ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
DECIMONOVENA ENTREGA
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El señor Walther se sentía también
ligado a Sebastián, porque las madres de ambos pertenecían a la familia de los
Lämmerhirt. También conocía la casa de “Las tres Rosas”, de Erfurt, en la que
había nacido la madre de Sebastián, aquella madre de la que no se acordaba
claramente y que había muerto demasiado joven para poderse alegrar con la
grandeza de su hijo. Pero estoy segura de que Dios, en su infinita bondad, le
concedió que pudiese oír su música desde el cielo. También sigo creyendo que el
cielo sería menos cielo si no se pudiera oír a Sebastián, aunque temo que mi
director espiritual no esté conforme con esta creencia.
A la iglesia del castillo de Weimar
la llamaba el pueblo “El camino de la Ciudad Celestial” y, realmente, debió de
ser una ciudad celestial mientras Sebastián tocó el órgano en ella. Un amigo de
Sebastián en aquel tiempo en Weimar, me contó una vez que, en los servicios
divinos que se celebraban en aquella iglesia, la música tan profundamente
religiosa de Sebastián producía en los creyentes un presentimiento de las
alegrías del cielo, y merecía realmente la glorificación eterna. Nunca he
podido olvidar esas palabras.
En Weimar, en el pequeño órgano del
Castillo, que tanto le agradaba tener bajo las manos -y, hay que decirlo, bajo
los pies, pues manejaba el pedal que era una maravilla en aquella época- llegó
Sebastián a la madurez como organista y compositor. Apreciaba particularmente
el pedal con sus siete registros (uno de los cuales medía treinta y dos pies, y
otros tres, dieciséis), gracias al cual se producía el magnífico y solemne tono
grave que tanto le agradaba. En Weimar escribió Sebastián gran cantidad de
música para órgano y, sobre todo, su “Pequeño libro para órgano”, del que tanto
me gustaba oírle tocar. Algunos de esos preludios para corales, aprendí a
tocarlos para su dirección; pero, en general, para su ejecución se necesitaba
más habilidad de la que yo tenía. A ese libro, con el lomo y las cantoneras de
cuero, que yo conocía tan bien, lo titulaba: “Librito para órgano, que servirá
de guía a los organistas principiantes para las diversas maneras de ejecutar un
coral, y les dará la posibilidad de especializarse en el manejo del pedal, pues
en algunos de los corales que en él se encuentran, el uso del pedal es
obligado. Para honrar a Dios y enseñarle al prójimo”.
Yo era demasiado “principiante como
organista” para poder tocar muchas cosas de aquel libro, algunas de las cuales
eran muy difíciles. Es cierto que Sebastián no podía imaginarse con precisión
las dificultades con que tropiezan los principiantes, que él había vencido con
tanta facilidad siendo todavía muy joven. ¡Pero qué placer era oírle tocar los
preludios de coral de aquel librito! No tengo más que abrir el libro y todo el
tiempo pasado se me acerca. Como era muy joven, no sé cuál me gustaba más, pero
el que más consuela es el que me recuerda la voz de Sebastián para despertar en
mí la paciencia y la esperanza. Es una pieza que se encuentra casi al final del
libro y se titula: “Para los moribundos. Todos los hombres tienen que morir”.
¡Cómo cantaba la melodía cuando la
tocaba en el positivo, y qué paz derramaban en el corazón los imponentes grupos
de las dobles y triples corcheas! La música más noble de Sebastián se la
inspiró siempre la idea de la muerte. Eso, cuando yo era joven, me asustaba un
poco; pero ahora sé mejor cuáles eran los sentimientos de su corazón.
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