LA CONVERSACIÓN CONSIGO
MISMO DEL
MARQUÉS CARACCIOLI
EL
LIBRO QUE JOSÉ GERVASIO ARTIGAS RELEÍA TODOS LOS DÍAS EN IBIRAY
(Fragmentos del
capítulo VIII de Artigas católico,
segunda edición ampliada con prólogo de Arturo Ardao, Universidad Católica,
2004)
por
Pedro Gaudiano
VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
APÉNDICE 9
“Un
filósofo sistemático por lo común es peligroso; más ocupado de sus propias
ideas que de la razón, a quien hace doblar a su gusto, toma por el iris lo que
sólo tiene los colores de un prisma. Ya lo hemos visto, es preciso dejar los
sistemas a un lado, y buscar la verdad en la verdad misma; pero esto no se
acomoda bien con la vanidad. Se da principio diciendo, yo pienso como
Descartes, o como Locke, antes de mirar si estos autores pensaron bien, y se
cree que al abrigo de esos grandes nombres ninguno puede errar; sin embargo es
mucho mejor hallar la verdad pasando por insensato a los ojos de la multitud,
que tener reputación de sabio abrazando el error” (pp. 249-250).
“Sólo
acercándonos al Ser Supremo e increado, hallamos en nuestras almas verdaderos
títulos de grandeza que, por tan preciosos, merecen toda nuestra estimación. El
alma puede subsistir independientemente del cuerpo pero no puede vivir sin
relación con Dios. Esta íntima unión parece imaginaria a los hombres de carne y
sangre. Sin embargo, como dice San Agustín y como nos lo repite nuestra propia
conciencia, la Sabiduría eterna habla a las criaturas en lo más secreto de su
corazón. Hay una voz interior que, sin el socorro de las palabras, se da a
entender de un modo inteligible en lo más profundo de nosotros mismos. A esta
escuela interior llamo yo a los hombres” (pp. 251-252).
“Sólo
el alma bien examinada y bien sondeada, es una demostración completa de la
presencia de un Dios, y de su intimidad con nosotros. (…) Todos los hombres que
han hablado más dignamente de la Divinidad, nos han enviado a la escuela de
nosotros mismos. Sabían por experiencia, que el silencio y el recogimiento son
como dos alas que nos balancean entre las pasiones y los sentidos, y nos
conducen al Ser increado. San Agustín no tuvo otro objeto en sus soliloquios
que llamar al alma hacia aquel que le formó” (p. 256).
“El
sello de la Divinidad grabado en el fondo de nuestras almas y palpable en todos
nuestros movimientos jamás puede ser borrado. Es preciso quitarles a los
mortales todo su conocimiento, y todo su amor, y reducirlos a la simple circulación
de la sangre antes de sofocar en ellos la idea de un Ser verdaderamente
infinito. No hemos podido respirar sino por gracia suya, ni movernos sino por
su poder. ¿De dónde habríamos aprendido a amar naturalmente la virtud, a
respetar el orden, y a detestar el mal, sino a la vislumbre de una luz
indefectible que ilumina a todo hombre que viene a este mundo? Esta luz es la
que nos abre los ojos de cuando en cuando, nos desembaraza de nuestros propios
sentidos, y se comunica secretamente con nosotros. ¿Sin esta maravillosa
comunicación se hubieran reunido jamás los hombres en la común adoración de un
Ser supremo? Todos los hombres en este culto exterior no son más que unos
intérpretes de su propia alma, y de sus interiores movimientos, y no hacen sino
pintar exteriormente lo que Dios pinta en su interior, desde el primer instante
de su concepción. ¿Cómo es posible ver tantos homenajes y sacrificios ofrecidos
por todas partes y regiones del mundo, sin reconocer que es necesario un
instinto secreto, verdadero móvil de este culto universal?” (pp. 258-259).
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