LECCIONES
DE VIDA
ELISABETH
KÜBLER-ROSS Y DAVID KESSLER
DUODÉCIMA ENTREGA
2
/ LA LECCIÓN DEL AMOR (3)
DK
Una mujer, azafata de
la TWA, compartió con nosotros esta historia:
“Yo era amiga de una
azafata del vuelo 800. Un día la telefoneé porque me acordé de ella; hacía
tiempo que no habíamos hablado y la echaba de menos. Le dejé un mensaje en el
buzón de voz pidiéndole que me llamara. Pasaron unos días y yo me enojé más y
más porque no respondía a mi llamada. Mi marido me dijo que simplemente la
telefoneara de nuevo o que grabara lo que quería decirle en el contestador. Yo
sabía que, con toda probabilidad, ella debía de estar ocupada y que cuando
tuviera un momento libre me llamaría. A pesar de todo, cada vez me sentía más y
más enfadada. Retuve mi amor y le cerré mi corazón. Al día siguiente su avión
se estrelló. Lamento profundamente no haberle dado mi amor sin reservas. Estaba
jugando con el amor.”
Le dije a aquella mujer
que no fuera tan dura con ella misma, que su amiga sabía, gracias s sus años de
amistad, que ella la quería. Aquella mujer necesitaba perdonarse y darse cuenta
de que actuaba con ella misma como había actuado respecto a su amiga cuando no
respondió a su llamada. Estaba midiendo el amor por un solo momento, por una
acción y había decidido cerrar su corazón. Debemos ver el amor de un modo
global, no en sus detalles. Los detalles, como el de la llamada telefónica,
pueden distraernos del amor verdadero. La historia de aquella mujer es un
ejemplo de cómo las reglas, los juegos y las mediciones interfieren en la
expresión del amor que sentimos los unos por los otros. Es una lección dura de
aprender.
Para volver a abrir
nuestros corazones, debemos estar dispuestos a ver las cosas de un modo
distinto. Con frecuencia cerramos nuestros corazones y somos intolerantes
porque no sabemos lo que le ocurre a la otra persona: no la comprendemos, no
sabemos por qué no responde a nuestras llamadas o por qué nos grita, de modo
que dejamos de amarla. Nos cuesta muy poco hablar de nuestras heridas, de
nuestro dolor y de los injustos que los demás han sido con nosotros. Lo cierto
es que cuando no nos ofrecemos nuestras sonrisas, nuestra comprensión y nuestro
amor, nos traicionamos lo unos a los otros. Retenemos los dones más valiosos
que Dios nos ha otorgado. Esta falta de entrega es mucho más grave que lo que
la otra persona haya hecho o dejado de hacer.
Una noche, una mujer de
noventa y ocho años nos habló sobre la vida y el amor:
“Mi madre, con quien
crecí, desconfiaba de los hombres. Según ella, su única utilidad era
proporcionarnos seguridad económica. Yo seguí sus pasos y no permití que el
amor entrara en mi vida. ¿Por qué había de desear semejante problema? El único
hombre a quien quise y en quien confié fue mi hermano. Él lo era todo para mí:
mi hermano mayor, mi amigo y mi protector. Se casó con una mujer maravillosa.
Cuando yo tenía cerca de treinta años, mi hermano se puso muy enfermo. Los
médicos no sabían con seguridad qué le pasaba. Yo estaba con él en el hospital
y, de algún modo, sabíamos que iba a morir. Le dije que no quería vivir en un
mundo en el que él no estuviera y me respondió que la vida había significado
mucho para él y que, aunque se acercara a su fin, no cambiaría nada de lo que
había vivido… excepto a mí. Me dijo: “Me temo que te vas a perder la vida, tu
vida, y te perderás el amor. No lo hagas. En este viaje que llamamos vida,
todos deberíamos sentir el amor. En el fondo, no importa a quién, cuándo o
durante cuánto tiempo ames, sólo importa que lo hagas. No te lo pierdas. No
realices este viaje sin amor.”
“Yo tuve una mejor vida
gracias al mensaje de mi hermano. Podía haber seguido desconfiando de los
hombres, podía haberme convertido en algo inferior a una mujer, inferior a una
persona. Pero superé mi desconfianza y mis miedos e intenté vivir la vida que
mi hermano quería para mí. Tenía mucha razón. Disponer de este período de
tiempo, de esta vida, y no amar sería no experimentar la vida con plenitud.”
Muchos de nosotros
aprendemos cosas del amor o, mejor dicho, de la protección, como lo hizo
aquella mujer. Aprendemos pronto a no confiar en los hombres, las mujeres, el
matrimonio, los padres, la familia política, los compañeros de trabajo, los
jefes e incluso la vida misma. Personas bien intencionadas que creían actuar en
nuestro propio interés nos enseñaron a desconfiar. No se daban cuenta de que
nos predisponían a perdernos el amor.
Sin embargo, en el
fondo de nuestro corazón sabemos que estamos destinados a amar y vivir
plenamente y a experimentar aventuras emocionantes en la vida. Es posible que
este sentimiento esté enterrado en lo más hondo de nuestro ser, pero allí está,
esperando que un acto, un suceso o quizás una palabra de alguien lo haga salir
a la luz.
Nuestras lecciones
pueden provenir de fuentes inesperadas, como los niños.
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