ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA
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En Cöthen sólo nació la pequeña
Cristina Sofía; todos los demás vinieron al mundo en Leipzig, de modo que tengo
que volver a retroceder en mi narración. Como ya he dicho, pasamos
aproximadamente un año en Cöthen después de nuestra boda; Sebastián comprendió
que el interés de su príncipe se había apartado de la música, y no juzgó
posible seguir siendo su director de orquesta. Desde el principio, la corte de
Cöthen no le había ofrecido las posibilidades que tan profundamente deseaba,
pues estaba alejado de toda clase de música religiosa. Su misión consistía en
organizar conciertos de música de cámara, y allí fue donde inventó, e hizo
construir, un instrumento para cubrir un hueco que había en los instrumentos de
cuerda y al que le dio el nombre de “viola pomposa”. Era un instrumento de
cinco cuerdas, intermedio entre el violín y el violonchelo, e inmediatamente
compuso una suite para el nuevo
instrumento. Mi marido tocaba el violín y la viola; el violín lo había
aprendido con su padre, Ambrosio Bach, a quien yo no conocí, pero cuto retrato
ocupaba el sitio de honor en nuestro gabinete. Durante muchos años había sido
Sebastián primer violín en la orquesta del Duque de Weimar; pero cuando tocaba
en casa para su satisfacción personal, elegía la viola. Allí se encontraba,
como solía decir, en el punto central de las armonías y podía ver con más
facilidad, o mejor dicho, oír lo que sucedía a derecha e izquierda.
En Cöthen compuso, como era de
esperar del cargo que ocupaba, gran cantidad de música para instrumentos de
cuerda y, sobre todo, escribió una colección de piezas para clavicordio, que
todos los músicos serios que lo conocieron apreciaron muchísimo; una colección
de veinticinco preludios y fugas, a la que llamó “El clave bien temperado” y
que había escrito “para utilidad y uso de la juventud deseosa de aprender, así
como para distracción de los que estén ya bastante avanzados en este estudio”.
Pero había que estar ya muy adelantado para tocar aquellas piezas como
distracción, pues algunas de ellas son extremadamente difíciles de ejecutar y
requieren un ejercicio constante y un espíritu inteligente y juvenil. Pero
muchos de los alumnos de Sebastián me confesaron que experimentaban un placer
creciente y una satisfacción íntima, conforme iban penetrando en los secretos
de esos preludios y fugas, cuanto más y más finalmente los estudiaban. Yo, cuya
técnica superaban la mayoría de ellos, sentía un placer indecible cuando se las
oía tocar a Sebastián. ¡Qué precipitada carrera la de las notas bajo sus dedos!
-le gustaba un tiempo muy rápido en alguno de los preludios-, ¡qué maravillosa
mezcla de las diversas voces en las fugas, en las que cada voz aparece tan
clara y personal y, sin embargo, todas ligadas indisolublemente!... ¡Ah, nadie
ha vuelto a expresar con tanta claridad la música de contrapunto! Yo le
suplicaba, en cuanto él tenía unos minutos libres, que tocase para mí un
preludio y una fuga o dos, si era posible.
-Vas a hacer de mí un músico mal
templado si no me dejas en paz con el “Clave bien temperado” -me dijo una vez
bromeando, pasándome el brazo por la cintura y estando él sentado al clave,
junto al que yo me había colocado; y empezó a tocar una fuga con la mano
derecha. Cuando llegó la segunda voz no quiso soltarme y empezó a tocar con la
mano izquierda, conservándome en el arco que formaba su brazo. Cuando me soltó
al sonar el último acorde, exclamó riéndose:
-Te ha pasado esto por ser tan golosa
de fugas.
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