IDEA
VILARIÑO
JULIO
HERRERA Y REISSIG: ESTE HOMBRE DE TAN BREVE VIDA
(prólogo de POESÍA
COMPLETA Y PROSA SELECTA, Biblioteca Ayacucho, 1978)
DECIMOSEXTA ENTREGA
La
torre de las esfinges, este extraño poema, que no lo habría
de parecer tanto tras las experiencias a que se iba a precipitar la poesía
pasada una década, fue escrito antes de su tiempo. Herrera se lanza a esta aventura
mientras la poesía francesa chapotea en la descorazonada zona que M. Raymond
llama le reflux y cuando no tienen
aun miras de surgir en Latinoamérica otras nuevas y difíciles aventuras
poéticas. Tal vez por eso, desde el comienzo, se fueron achacando sucesivamente
a la osada empresa inspiración y móviles espurios o despistados: esnobismo, drogas,
afán de singularizarse, delirio, juego. Y luego, por esta escritura, se ha ido
tachando a Herrera de oscuro, hermético, de barroco, de demencial; y se ha aconsejado
no buscar en ella un “tema” preciso. Nada de eso explica la espléndida parábola
que va de La vida a La torre. Ni la tendencia lúdica ni la
loca capacidad desintegradora y reintegradora ni la omnímoda libertad que
ejerce Herrera se bastan para explicar el poema ni la insistencia en esa idea
poética ni las coherencia esenciales que se escudan tras las aparentes
incoherencias.
La aducida oscuridad no
es tanta. Unas pocas notas al pie, como las que lleva La vida, hubieran liquidado los verdaderos enigmas; lo demás son
meros problemas de exégesis. Nada parece confirmar una voluntad de oscuridad
como, por ejemplo, la que animó a Góngora, quien declara en una carta (1) que
el entendimiento del lector “quedará más deleitado cuando, obligándolo a la
especulación por la oscuridad de la obra, fuera hallando, debajo de las sombras
de la oscuridad, asimilaciones a su concepto”. Es más posible que en su caso
actúen las tres causas de la oscuridad involuntaria que propone Valéry al
explicarla en la génesis de Ebauche d’une
serpent (2). Ella resulta, dice, de tres factores: “la propia dificultad de
los temas que se plantean al escritor”, la cantidad de “condiciones
independientes que se impone el poeta”, y, consecuencia de estos dos factores.
“la acumulación sobre un texto poético de una trabajo demasiado prolongado”. Es
posible que Herrera haya asumido lo que puede llamarse su hermetismo como una
forma de total libertad -dentro, eso sí, de una prisión formal rigurosísima-
libertad que se manifiesta diversamente, en el desparpajo léxico, en su
“arbitraria lógica” que tal vez se inspire en la de los cielos, en la osadía
semántica, en los cada vez más riesgosos alejamientos del término metafórico
con respecto al referente.
Tampoco es correcta una
de las más habituales calificaciones: la de poesía barroca. En todo caso habría
que decir manierista -siguiendo los criterios de Hauser-, porque le falta,
entre otras cosas, el patetismo del barroco, y por lo complejo y lo artificioso
de la forma, por una búsqueda de la originalidad llevada a veces hasta la
extravagancia, por el cúmulo de antítesis, de figuras entrelazadas, por la
mixtura de elementos graves y cómicos, sensuales e intelectuales, por sus cosas
que resultan ser otras, por cuanto hay en su poesía de mágico, de absurdo, de
insano, de sobrenatural, por la idea de lo incomprensible, de lo enigmático del
cosmos, por su concepción teatral del mundo y de la vida.
Es, sin duda, un poema
desconcertante, y el desconcierto inicial puede llevar al lector a preguntarse
en seguida si no hay allí, simplemente, dos poemas imbricados: uno constituido
por las partes I, II, IV y VI, que se ensañan con aquel mundo
exterior y nocturno; otro, por las partes III,
V y VII que apostrofan el ente
femenino y devorante. Serían dos poemas fáctica, léxica y retóricamente
distintos, ajenos. ¿Qué los liga? Ese “pitagorizador / que horoscopa de
ultra-noche”, ese de la “doble vista”, ese “búho de ojos de azufre” que “sobre
la torre, enigmático” “su canto insalubre sufre”. Y la relación de ese insomne
con la heteróclita noche que rodea su torre está aludida y declarada desde la primera estrofa: “Objetívase un
aciago / suplicio de pensamiento”. Hacia la noche de “opio” es abierto “el ojo
de una conciencia / profunda de espectroscopio”, que filtra y distorsiona, que
muda como un calidoscopio los colores y las formas y las relaciones del mundo
exterior.
La
realidad espectral
pasa
a través de la trágica
y
turbia linterna mágica
de
mi razón espectral.
O, tal vez más
expresamente, en esta otra estrofa clave:
Las
cosas se hacen facsímiles
de
mis alucinaciones
y
son como asociaciones
simbólicas
de facsímiles.
En la alta noche y en
la alta torre su yo padece difíciles avatares, oscuros naufragios; la escisión
del yo, que ya se había alegorizado en La
vida, se vuelve a dar aquí, y la conciencia se vuelve sobre sí misma:
En
la abstracción de un espejo
introspectivo
me copio,
y
me reitero en mi propio
como
en un cóncavo espejo.
El enfrentamiento con
lo insondable, con la arbitrariedad y el enigma cósmicos puede ser aun más
desquiciante, provocar en él una fractura más grave, y, también como en La vida, se lanza ahora en persecución
de una identidad que se le escapa:
En
el eco que refluye,
mi
voz otra voz me nombra,
y
hosco persigo en mi sombra
mi
propia entidad que huye.
Sus convicciones
metafísicas, sus certezas, que asoman aquí y allá no le son, sin embargo,
refugio ni áncora; monismo, panteísmo, pampsiquismo, el Inconsciente, el alma
del mundo están ahí, coherentes, pero el “genio de lo Absoluto” es lóbrego, “todo
es tiniebla / en la conciencia del mundo”; el Infinito “derrumba / su
interrogación huraña”, el Gran Todo inconsciente es tan aterrador como el
silencio de los abismos de Pascal. El cielo estupefacto tampoco ofrece mucho:
la música de las esferas es fingida y ni siquiera es más que un borrador:
Y
en su gran página atómica
finge
el cielo de estupor
el
inmenso borrador
de
una música astronómica.
Ni es tal el pretendido
orden de los mundos, la aparente lógica del estrellerío en que se hace corpórea
el alma del mundo.
Y
cunde ante la arbitraria
lógica
de la extensión
la
materialización
del
ánima planetaria.
Notas
(1) Fragmento de una
carta de Góngora tanscrito por E. Noulet en Études
littéraires, México, 1944.
/2) Frédéric Lefèvre, Entretiens avec Paul Valéry, Le libre,
París, 1926.
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