GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMOSEPTIMOSEGUNDA ENTREGA
XIX
/ CUENTOS DE LA TIERRA PURPÚREA (3)
-Le contaré la cosa más
curiosa que jamás me ha pasao a mí -dijo Blas Arias-. Estaba yo viajando solo
-por asuntos míos- en la frontera del norte. Atravesé el río Yaguarón, dentré
en el territorio brasileño y anduve un día entero por el gran llano pantanoso,
donde los juncos estaban secos y muertos, y no había más agua que algunos
charcos barrosos. Era un lugar de quitarle a uno tuito el gusto por la vida. Lo
que se estaba poniendo el sol y ya había perdido tuita esperanza de llegar al
fin de aquel desierto, descubrí una tapera. Era de unos quince pasos de largo,
con sólo una puertecita y no parecía estar habitá, pues naides me contestó a
pesar de dar güeltas la tapera gritando a tuita voz. Oí gruñidos y chillidos
que venían de adentro, y luego salió una chancha seguida por su cría; me miró y
volvió a dentrarse. Habría seguido caminando adelante, pero estaban muy
cansados mis fletes; además, parecía que juéramos a tener una tempestá de
truenos y rejucilos, y no se vía ningún otro rancho ande pasar la noche. Ansina
que desensillé mi caballo, solté la tropilla y llevé mi recao y otras pilchas
pa adentro. La pieza era tan chica que la chancha con su cría la ocupaba tuita;
había, sin embargo, otra pieza, y al abrir la puerta, que estaba cerrada,
dentré y hallé que era mucho más grande que la primera; también vide en un
rincón una cama muy sucia hecha de cueros, y en el suelo, un montón de cenizas
y una olla negra. No se veía otra cosa sino güesos viejos, pedazos de palo y
otra basura desparramá por tuitas partes. Temiendo que el dueño de esa cueva
inmunda juese a hallarme desprevenido, y no encontrando en ella nada que comer,
volví a la primera pieza; eché ajuera a los chanchos y me senté en mi recao a
esperar. Empezaba ya a escurecer cuando de repente se apareció a la puerta una
mujer con un atao de leña. En mi perra vida, señores, he visto nada más
asqueroso ni más horrible. Su cara era dura, muy áspera y negra como la corteza
del ñandubay, mientras que en la cabeza tenía una porra que le llegaba hasta
los hombros, seca y de un color a tierra. Tenía el cuerpo largo y grueso y las
rodillas y los pies enormes, pero parecía pimea porque apenas tenía piernas;
estaba vestida con unas mantas de caballo, viejas y rotosas, atadas al cuerpo
con una lonja. Me miró con unos ojitos de ratón; entonces, poniendo su atao en
el suelo, me preguntó qué era lo que quería. Le dije que era un viajero muy
cansao y que quería algo de comer y donde alojarme. “Alojamiento puede tener
-dijo ella-, comida no hay. Y con eso, tomando su atao, se jue a la otra pieza,
cerró la puerta y le echó el cerrojo por el lado de adentro. La mujer no era pa
enamorar y no había el menor peligro que yo juera a intentar de dentrar a su
pieza. Era una noche negra y tempestuosa y luego empezó a llover a cántaros.
Varias veces la chancha con sus crías dentraron gruñendo pa buscar abrigo, y
tuve que levantarme y echarlos a rebencazos pa juera. Por último, oí por el
tabique que separaba las dos piezas, un ruido como si aquella asquerosa mujer
estuviese haciendo juego, y luego dentro por las hendijas el olorcito a carne
asada. Eso me llamó la atención porque yo había buscao por tuita la pieza y no
había encontrao nada de comer. Colegí que ella la habría traído debajo de las
mantas, pero ánde la había conseguido era un misterio. Por último, empecé a quedarme
dormido, llegaron a mis oídos ruidos de truenos y del viento, de los chanchos
gruñendo a la puerta y el sonido del juego que venía de la pieza de la bruja.
Pero luego parecieron mezclarse otros ruidos, se oiban las voces de personas
que hablaban, también risas y canto. Entonces desperté bien, y encontré que las
voces venían de lotra pieza. Alguien estaba tocando la vigüela y cantando,
otros hablaban en voz alta y réiban. Traté de mirar por las hendijas de la
puerta y la paré, pero jué al ñudo, Muy arriba, en el medio del tabique, había
una hendija grande por la que pareció que se podría ver el interior, juzgando
por la luz del juego que por ay pasaba. Arrimé mi recao a la paré, doblé mis
ponchos y pellones dos o tres veces, y los puse uno encima del otro hasta que
los había amontonao del alto de la rodilla. Subiéndome sobre el recao y
agarrándome del tabique con las uñas, conseguí asomarme por la hendija. La
pieza estaba muy iluminá por un gran juego de leña que ardía en un rincón,
mientras que tendida en el suelo había una gran manta colorada y sentada sobre
ella estaba la gente a la que había oído, con fruta y botellas de vino por
delante. Ay estaba la asquerosa vieja bruja viéndose casi tan alta sentá como
pará; estaba tocando la vigüela y cantando una toná portuguesa. En la manta a
sus pies estaba recostada una negra alta bien hecha; estaba casi desnuda; sólo llevaba
puesta una faja angosta de género blanco alrededor de la cintura y unos anchos
brazaletes de plata en sus gordos brazos negros. Estaba comiendo una banana, y
apoyada en sus rodillas, que tenía encogidas, estaba una bonita chiquilla de
quince años de edá, pálida y morena. Estaba vestida de blanco, tenía los brazos
desnudos y una banda de oro le sujetaba el pelo que le caiba suelto sobre la
espalda. Delante de ella, de rodillas en la manta, había un viejo mulato, la
cara arrugada como una nuez y con una barba blanca como la alcachofa. Con una mano sostenía el brazo de la chiquilla y con la
otra le ofrecía una copa de vino. Esto lo vide de una sola mirada, y entonces
tuitos miraron pa arriba a la hendija como si supieran que alguien los estaba
aguaitando. Me eché atrás asustao y caí al suelo ¡pataplum! Entonces oí que se
reiban, pero no me atreví a mirarlos otra vez. Llevé mi recao al otro lado de
la pieza y me senté a esperar la mañana.
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