CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
SEPTUAGESIMOTERCERA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO TERCERO
1 (2)
Mario y yo íbamos por
la ribera. Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas
del espacio, y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que
nos azotaba el rostro, se metía bajo nuestros mantos, y hacía revolar hacia
atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus graznidos y
aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la presunta cercanía de la
tempestad y exclamaba: “¿Adónde se dirigirán a tan insensato galope?”
Guardábamos silencio; sumidos en la fantasía, nos dejábamos transportar en alas
de esa carrera furibunda; el pescador, al vernos pasar con la rapidez del
albatros, y creyendo ser testigo de la fuga de los dos hermanos misteriosos, como se los llamaba por encontrárselos
siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro
paralizado, tras alguna roca inaccesible. Los habitantes de la costa habían
oído relatar cosas extrañas de esos dos personajes, que aparecían sobre la
tierra, en medio de las nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una
guerra pavorosa amenazaba clavar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o
cuando el cólera se aprestaba a lanzar el hondazo de la descomposición y la
muerte sobre ciudades enteras. Los viejos ladrones de restos de naufragios,
fruncían el ceño con aire grave afirmando que los dos fantasmas, con alas
negras de enorme envergadura que habían observado durante los huracanes, por
encima de los bancos de arena y los escollos, eran el genio de la tierra y el
genio del mar, quienes paseaban su majestad por los aires durante las grandes
conmociones de la naturaleza, estrechamente unidos por una amistad eterna, que
por su singularidad y grandeza ha engendrado el asombro en la infinita cadena
de las generaciones. Se decía que mientras volaban juntos como dos cóndores de
los Andes, les gustaba planear trazando círculos concéntricos en las capas de
la atmósfera más cercanas al sol, que se nutrían, en esos parajes, de las más
puras esencias de la luz, y que no se decidían sino de mala gana a volcar la
inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada por la que gira
el globo humano en delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre
ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se asesinan pérfidamente,
en secreto, en el centro mismo de las ciudades, con el puñal del odio o de la
ambición), y que se alimentan de seres tan plenos de vida como ellos, aunque
colocados algunos grados por debajo en la escala de las existencias. O bien,
cuando después de tomada la firme decisión -con el objeto de incitar a los
hombres al arrepentimiento mediante las estrofas de sus profecías- de nadar,
dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales donde un planeta
se desplaza en medio de espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de
imprecación y de befa, que se desprenden como vapores pestilentes de su
horrible superficie, y que parece pequeño como una bola, siendo casi invisible
a causa de la distancia, no dejaban de presentarse ocasiones en que se
arrepentían amargamente de su benevolencia incomprendida y menospreciada, e
iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para dialogar con el fuego vivo
que bulle en las cubas de los subterráneos centrales, o en el centro del mar,
para dejar que sus ojos desilusionados descansen plácidamente en los monstruos
más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, comparados con los
bastardos humanos.
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