LOS TRES QUIJOTES Y
MIGUEL DE CERVANTES
Por Daniel Moreno Moreno
(Turia)
TERCERA ENTREGA
Con el Quijote de
1615, se recupera el tono cervantino, ahora, quizá, en un registro superior.
Desde el comienzo se enlaza con la discusión en torno al tipo de locura de don
Quijote y la realidad/ficción de los caballeros andantes. Pero enseguida se
introduce un nuevo, e importante, personaje, Sansón Carrasco, y un nuevo, y
perturbador, recurso: Carrasco le cuenta a Sancho, y este a don Quijote, que
“andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso
Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Así puede Cervantes evaluar su propia
obra, corregirla y comentarla; además de recoger las sospechas de los
personajes sobre la fidelidad del historiador de sus aventuras y de plantear
una nueva autorreferencia, sólo posible en el ámbito de la ficción literaria:
en la segunda parte del Quijote, que ya está escrita y que el
lector tiene en sus manos, los personajes se preguntan si el autor de la
primera parte piensa escribir la segunda parte de sus hazañas. Estrategia a la
que se suma el cada vez más acentuado desdoblamiento del narrador y la
transformación de los protagonistas. El Sancho de ahora “dice cosas tan
distintas, que no tiene por posible que él las supiese”. También don Quijote va
adquiriendo aspectos más ricos que en su versión anterior. Ahora, por ejemplo,
ambos suelen entretenerse con ricas y discretas pláticas a lo humanístico y se
muestran más juicios en sus encuentros, como ilustra la aventura con los
“recitantes de la compañía de Angulo el Malo”; por no hablar de los eternamente
válidos consejos que don Quijote da a Sancho cuando este parte como gobernador
o de las juiciosas reformas que Sancho dicta para su ínsula.
De modo que Cervantes es consciente de que sus personajes, en diez años,
han crecido y merecen mejor trato. Es manierismo sobre manierismo. De ahí que
la tercera salida sea muy distinta de las anteriores. Ahora, a la verdad con
que la acometen los dos protagonistas, se suma la doblez con que los anima
Sansón Carrasco, dado que espera verlos de vuelta vencidos por otro caballero
andante, que será él mismo disfrazado. La siguiente vuelta de tuerca consiste
en que ahora es Sancho quien construye una realidad ficticia —su inexistente
encuentro con Dulcinea del libro anterior y su actual aspecto de gran señora
acompañada de dos doncellas— y es don Quijote quien, incrédulo, se atiene a la
realidad desnuda. Y es en ese nivel, no en el de la realidad imaginada, donde
aparece el Caballero de los Espejos, sosteniendo además que ya ha vencido en
una batalla anterior al mismísimo don Quijote. Cuando se descubre a Sansón
Carrasco bajo el yelmo del Caballero, vuelven los encantadores a servir de
explicación, pero en sentido contrario al esperado, en espejo: “los
encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del
bachiller Carrasco”; explicación que, en este caso, es más lógica, desde el
punto de vista de don Quijote, que la contraria, y mucho más que la que sabe el
lector.
Como se ve, el Quijote de
1615 no sigue la traza de la aventura de los molinos de viento del primer Quijote cervantino,
camino que sí sigue, y del cual no se desvía en ningún momento, el Quijote de
1614. Cervantes aleja así a su protagonista de la locura alucinada para
encarnar cada vez más la locura cuerda propia de la condición humana. A ese fin
va dirigido el encuentro con don Diego de Miranda y el juicio que, con la
colaboración de su hijo don Lorenzo, establece en su casa sobre la locura
quijotesca. Tras analizarlo bajo todos los aspectos que muestra durante su
trato —Cervantes se muestra rico de ingenio para ello—, la conclusión es: “un
cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”, “entreverado loco, lleno de lúcidos
intervalos”. Y como cuerdo se comporta don Quijote en el pleito entre el
bachiller y el licenciado, durante las bodas de Camacho y en el dilema de los
amores de Camacho, Basilio y Quiteria. De modo que, para que, durante una hora,
se engolfe en sus imaginaciones en la cueva de Montesinos y se despierte
hambriento de “un grave y profundo sueño”, es necesaria la intervención de
alguna emanación subterránea. Acaso por este nuevo talante es por fin venta, y
ya no castillo, donde ocurre la famosa aventura del retablo de Maese Pedro.
Momento en el que, ahora sí, don Quijote, muy humanamente metido en la
historia, “parecióle ser bien dar ayuda a los que huían” y “comenzó a llover
cuchilladas sobre la titerera morisma”, aunque, ya calmado, afirma: “si me ha
salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen”. No es
hasta el capítulo 29 cuando don Quijote vuelve a tomar otros molinos,
emplazados esta vez dentro del cauce del Ebro, por “ciudad, castillo o
fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta
o princesa malparada”.
A partir del encuentro con los
desocupados duques, ya lectores aficionados del Quijote de
1605, se abre una amplia sección donde don Quijote ve confirmadas en la
realidad sus imaginaciones, al no percatarse de la tarea simuladora que hay
detrás —que merece la reprehensión de un eclesiástico, el cual, quizá por ello,
desaparece enseguida de la escena—. Se puede tomar el viaje de Clavileño como
quintaesencia del artificio, así como la no-ínsula donde Sancho gobierna. Pero
obsérvese que en todos estos sucesos don Quijote y Sancho simplemente se ven
llevados por las circunstancias. La situación es parecida a la planteada en
el Quijote de 1614 en la casa de don Álvaro primero y en la
del Archipámpano después, sólo que ahora se representa en un castillo de
verdad. Cervantes aprovecha que los duques han leído su primer Quijote para
volver de nuevo sobre la trama de la obra. Además trufa el relato principal con
historias diversas para, como se explica en el mismo texto, poder variar el
estilo y entretener así al lector/oidor. El asunto tratado ahora es
principalmente si Sancho es simple y bellaco o discreto y agudo; de él dice don
Quijote que “tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es
simple o agudo causa no pequeño contento” —como la contemplación La
Gioconda de Leonardo, se podría sugerir—. La duquesa añade el habitual
trino argumentativo al decirle a Sancho que “la villana que dio el brinco sobre
la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el
engañador, es el engañado”. Con lo cual está puesto el pie para que, tras el
operístico cortejo de encantadores, Merlín anuncie que Sancho habrá de darse
“tres mil azotes y trescientos en sus valientes posaderas” si se ha de
desencantar a Dulcinea. Condición cuyo cumplimiento sirve de contrapunto humorístico
y que se alarga hasta el fin de la obra. Recuperada la libertad —“uno de los
más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”— al dejar el castillo
de los duques, lo que no recuperan ya es el anonimato. Los lectores del
primer Quijote se encuentran por doquier: las zagalas que
representan la arcadia, don Jerónimo, el bandolero Roque Guinart y don Antonio
Moreno. Ya vencido por el Caballero de la Blanca Luna, vuelve, tras numerosas y
rápidas aventuras, a la aldea, donde muere. En definitiva, por cerrar las
comparaciones musicales, el segundo Quijote cervantino sería
toda una ópera real y dúctil como la vida misma.
Con todo, considero que el juego más
interesante es el que plantea Cervantes con sus numerosas alusiones al Quijote de
1614. El mismo Prólogo está dedicado por entero al autor “del segundo Don
Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en
Tarragona” y a responder a sus críticas personales. En el cuerpo de la obra, no
se alude a él hasta el capítulo 59, en un momento ciertamente singular.
Mientras don Quijote y Sancho cenan en una venta, “en otro aposento que junto a
don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique”, unos
caballeros leen el Quijote de 1614 “en tanto traen la cena”.
El momento es singular porque, con Sansón Carrasco y con el Duque, ya habían
tratado a alguien que había leído tal libro, pero ahora se encuentran con el
libro mismo, donde se cuentan, con diverso talante, como se ha dicho, otras
aventuras de casi otros personajes con el mismo nombre. Don Quijote no puede
admitir haberse olvidado de Dulcinea ni Sancho aguanta que se confunda el
nombre de su mujer ni que le tachen de borracho. El encuentro, con todo, es
suficiente para hacer cambiar la ruta prevista, ya que don Quijote afirma: “no
pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese
historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote
que él dice”. Así la ficción hace cambiar el curso de la realidad. La conclusión
de los caballeros pone de manifiesto la diferencia entre los dos libros, al
quedar “admirados de ver la mezcla que había hecho [don Quijote] de su
discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los
verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés”,
carentes del juego bifronte. Más adelante, ya en Barcelona, don Quijote, al
encontrarse que en una imprenta están corrigiendo el Quijote de
1614, afirma: “pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Con
su característico humor, Cervantes le hace contar a Altisidora que, en la
puerta del infierno, los demonios juegan a pelotear con libros, uno de los
cuales es “la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha,
no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él
dice ser natural de Tordesillas”, libro que, a juicio de un demonio, es “tan
malo que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.
En el capítulo 72, vuelve a darse
otro contacto de las realidades-ficción paralelas cuando los dos protagonistas,
de camino a la aldea, en otra venta, se encuentran nada menos que con don
Álvaro Tarfe, el caballero granadino que había sido el hilo conductor del Quijote de
1614 y que, como se informa, va ya de vuelta a Granada tras haber dejado a don
Quijote en la Casa del Nuncio de Toledo. Ahora ya no son lectores de aquel
libro los que hablan y comen con los personajes del Quijote de
1615, sino que se encuentran personajes de ambos Quijotes. La
contienda ahora no es entre la impresión recibida de un libro y los personajes
mismos, sino que la misma persona, don Álvaro, trata directamente con dos
Quijotes y dos Sanchos. ¡Qué genio el de Cervantes! Acaso por eso el
reconocimiento no sea, como en el caso anterior, inmediato; don Álvaro duda,
pero, al fin, dice tener “por sin duda que los encantadores que persiguen a don
Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo”.
Reconocimiento que don Quijote se empeña que deje por escrito “ante el alcalde
de este lugar”. Con todo, no las debía de tener todas consigo don Álvaro, “el
cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano
dos tan contrarios don Quijotes”.
Hasta en el testamento del ya cuerdo
Alonso Quijano el Bueno se cuela el “autor que dicen que compuso una historia
que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don
Quijote de la Mancha”, y es él, y no Cervantes, quien le pide perdón por
haberle dado pie a escribir “tantos y tan grandes disparates como en ella
escribe”. El mismo Cide Hamete la hace decir a su pluma que “para mí sola nació
don Quijote y yo para él: el supo obrar y yo escribir, solo los dos somos para
en uno, a despecho y a pesar del escritor fingido y tordesillesco que se
atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal
deliñada”. Y lo cierto es que tal autor no volvió a escribir las proyectadas
aventuras de don Quijote. Con todo, el mismo Cervantes, al nombrarlo tan
repetidamente, le aseguró conocimiento inmortal. Acaso sea este el último juego
planteado por un autor tan dado a escribir en cifra. Porque, tras el
entrelazamiento que Cervantes plantea entre los distintos Quijotes, ¿no deja
reservada para nuestra imaginación la hazaña del encuentro de los dos Quijotes
y los dos Sanchos en una venta/castillo situada en algún cruce de caminos? Los
actuales lectores, situados ante los tres libros, podemos disfrutar, quedar
admirados y, aun, resolver los enigmas planteados por el duelo entre los dos
don Quijotes y los dos Sanchos, y por el juego de realidades entrecruzadas
planteado por el hermético Cervantes.
En el conjunto de la obra de Miguel
de Cervantes, creo que sus dos Don Quijote de la Mancha corresponderían
al divertido-discreto Sancho mientras que los Trabajos de Persiles y
Sigismunda equivaldrían al esforzado y nada alegre don Quijote. Los
dos libros dedicados a don Quijote y a Sancho estarían escritos en momentos
ingeniosos, las dos partes donde se narran los sucesos acaecidos a
Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda serían su gran obra. Habrá sido el
correr de los tiempos el que ha hecho que perdamos esa perspectiva. Con
su Persiles, Cervantes quiso, como confesó en el Prólogo de
las Novelas ejemplares, competir con la famosa novela de Heliodoro,
las Etiópicas, también conocida con el título de Teágenes y
Cariclea. Tal intento se podría a su vez comparar con el logro de Miguel
Ángel en Florencia: superar con su imponente David al Goliat
de la escultura greco-latina.
REFERENCIAS
Cervantes, Miguel de (1605), El
ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, en idem., Don
Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 1-534.
— (1605), Don Quijote de la
Mancha. Primera parte. Dirección de Manuel Gutiérrez Aragón, Audio Libros
paloma negra, 18 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.
Fernández de Avellaneda, Alonso [sic]
(1614), Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha,
Poliedro, Barcelona, 2005.
Cervantes, Miguel de (1615), Segunda
parte del Ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en idem., Don
Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 535-1106.
— (1615), Don Quijote de la
Mancha. Segunda parte. Dirección de Bernardo Fernández y Alejandro Ibáñez,
Audio Libros paloma negra, 19 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.
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