CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
SEPTUAGESIMOCUARTA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO TERCERO
1 (3)
Al arribo de la noche y
su propìcia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con creta de pórfido y
desde las corrientes submarinas, para dejar, muy lejos, el orinal rocoso donde
se desahoga el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que ya no les fuese
posible distinguir la silueta del planeta inmundo. Entonces, pesarosos por su
infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que compadecían su dolor, y
ante la mirada de Dios, se abrazaban llorando, él ángel de la tierra y el ángel
del mar… Mario y el que galopa a su lado no desconocían los vagos y
supersticiosos rumores que hacían circular, durante las veladas, los pescadores
de la costa, cuchicheando alrededor del hogar con las puertas y ventanas
cerradas, mientras el viento de la noche, que busca calentarse, hace oír sus
silbidos alrededor de la cabaña de paja, y sacude vigorosamente esas frágiles
paredes rodeadas en su base por trozos de conchas acarreadas por las
ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué se dicen dos corazones
que se aman? Nada. Pero nuestras miradas lo decían todo. Le advertí que ciñera
más el manto alrededor de su cuerpo, y él me hizo notar que mi caballo se
separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro
como por la propia; no nos reíamos. Intenta dirigirme una sonrisa, pero percibo
en su rostro la carga de las terribles impresiones que en él grabó la
reflexión, perpetuamente atentas a las esfinges que desconciertan con su mirada
oblicua las grandes ansiedades de la inteligencia de los mortales. Comprobando
la inutilidad de sus manejos, desvía los ojos, muerde su freno terrestre
babeando de rabia, y contempla el horizonte que huye delante de nosotros. A mi
vez, procuro recordarle su juventud dorada que sólo pide penetrar en los
palacios de los placeres como una reina, pero él nota que las palabras brotan
con dificultad de mi boca demacrada, y que mis años primaverales han pasado,
tristes y helados como un sueño implacable que pasea sobre las mesas de los
banquetes y sobre los lechos de raso donde dormita la pálida sacerdotisa del
amor, pagada con el relumbrón del oro, las voluptuosidades amargas del
desencanto, las arrugas pestilenciales de la vejez, los pavores de la soledad y
las llamaradas del dolor. Al comprobar la inutilidad de mis manejos, no me asombro
de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece provisto de sus
instrumentos de tortura, en toda la aureola resplandeciente de su horror;
aparto los ojos y contemplo el horizonte que huye delante de nosotros… Nuestros
caballos galopaban a lo largo de la costa, como si rehuyeran la mirada humana…
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