancias extremas revelan las verdades comunes y, fuera
de esos momentos, somos ciegos a nuestro ser genuino? Esta es la lección clave
de la vida: descubrir nuestro ser auténtico y hallar la autenticidad en los
demás.
En una ocasión, alguien
preguntó a Miguel Ángel, el gran artista del Renacimiento, cómo creaba
esculturas como, por ejemplo, la Pietà o
el David. Él respondió que simplemente
imaginaba la estatua en el interior del bloque de mármol y eliminaba lo que
sobraba hasta revelar lo que siempre había estado allí. Aquellas maravillosas
estatuas, ya creadas y presentes desde siempre, sólo esperaban a ser reveladas.
Lo mismo ocurre con la gran persona que aguarda en nuestro interior para salir
a la luz. Todos tenemos la semilla de la grandeza. Las grandes personas no
poseen algo de lo que los demás carezcamos; sencillamente, se han despojado de
muchas de las cosas que se interponían en el camino de su mejor forma de ser.
Por desgracia, nuestros
dones innatos se encuentran con frecuencia ocultos bajo las capas de las
máscaras y los roles que hemos asumido. Roles como los de padre o madre,
trabajadores, pilares de la comunidad, cínicos, entrenadores, inadaptados,
animadores, buenas personas, rebeldes o hijos amorosos que cuidan a su padre
enfermo, que pueden convertirnos en rocas que cubren nuestro verdadero ser.
Algunas veces, los
roles nos son impuestos: “Espero que estudies mucho y llegues a ser médico”, “Compórtate
como una dama”, “Si espera usted progresar en esta empresa, tendrá que ser
eficiente y diligente”.
En otras ocasiones
asumimos ciertos roles con entusiasmo porque son, o nos lo parecen, útiles,
edificantes o lucrativos: “Mamá siempre lo hacía así, o sea que debe ser una
buena idea”, “Todos los guías de los Boy
Scouts son nobles y sacrificados, así
que yo también lo seré”, “En el colegio no tengo amigos, pero los chicos
populares practican el surf, de modo que yo también lo practicaré”.
A veces adoptamos roles
nuevos de forma consciente o inconsciente, cuando las circunstancias cambian y
nos vemos perjudicados por el resultado. Supongamos por ejemplo que una pareja
dice: “Todo era maravilloso antes de casarnos. Cuando lo hicimos, nuestra
relación dejó de funcionar.” Al principio, los miembros de esta pareja eran
simplemente ellos mismos, pero cuando se casaron adoptaron los roles que les habían enseñado. Intentaron ser un
esposo y una esposa. En algún lugar de subconsciente tenían una idea de cómo
debían ser un esposo y una esposa y actuaron conforme a esa idea en lugar de
ser ellos mismos y descubrir qué clase cónyuge querían ser. O, como un hombre
explicó: “Yo era bueno en mi papel de tío, pero me siento decepcionado por mi
actuación como padre.” Como tío, se relacionaba con sus sobrinos desde el
corazón, pero cuando se convirtió en padre, creyó que tenía un rol específico
que asumir. Sin embargo, ese rol se interpuso en su camino de ser él mismo de
una forma auténtica.
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