CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
OCTOGESIMOSEPTIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO TERCERO
5 (5)
El cabello enmudeció…
¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se adherían a la reja
con más fuerza!... Pronto estalló el trueno, una luminosidad fosfórica penetró
en el cuarto. Retrocedí a pesar mío, por no sé qué instinto premonitorio;
aunque estaba alejado de la ventanilla, percibí otra voz, pero esta tenue y
humilde como temerosa de que la oyeran: “¡No brinques de esa manera! ¡Cállate…
cállate… si alguien llegara a oírte! Te volverá colocar entre los otros
cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de
que la noche encubra tus pasos… no te he olvidado, pero te hubieran visto
salir, y yo me habría comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde
aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad;
no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos que no se habían
atrevido nunca a levantar la vista hasta mí, echaban miradas atónitas a mi
rostro abatido, esforzándose por descifrar el enigma aunque no tuvieran idea de
la profundidad de ese misterio, y se comunicaban muy quedamente la sospecha de
algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban lágrimas en silencio; presentían
vagamente que no era el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad.
Hubiesen querido averiguar qué funesta resolución me había hecho franquear las
fronteras del cielo, para bajar a la tierra y gozar voluptuosidades efímeras
que ellos mismos desprecian profundamente. Notaron en mi frente una gota de
esperma, una gota de sangre. ¡La primera había saltado desde los muslos de la
cortesana, la segunda había saltado desde las venas del mártir! ¡Odiosos
estigmas! ¡Rosetas inmutables! Mis arcángeles encontraron, prendidas en las
redes del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo, que
flotaban sobre los pueblos pasmados. No la han podido reconstruir, y mi cuerpo
continúa desnudo frente a la inocencia de ellos; castigo memorable de la virtud
abandonada. Observa los surcos que se han trazado un lecho en mis mejillas
descoloridas: corresponden a la gota de esperma y a la gota de sangre que
corren lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior,
logran mediante un inmenso esfuerzo, penetrar en el santuario de mi boca,
atraídas como un imán por las fauces irresistibles. Me sofocan, esas dos gotas
implacables. Yo me había creído hasta el Todopoderoso, pero no, tengo que
doblar el cuello ante el remordimiento que grita: “Eres sólo un miserable!” ¡No
brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré
a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte
en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… Vi a Satán, el gran
enemigo, recomponer el desbarajuste óseo del esqueleto, por encima de su
embotamiento de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas
reagrupadas; y tal como me merezco, llegar a hacer befa de mí.
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