LEO BROUWER
“CUANDO NOS AHOGUE LA SUPERFICIALIDAD VOLVEREMOS A
LA CULTURA”
Por Marta Caballero
Pasadas
las siete de la tarde, en una ciudad en la que empieza a sentirse el trajín
consumista prenavideño, aparece entre la multitud que camina por la Calle
Imagen el maestro Leo Brouwer (La Habana, 1939). Menudo, tranquilo, viene
contento este icono de la guitarra, el compositor de música contemporánea más
programado del mundo y figura histórica de la cultura en su país. También
es de los más eclécticos. En números, su biografía baraja más 300
obras, 70 bandas sonoras (Como agua para chocolate) y
más de 200 premios. Ha dirigido a centenares de orquestas, hoy una Joven
Filarmonía de Córdoba lleva su nombre, y ha dejado a la posteridad una obra
que bebe lo mismo de los Beatles que del Barroco.
Le gusta el ambiente de Sevilla, una
ciudad que le recuerda a Roma por su carácter y su fisonomía abiertos. “He
perdido la cuenta de las veces que he estado aquí, pero diría que más de 200”,
calcula a su entrada al teatro del Centro Cultural Joaquín Turina, donde el
conjunto de música contemporánea Taller Sonoro,
coordinado por Ignacio Torner, y el guitarrista Marcelo
de la Puebla, le dedican un concierto monográfico.
Además, ha impartido clases
magistrales a jóvenes músicos sevillanos, por mediación del Conservatorio Superior de Música Manuel Castillo. “¿Cómo
no seguir viniendo? Merece la pena. Es cierto que con la edad cada vez cansan
más los aviones y los viajes, pero es lo que tienen los trabajos
vocacionales, la pasión de seguir dejándote la piel en ellos“,
asume. Unos minutos después, en una de las salas del Turina, se sienta con
Sevilla World para hablar de música, de cultura, de enseñanza y de Cuba.
Siendo cubano, me sorprende que Stravinsky y Bartok fueran sus
primeras influencias. Es una trayectoria muy poco habitual la suya.
A mí también me sorprende. Nunca he
podido explicármelo pero me sedujeron desde el inicio, desde el analfabetismo
de un niño de 11 años. Soy autodidacta y entré en los grandes clásicos por mi
cuenta. Pero al hacer recuento a través de entrevistas y pensamientos, me
he percatado de que, en un determinado momento, fui el profesor más joven que hubo en las universidades de
Estados Unidos, tenía 21 años cuando empecé a enseñar en
Connecticut. En la famosa Nueva Inglaterra de Emerson, Thoreau y muchos grandes
filósofos. Mi apellido es holandés, de un aventurero, como muchos del Norte de
Europa, era medio chino, y me dejó algún rastro en las pupilas. Pero, por lo
demás, encuentro mucho más fascinante el mundo contemporáneo. Eso fue lo
que me sedujo.
“Donde otros oían ruidos, yo
escuchaba música”
¿Qué recuerda de aquellos días en los que descubría la música?
Como sabrá, el hermano de mi
abuela, mi tío abuelo, era un famoso compositor, Ernesto Lecuona, el autor de
la Suite de Andalucía, la famosa canción Malagueña… pero yo no entré en ese mundo. Para un niño
de cinco años el piano habría podido ser fascinante. Y, sin embargo, lo que me seducía era pegar la oreja a la cámara para sentir
esa música que para los demás era ruido. Era un poco el antecesor de
la electrónica, eso es lo que me gustaba.
¿Y qué le lleva a seguir viajando para enseñar a jóvenes, como en
Sevilla? ¿Qué le aportan los alumnos?
Me gusta enseñar porque no tuve
maestros por falta de dinero y de ocasión. Sufrí a cambio una soledad atractiva.
La música me ofreció una introspección, una concentración fuera de lugar para
un niño de 12 años. Pero enseñar es hermoso. ¡He venido tanto a
Sevilla!: he dirigido en el Teatro de la Maestranza a la Orquesta
Sinfónica de la ciudad, y a la de Córdoba cuando la fundé. Sevilla es abierta,
riente o reidora, como diría Borges. Mientras que Córdoba es muy introvertida,
cerrada, intramuros. Yo a esta la comparo con Florencia, que también es
muy cerrada, y a Sevilla con Roma.
Hábleme más de su vinculación y de sus estancias en la ciudad.
Estuve aquí también en la época
en la que se hizo la Exposición Universal de 1992. En aquel año hice
una gira con Egberto Gismonti, el gran
compositor y guitarrista brasileño. Estuvimos actuando dentro de la Expo’92. Pero
desde mucho tiempo atrás he venido a impartir charlas. Esta ciudad siempre ha tenido una fascinación para mí,
tiene ese orgullo de algunos lugares que sobrepasan el carácter del turista
enamorado de la belleza, que es algo más común que el turista enamorado de las
formas culturales. En Viena, la patria de Mozart, practican una que
se vende al turismo. Pero eso no ocurre en España, aquí no hacen turismo
para que vengan a disfrutar, España es así. Si vuelvo a decirlo en
Centroeuropa a lo mejor me mandan para la luna, pero es cierto.
“Los tiempos de concentración
han menguado con internet”
Su catálogo bebe de Stravinsky, los Beatles, Luigi Nono… ¿Cuánto daño ha
hecho a la música las etiquetas?
Mucho. La etiqueta es inevitable en
la calificación que da el hombre a su entorno pero nos limita. Hay
algunas ventajas singulares en tratar de evitar esas calificaciones al
hombre común. Si uno pudiera unir la utopía de la felicidad
más con el entorno que con sí mismo, podría encontrar más verdades.
Esto ocurre en la cultura, que últimamente se ha ido transformando de una
manera tremenda. No lo digo peyorativamente, pero estamos en la época de
internet, que es una de las cosas más importantes del hombre civilizado, del
hombre con una mentalidad científica. Y, sin embargo, esta mentalidad está
ignorando la mentalidad artística. El hombre está acostumbrado a ver el
desarrollo como una línea unívoca solamente. Cuando el hombre se cambia a sí
mismo por un especialista, empieza la decadencia, pues su autoestima
crece un una sola dirección. Esto ocurre en el mundo de toda la cultura europea
y norteamericana. Se salva la incultura suramericana, a la cual yo pertenezco.
¿Por qué lo llama incultura? Diría que es lo contrario.
El hombre primitivo es más intuitivo y
tiene un sentido de las verdades múltiples, las que apartan en vez de unir. A
la vez, el multiculturalismo es inevitable. La forma en que los conciertos
se celebran es unívoca pero acabará volviendo a lo que vengo promulgando desde
hace años. Yo combino un grupo de jazz con la gloriosa
vanguardia que tuvimos en los 60 o tomo un barroco
riguroso para interpretar un contemporáneo del siglo XX. El público lo aprecia,
la gente se queda enamorada de esa mezcla.
En la era de la banalidad
En una entrevista reciente, el compositor sevillano José María Gallardo del Rey se lamentaba de que la guitarra, que
había vivido un boom años atrás, se estuviera volviendo endogámica. Decía
que los festivales, las programaciones, los discos y los propios músicos
estaban dejando de beber de otras fuentes y de explorar en unión con otros
artistas. A la vez, últimamente se habla de la banalización de los contenidos
en la cultura. He leído que es un tema que a usted también le alarma. Por
ejemplo, en lo referido a los tiempos de concentración, que hoy es de tres
minutos. Ante todas estas cuestiones, ¿Cabe esperar que aparezcan nuevos
genios y piezas históricas?
Conozco mucho a Gallardo del Rey.
Estoy totalmente de acuerdo con él, el músico siempre debería beber de
influencias diversas y hoy esto apenas sucede. Sobre la banalización y el
tiempo, internet va acelerando nuestra capacidad de comprender la
información. No sé hasta qué punto esto nos afecta mental y creativamente pero
pienso que llegará un momento en que la banalización de la sociedad consumista,
que crea una adicción que es contraria a la cultura, provocará que ese público enajenado va a sentarse a descansar.
Ya sea en la música, ya sea en la lectura… Encontraremos tiempo para leer
aunque sea bestsellers. ¿Usted lee crítica literaria? Habrá visto que parece
que todos los libros son geniales, incluidos los del analfabeto número 25
de la televisión, que goza de la misma amabilidad que un Borges o un Pío
Baroja…
¿Y se seguirá creando con hondura?
También en la creación va a ocurrir,
y ya está ocurriendo, un matrimonio entre lo banal -que no es como decía
Umberto Eco el uso del kitsch- y la estética. En ese momento los hombres
de la estética empezarán a dudar de sí mismos, de sus análisis rigurosos,
algunos por ser excesivos y otros porque se encontrarán solos. Esto ya pasó
con la ultra vanguardia de los 60, en la época de Tomás Marco, de Luis de
Pablo… compositores y amigos míos todos. Vivimos una época
maravillosa, rabiosa, y cesó, como lo hizo la de los grandes castrati. Desgraciadamente,
estamos vistiendo la información con estas figuras de lo banal. Pero siempre
hay excepciones. En Cuba hicimos unos festivales de contratenores por
primera vez en todo el mundo. Los celebramos en una isla llena de contradicciones,
pobre y empobrecida aun más. De pronto, en este lugar se produce este milagro
mientras Europa se queda pasmada.
Entonces, ¿cabe esperar otros milagros?
Sí, porque insisto en que el hombre, cuando se sature de toda
esta superficialidad, va a tener que respirar. Si no, se ahoga.
Hábleme de sus etapas. ¿Compone de una forma muy diferente a cuando
era joven? ¿Qué dice su música de su biografía?
Después de mucho trabajo, de haber
escrito más de mil obras y dirigido más de 500 con orquestas de todo el
mundo, sin ser famoso por supuesto, que no lo soy ni me interesa. Después de
todo esto, decía, me doy cuenta de que la palabra experimentación no existe.
Tenemos la comprobación, el préstamo cultural, la reutilización. Mis etapas no se avienen con el periodo histórico en el que están.
Cuando me becaron para estudiar en la Juilliard School, que sigue
siendo una de las mejores instituciones musicales del mundo, me empapé de todo:
de mis magníficos profesores, de su portentosa biblioteca. Hay un crítico
austriaco que considera mis obras precursoras, que ve que rompí
una tradición. Otros me citan como ejemplo del posmodernismo, que no es el
todo vale sino la asimilación de todas las formas culturales y una adecuación a
los estilemas de cada compositor. Tomás Marco, Villarojo o jóvenes como Jesús
Torres, David del Puerto, César Camarero… utilizan distintos productos de
diversas épocas pero, como yo, los adaptan a su lenguaje. El camino actual va a
ser muy extraño. Cabe pensar que podamos llegar a usar la banalidad
no como una estructura cultural asimilada, sino como manera de emplear el mal gusto como bueno, de tomar toda esa
corriente y darle la vuelta.
¿Cómo logró seguir empapándose en Cuba de todo ese poso cultural?
En Cuba no tenemos internet, algunos
sí pero a una velocidad lentísima, tan lenta que no es velocidad. En algún
momento, mi generación tuvo que adivinar qué iba a pasar y qué estaba pasando
en el mundo de la cultura. Tuve que poner imaginación en los vacíos de ese
conocimiento al que no podía acceder y llegué a algunas formas
interesantes que no denotan sino la fantasía del joven. Todos somos
inteligentes, hay que usar la inteligencia de muchas maneras. Además,
tuve el privilegio de tener amigos extraordinarios, como el maestro Luigi
Nono, y otros músicos que llegaron a las investigaciones más increíbles. No
puedo decirte más… la cultura popular es tan fuerte en Cuba y otros muchos
países del Caribe y, al mismo tiempo, se comercializa tanto que estás entre la
espada y la pared. Las formas más sutiles de la composición no
afloran en la cultura popular de otros países. Somos una cosa rara.
Seguimos siendo un poco raros.
Sigue siendo el autor de música contemporánea más programado del
mundo.
Bueno, no lo sé. He compuesto para todos… pero el mundo de la guitarra
ha venido circunscribiéndose a una serie de módulos. El fenómeno mejor de
la guitarra había sido su popularización. Pero hasta cierto punto:
hoy los programas en más de un 80 por ciento están pensados con
obras demasiado ligeras, algunas muy lindas, pero con poca
consistencia. Y esto no ayuda.
En cambio, dentro de la música popular, usted supo ver la complejidad de
los Beatles. ¿Hay grupos o intérpretes en activo del que un compositor joven
pudiera hacer lo que hizo con la mítica banda británica?
Hay cantores en nuestra lengua que se
pueden llevar a ese grado de sutilezas. Cuando orquesté a los Beatles hice un
ejercicio de estilo. En unas canciones homenajeé a Bartok, en otras, al
Renacimiento inglés, a la época isabelina. Otros temas me valieron para rendir
tributo a algún fragmento stravinskiano por excelencia. Compositores de nuestra América como Silvio Rodríguez o Pablo
Milanés se prestan a eso. Es una labor difícil porque hay que
conocer a fondo los componentes de esa música. Los dos fueron alumnos míos
y somos muy amigos. Con Silvio he estado hace cinco días, ahora anda dando
giras en Cuba para las clases más desfavorecidas. En 2015 lo hizo en cárceles y
este año en barrios pobres, lleva casi 80 conciertos. Me contó que, en una
de las zonas más conflictivas de Cuba, dos ex presos para los que había
actuado le ofrecieron su protección en un lugar donde ni siquiera la Policía se
atreve a meterse.
Me gustaría que, como personalidad de la cultura, hablara sobre la
situación política de su país. Sé que no querrá tocar demasiado el tema de la
política pero acaba de morir Fidel Castro. ¿Cómo ve el futuro?
Yo sólo puedo hablar de cultura, no
de otros elementos. Pero sí puedo decir que el país tiene unas rutinas, como
cualquiera que lleve 20 años con un pensamiento político específico. Y eso para
transformarlo necesita de una variedad económica que no existe. La pobreza no es un fenómeno separado de la vida política.
No se puede separar del fenómeno económico. Yo a los especialistas de economía
de mi país no los comprendo, ni tampoco a los norteamericanos, que son los
reyes de la economía antropófaga. No entiendo ese hambre de Wall Street por
poseer las materias primas y la consecuente involución que ha provocado en el
Sur de América. Cuba ha padecido todo esto y además un bloqueo que no se va a
acabar a pesar de Obama, y menos con los nuevos políticos al frente de Estados
Unidos. ¿Podemos desarrollarnos? Sí. Pero la incógnita es de qué manera.
Siempre se habla de un cambio en Cuba. ¿Qué cambio? ¿Cuál es?
¿No es optimista respecto al destino de su país?
Nunca lo he sido, ni de niño. Mi
antioptimismo refleja que comprendo las instancias de la economía, que es
el motor fundamental de toda política. La ideología es una careta de
carnaval debajo de la cual en todos los países del mundo se
sustenta una visión económica más o menos rigurosa. No, no puedo ser
optimista.
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