IDEA
VILARIÑO
JULIO
HERRERA Y REISSIG: ESTE HOMBRE DE TAN BREVE VIDA
(prólogo de POESÍA
COMPLETA Y PROSA SELECTA, Biblioteca Ayacucho, 1978)
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
Así, pues, construyó
Herrera en estas tres y en otras tantas direcciones, con total convicción, con
limpia maestría, con escindido lirismo. Si quisiéramos tocarlo, si intentáramos
buscar al hombre Herrera, deberíamos hacerlo en sus poemas “nocturnos”,
especialmente en La torre de las esfinges,
porque su organizada libertad es más desembozada, más reveladora, entrega más
cabos sueltos y muestra más nervios al desnudo. Y, en fin, porque si no
tuviéramos más remedio que creer que también estos versos son construcciones,
fabricaciones de arte desligadas, sustraídas a todo acaecer interior,
tendríamos, sí, que admitir que este hombre no fue más que un formidable
instrumento en disponibilidad. Nada menos pero nada más.
Y no. Lo más que
podemos decir es que con La torre Herrera
se internaba en 1909, poco antes de morir, prematura y tal vez
inexplicablemente, por un camino que no estaba en los mapas, un camino que
quizá descartaría en seguida -su próximo o contemporáneo y último trabajo fue
la Berceuse blanca- y que, a sus
treinta y cinco años, la muerte cortó un proceso, canceló una imprevisible
carrera de poeta.
Pese a que con aquel
poema llegó tan lejos y pisó el terreno de máximo riesgo, no parece haber sido
el punto de partida de nadie. Sus imitadores de borrada memoria repitieron casi
siempre sus Éxtasis de la montaña.
Creacionistas y ultraístas, que pusieron “de nuevo en la actualidad literaria
el nombre de Herrera y Reissig”, como dice Emilio Oribe, parecen haber agotado
su entusiasmo en las osadías metafóricas, en las complejas e inusitadas figuras
de sus sonetos. Ni sus grandes contemporáneos -Rilke, 1875; Machado, 1875;
Valéry, 1871- corrieron por entonces y a tal punto los riesgos que los
acercarían a lo que estaba llegando: el manifiesto futurista es de 1909, Dadá,
de 1916, el surrealismo, de 1922. El chileno Huidobro, que en 1918 lanza el
“creacionismo”, reclama en Altazor III,
cosas que Herrera ya había concedido:
Hay
que resucitar las lenguas
con
sonoras risas
con
vagones de carcajadas
y
cataclismos en la gramática.
Sea como fuere, tal vez
no es inexacto afirmar que fue Herrera quien en Latinoamérica se adelantó a
estos cataclismos, a estas razonadas violencias y destrucciones y a esos
desacatos del signo y de la coherencia que dejaron por el camino al lector
corriente y que dejaron por momentos a la poesía como una rueda loca girando en
el vacío.
Y si en Herrera parece
inexplicable tanta libertad sometida a tanto freno, si parece contradictorio el
desenfreno retórico, semántico, hasta estructural del poema dentro de las
formas rígidas del verso y de la rima difíciles y perfectos, recordemos que a
tan poco de nuestro romanticismo había dos rebeliones formales posibles -aparte
de la organización sintáctica y de la relación significante, de la deformación,
de la risa y de la mueca-, dos rebeliones que podían afectar ya a la
formulación retórica, ya a la versificación. Esta última podía deshacerse del
molde convencional del verso e ir al puro ritmo, o podía aceptarlo e incluso
irse al otro extremo, a una extremada, inaudita exigencia que no dejara punto
de contacto con la autocomplaciente y desdeñada facilidad romántica, empleando
la prosodia, como decía Valéry, “comme un obstacle qui use la facilité”. Y casi
no podía esperarse otra cosa en alguien tan espléndidamente dotado para ello.
Su rebelión, sus rebeliones, fueron las otras.
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