CARSON McCULLERS
EL LICOR LIMPIO Y SECO DEL AMOR
(Natalia Izquierdo / Jot Down)
Aunque el pasado 19 de febrero celebramos el centenario del nacimiento
de Carson McCullers (1917-1967), y el próximo 29 de septiembre
conmemoraremos los cincuenta años de su muerte, es posible que, dondequiera que
se encuentre, la gran escritora sureña siga teniendo el mismo aspecto que tenía
en vida, es decir, el de una de esas criaturas huidizas y frágiles que pueblan
los cuentos de Hans Christian Andersen; el de uno de esos seres
especiales que se pasean por la tierra armados de un corazón de fuego pero que
pertenecen al más allá al mismo tiempo, razón por la cual parecen siempre
anhelantes de inexistencia e invisibilidad.
Sin embargo, bien pudiera ser que con este afán de desvanecerse y
ausentarse, la novelista hubiera intentado compensar la sobreexposición a la
que la sometió su madre desde el día en que, con apenas cinco años, la
sorprendió improvisando una cancioncilla al piano. A partir de entonces,
creyendo que el talento era incompatible con la humildad, su progenitora
comenzó a pregonar entre allegados y vecinos que su hija era una niña prodigio,
así como a infligirle las más diversas «torturas estilísticas» con la esperanza
de convertirla en una distinguida y refinada concertista. Con este fin, la
sentaba todas las mañanas a la mesa de la cocina para rizarle obsesivamente su
lacio y pajizo pelo. A continuación, le pedía que repitiera la expresión
«prunes» o «prims» para que se le pusiera «boquita de piñón». Y, por último,
culminaba su pintoresca tarea ataviándola con pomposos vestidos de gasa para
que asistiera a sus clases de enseñanza primaria. Por si esto fuera poco, en
breve plazo su pequeña Lula Carson creció tanto que los habitantes de Columbus
no podían dejar de mirarla, al tiempo que sus compañeros de colegio empezaron a
mofarse de ella tildándola de «jirafa». Por eso, cuanto más intensa y dolorosa
era la sensación de que todo el mundo la observaba cual si fuera un fenómeno de
feria, más quería ella que se la tragara la tierra.
Así las cosas, no debería sorprendernos que la escritora poblara sus
relatos con criaturas exóticas y marginadas, aquejadas de alguna carencia
física o emotiva, y en virtud de las cuales los críticos han venido incluyendo
su narrativa dentro del subgénero de la novela gótica europea conocido como
«gótico sureño», ocupado, según ellos, en tratar los aspectos más grotescos y
deformes de la realidad con un evidente propósito de crítica social. Mas con
sus voyeurs, mudos, gigantas, enanos y jorobados, la autora sólo
nos estaba advirtiendo que las taras y los defectos son en realidad los méritos
de ese «patito feo» cuyo desvalimiento se opone al agresivo deseo del yo de
someter a los otros y al universo, así como el indicio de que todos somos seres
incompletos, de que estamos destinados a la muerte desde que nacemos, y de que,
para perfeccionarnos y consolarnos, necesitamos tener a alguien a nuestro lado.
Por desgracia, debido a su diferencia y a su acuciado sentido del
ridículo, a la joven Carson no siempre le fue fácil hacer amigos. Prueba de
ello es que, durante sus primeros años, dijo haber contado con la sola amistad
de su piano. Más tarde se dio cuenta de que bastaba un sorbo de cerveza para
que se le desatara la lengua, así como para que cayera la barrera que solía
levantar a fin de mantenerse a salvo de la ferocidad y las chanzas de los
demás. Por eso, y aunque en ciertos periodos de su vida el alcohol se convirtió
en el néctar del delirio y la despersonalización, este siempre fue para ella el
concitador de la comunicación, pero no de una comunicación cualquiera, sino de
la que en Iluminación y fulgor nocturno —su inconclusa
autobiografía—, dijo ser «el único camino para la conciencia, el amor, la
naturaleza, los sueños y Dios».
Tal trascendencia revistió la bebida en su narrativa que apenas hay
relato o novela en que no aparezca un café donde seres anónimos y desconocidos,
envueltos en su dignidad y en su silencio, toman whisky o
cerveza mientras, sumidos en sus dolorosos pensamientos, aguardan que alguien
se siente a la mesa con ellos para poder contarles la historia que a punto está
ya de fermentar en su pecho. De igual manera, cuando en sus escritos
autobiográficos o literarios la autora sureña alude a las personas que marcaron
su existencia, nunca falta una referencia al licor que más les complacía o, en
su defecto, al que compartió con ellas en aquellos efímeros e imperecederos
momentos que se imprimieron en su corazón a fuego.
Así sucede, por ejemplo, con Lula Caroline Carson, su
adorada abuela materna, quien ofrecía traviesamente una copita de ponche a las
damas de la Liga de las Mujeres Cristianas por la Templanza cuando estas
acudían a su casa con la esperanza de que se redimiera y transfigurara en una
abstemia beata. Haciendo gala de la misma picardía, la anciana solía esconder
madalenas y naranjitas chinas para su nieta preferida, a quien, cual sombra,
llevaba consigo de la mano a la iglesia baptista de su localidad georgiana,
leía en la noche las parábolas de la Biblia y amparaba de los diversos
«suplicios» con que su madre la mortificaba. Por eso, el día en que falleció
esta —a quien en Iluminación y fulgor nocturno Carson presentaría
como «el primer amor de su vida»— la pequeña se desplomó en el suelo del
vestíbulo y sufrió una crisis convulsiva. Algún tiempo después se enteró de
que, en su pobre testamento, Lula Caroline le había legado el único objeto de
valor que poseía: su hermoso anillo de casada, gracias a la venta del cual su
nieta podría años más tarde ir a estudiar a la universidad. De ahí que en su
primera novela —El corazón es un cazador solitario— la
escritora rindiera un velado homenaje a su abuela haciendo que el
autobiográfico personaje de Biff Brannon jamás se quite del dedo la sortija
matrimonial que ha heredado o que, reflexionando acerca de la reciente pérdida
de un ser querido, sentencie para sí mismo: «El que se ha ido no está realmente
muerto, sino que crece y es creado por segunda vez en el alma del vivo».
Pero si el ponche era la bebida favorita de su abuela, la cerveza era en
cambio el licor idolatrado por Vera Marguerite, su excéntrica y
fantasiosa madre, a quien la novelista culpó del incomprensible calvario que
sus insistentes «martirios» habían supuesto para su infantil espíritu. Sin
embargo, en su volumen de poesía para niños Dulce como un pepinillo y
limpio como un cerdito, Carson arrinconó totalmente el daño
causado con tal motivo para situar en primer plano el desmesurado amor que su
madre le había mostrado cuidando de ella cada vez que había sufrido uno de
aquellos imprevisibles colapsos que jalonaron su vida a raíz de la mal
diagnosticada crisis de reumatismo articular que padeció cuando apenas contaba
quince años, ataques que lograron minar su cuerpo, pero jamás su vitalidad.
Así, en dicho poemario, la sureña recordó los exquisitos platos que Vera
Marguerite cocinaba, viandas que, por supuesto, regaba con aquellas deliciosas
cervezas aromáticas que tanto le gustaban. Aunque, sin duda alguna, el poema en
que su hija más y mejor celebró la incondicional entrega materna es ese que
reza: «Mamá dice que ella no tiene comida favorita. / Prefiere darle gusto a la
familia / lo mejor que pueda. / Pero en las horas de descanso, / cuando vemos
la tele, / la he visto comerse una enorme caja de dulces / y suspirar por ser
feliz».
La estremecida felicidad y la luminosa melancolía que desprenden estos
versos son a su vez tan intensas como las que anidan en las líneas
autobiográficas y literarias en las que la novelista nos habló del amor que
profesó por su progenitor: un modesto joyero de nombre Lamar a
quien los sábados por la mañana hacía compañía y ayudaba a limpiar muelles de
relojes con un cepillo empapado en gasolina; un hombre que, en sus escasos
ratos de ocio, elaboraba una deliciosa cerveza casera que, con ruidoso
estruendo, y para espanto del vecindario, solía explotar de vez en cuando; un
hombre que, en lugar de tildar de crueldad la franqueza que caracterizó a su
hija, admiraba que esta afrontara la vida sin fariseísmo ni hipocresía; un
hombre dulce y generoso que se vio prácticamente sumido en la ruina al invertir
los exiguos ahorros que tenía en consultar a un sinfín de especialistas con la
esperanza de que alguno de ellos diagnosticara la extraña enfermedad que la
adolescente padecía, quien, a su vez, para proteger a su padre y evitarle el
sufrimiento de ver que, debido a tales gastos, no podría sufragarle una carrera
musical en Juilliard, decidió repentinamente dejar de tocar el piano y empezar
a escribir relatos con la máquina que este le había regalado. Nada extraño hay
pues en que, en El corazón es un cazador solitario, la escritora
convirtiera a su progenitor en un antiguo carpintero que, lisiado a causa de un
accidente de trabajo, se dedica a reparar unos cuantos relojes viejos, lo cual
le suministra unos pírricos ingresos que apenas le alcanzan para poder tomar
cerveza un par de veces por semana. Pero como siempre que bebe le gusta tener
compañía, se reserva unas monedas de cinco y diez centavos para dárselas a su
hija, confiando en que esta se decida a charlar con él un rato. Y es al tomar
esas monedas en su mano cuando el personaje de Mick Kelly —trasunto en este
relato de la propia Carson— toma «conciencia de la existencia de su padre», es
decir, de ese hombre infinitamente afable, triste y desamparado que, desde que
se había quedado arruinado, se sentía «como separado de la familia», «tenía la
impresión de no ser de mucha utilidad para nadie» y, en su soledad, quería
estar cerca de su hija. De hecho, tan apegado y unido estuvo Lamar a Carson que
entregó la vida mientras leía en su joyería el último relato publicado hasta
entonces en la revista Harper’s Bazaar por la misma.
En lugar del agrio perfume de la cerveza, es el aroma fuerte y dulzón de
la ginebra el que la escritora asoció a Lucille, su niñera negra
predilecta, una muchacha de apenas catorce años que, muerta su abuela,
representó para ella la ternura, la alegría y la delicadeza. No obstante, fue
paradójicamente a través de su dramática experiencia como la propia Carson se
vio expuesta a «la fealdad de la injusticia», pues la futura novelista sufrió
un terrible shock el día en que, con la excusa de su raza, un
taxista se negó a llevar a Lucille a su casa. Aunque mucho más brutal fue aun
su conmoción cuando, en plena Depresión, y obligada por los problemas
económicos que entonces atravesaba la familia, Vera Marguerite no tuvo más
remedio que despedir a la niñera, yendo entonces la chiquilla a dar con unos
blancos que enseguida la acusaron de tratar de envenenarlos, de manera que,
pese a que los padres de la novelista testificaron en su favor, fue finalmente
condenada a un año de prisión. Teniendo esto en cuenta, nada insólito hay en el
hecho de que, inspirándose en su joven y encantadora asistenta, la escritora
creara algunos de sus más entrañables personajes secundarios, entre los cuales
destaca la Portia de El corazón es un cazador solitario, la
Berenice Sadie Brown de Frankie y la boda y, sobre todo, la
Vitalis de «Sin título», uno de sus relatos primerizos. Pasados los años, y
tras haberse casado con un albañil en Chicago, Lucille averiguó la dirección de
Carson y visitó a la ya para entonces afamada artista en su casa de Nyack
(Nueva York). Allí, sentadas ante sendas copas de ginebra, la novelista le
confesó a su amiga que ella y nadie más había sido la semilla de la que había
brotado en su alma el ardiente deseo de justicia que la acompañó toda la vida.
Por su parte, Lucille le manifestó cuán orgullosa se sentía de que, gracias a
una indefensa niñera negra, hubiera sido, y siguiera siendo, una insurrecta
estrella.
Pero si la humillación de una antigua niñera forjó el pensamiento de la
justicia de Carson, fue Edwin Peacock, su más anónimo y leal amigo,
quien dotó a este de contenido al iniciarla en la lectura de Engels y
de Marx, de Ouspenski, Thoreau, los «padres
peregrinos», etc., pero también al enseñarle que la espiritualidad no es la
antagonista, sino la más fiel e imponderable aliada de la racionalidad.
Perteneciente al Cuerpo Civil de Conservación y residente en un acuartelamiento
militar cercano a su localidad, Peacock, que acabaría regentando una librería
en Charleston, fue también quien le regaló a Carson Memorias de África, la
iridiscente y panteísta novela de Isak Dinesen, cuyo particular y
característico estilo aseguró haber tomado prestado para componer su segundo
gran relato: Reflejos en un ojo dorado. Vestida con las
varoniles ropas que descolgaba del armario de su amigo, y con apenas diecisiete
años, la joven solía acompañarlo a aquellos «antros del pecado» a los que
acudían los soldados y a los que en Frankie y la boda daría
nombres tan eufemísticos y tan llenos de poesía como «La Luna Azul» o «La Hora
Distraída». Fue precisamente en uno de aquellos lóbregos y ardientes locales
donde, ante sendas jarras de cerveza, y mirando a «los ojos limpios de envidia
y deseo» de Peacock, Carson descubrió que la fraternidad es el sentimiento más
poderoso y más bello, por lo que en su ensayo sobre la escritura «El sueño que
florece» afirmó haber compuesto esta última novela con la intención de mostrar la
superioridad del «amor de Ágape», deífico y fraternal, sobre el amor de Eros,
«apasionado e individual».
Aunque, desde luego, es con James Reeves McCullers, el por
dos veces marido de la novelista, con quien el repertorio de bebidas
espirituosas más se amplía, ya que, entre otras afinidades, fue justamente el
alcohol uno de los nudos que, uniéndolos, los separó. No obstante, Carson era
consciente de que la dipsomanía de Reeves constituía la hermética manifestación
externa de una herida íntima siempre abierta, concretamente la falta de cariño
que había sentido desde niño al ir rodando de casa en casa de sus muchas tías
maternas. Por eso, su esposa jamás había encontrado extraño que, cada vez que
la tristeza le arañaba con su zarpa, como el Ismael de Moby Dick, Reeves
saliera disparado hacia Nantucket para surcar el océano. Atravesando el
Atlántico arribó un día de junio de 1944 a las costas de Normandía en calidad
de soldado raso con la misión de arponar al Leviatán alemán, al que combatió
luego en cruentas batallas en Francia, Bélgica, Luxemburgo y Alemania. Durante
estas, le escribió a su mujer unas estremecedoras «cartas de guerra» en las
que, en medio de la lucha más sanguinaria, la instaba a tratar de ver y crear
toda la belleza de que fuera capaz. Con el pecho lleno de condecoraciones y
uniformado de capitán, regresó a Estados Unidos herido en una mano, razón por
la cual enseguida fue licenciado del ejército por inválido, lo que contribuyó a
minar su siempre escasa autoestima y su aún más precaria seguridad. Poco
después, en la Ciudad de la Luz por cuya liberación había luchado, y durante un
viaje emprendido con Carson, decidió poner fin a su vida a los cuarenta años.
Comprendiendo que sólo bajo la amenaza de muerte y gozando del respeto de sus
soldados su esposo se había sentido afortunado, su desconsolada compañera se
negó a repatriar su cuerpo, a la par que eligió como salmo para su entierro el
pasaje literario en que Reeves siempre se había sentido reflejado: ese
extraordinario sermón de Herman Melville en el que el padre
Mapple amonesta a quien, predicando a los demás, es él mismo un réprobo; ese
sermón en el que se asevera que, a estribor de toda aflicción, hay un gozo
hasta el tope del mástil para quien, frente a los orgullosos dioses y comodoros
de esta tierra, mantiene su propia persona inexorable. Más tarde, y en forma de
dulce poema para niños, ella misma le rendiría su particular homenaje a su
marido: «Nunca he visto el océano, / nunca he visto el mar, / una vez amé a un
marinero / y no necesito más».
La licorería del joven marino apasionado de Moby Dick no
fue desde luego menos extensa que la que Carson compartió con muchos de sus
célebres amigos, para quienes, según parece, el alcohol era también la fuente
de la que manaba la siempre esquiva inspiración. Entre estos cabe destacar
a George Davis, Klaus y Erika Mann, W.
H. Auden, Benjamin Britten, David Diamond, Richard
Wright, Gypsy Rose Lee, Truman Capote, Tennessee
Williams, Annemarie Clarac Schwarzenbach, etc., a quienes la
escritora conoció, bien en la comuna de Brooklyn Heights, de la que formó parte
en cuanto se instaló en la gran metrópoli neoyorquina, bien en Yaddo, la
reputada colonia de artistas en la que trabajó en sus libros a lo largo de
distintas etapas de su vida. Allí, entre cóctel y cóctel, fue precisamente
donde Carson les preguntó si también a ellos la creación les parecía «una
confabulación divina» que requería «humildad, amor y gran valor», o si
profundizar en el propio trabajo y querer saber de las personas que amamos
equivalía a tomar conciencia de «los sueños y de la lógica de Dios».
Por todo lo relatado hasta el momento y por mucho más que aún se podría
contar, estoy segura de que, en el más allá, Carson regenta un café idéntico al
que en La balada del café triste gobierna la autobiográfica
giganta de Miss Amelia o al que en El corazón es un cazador
solitario administra el también autobiográfico personaje de Biff
Brannon. En él debe servir ese licor que, ya en la tierra, destilaba para
nosotros en sus relatos y novelas: ese licor del amor que «sabe limpio y seco
en la lengua, pero que una vez dentro empieza a arder y su
fuego dura mucho tiempo»; ese licor del amor que hace que, al abrir sus libros,
sus lectores de ayer, de hoy y de siempre, nos tropecemos con «un lirio
silvestre» y, tomándolo en la mano, sintamos nuestro corazón «invadido por una
ternura tan viva como un dolor»; ese licor del amor que hace que levantemos la
mirada al cielo para que, sobrecogidos por su misterio, percibamos nuestra
pequeñez en medio de la inabarcable magnificencia del universo.
Una vez atendida su celestial clientela, tengo la certeza de que, como
hiciera en la tierra, Carson se afana también allí por tratar de encontrar una
respuesta a la pregunta de por qué ella mantiene abierto el local toda la noche
cuando todos los demás cierran. Y enseguida concluye que no es por dinero, sino
por amor a «cualquier persona decente que viene de la calle y
se sienta una hora a tomarse una copa».
Como sucede en su epifánico relato «Un árbol. Una roca. Una nube», el
que llega a veces de la calle es un joven vendedor de periódicos necesitado de
que alguien le diga algo cariñoso. Y como nada más verlo percibe la carencia
del chiquillo, la novelista lo reclama a su lado para decirle «te quiero» muy
despacito, tras lo cual le ruega que se siente a tomar una cerveza con ella
porque tiene que explicarle en qué consiste su filosofía del amor, fruto de
muchos años de meditación. «El secreto —le confiesa— radica en amarlo todo. Cualquier
cosa, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y amados! ¿Te das cuenta de lo
que puede significar una ciencia como la mía?».
Si yo hubiera sido
aquel muchacho, en lugar de contraer la cara y seguir callado, le habría dicho
que sí, que me doy perfecta cuenta de lo que puede significar una ciencia como
la de ella; esa ciencia humana y solidaria que hace del otro el «nosotros de
mí»; esa ciencia ácrata y mesiánica por la que luchó en contra del odio y a
favor de la compasión; esa ciencia fulgurante y mágica que la llevó a perseguir
«la lluvia, los gritos y el frenesí».
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