EL
RAT-PICK
JOSÉ
ENRIQUE RODÓ
(Una
profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en
la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)
PRIMERA ENTREGA
Una vez, en tiempo que,
como todos los pasados, “fue mejor”; cuando estrenaba mis armas literarias, se
requirió mi parecer en una encuesta relativa a si debía o no levantarse la
prohibición de las corridas de toros. Pasaba yo entonces por esa crisis de diletantismo, desdeñoso de la acción y
de las ideas, ebrio del arte puro, que suele ser como el prurito de la
dentición en los espíritus de naturaleza
literaria, (aunque en mí nunca caló muy hondo). Por aquel tiempo había
descubierto a Gautier, y este sol me tenía deslumbrado. Con tales antecedentes
no será difícil comprender que hiciese hasta cierto punto, la defensa de la
pintoresca barbaridad, en nombre de la belleza, del color y de la originalidad
característica de tradiciones y costumbres. No necesito decir que hoy mi
respuesta sería otra.
Recordaba esto, ha
pocos días, volviendo de satisfacer mi curiosidad en cuanto al espectáculo qué,
con el nombre de rat-pick, anuncian
los carteles y que goza ya de cierta popularidad. ¿En qué consiste el rat-pick?
El rat-pick no es sino la caza de la rata por los grifos rateros que
llaman fox-terriers. Esta caza da
pretexto a un juego de sport. Frente
a las gradas de los espectadores, un recuadro, cercado de madera, sirve de
palenque. Tres fox-terriers aguardan
encerrados en otras tantas casillas, simultáneamente con la trampa en que traen
a la rata, la cual, despavorida, busca huir, mientras los perros se lanzan en
competencia sobre ella: el que primero la atrapa es el ganador. Veces hay en
que la rata se resiste y muerde; pero claro está que no llega el caso de que
escape a las mandíbulas de sus perseguidores. Pronto los canes, disputándosela,
arrancándosela uno a otro, la truecan en piltrafas sangrientas: dase, con esto,
por terminada una tanda, y a los breves minutos se entra a otra.
El rat-pick, como casi todo espectáculo de sport, es invención de ingleses y ocasión frecuentemente elegida
entre ellos para despuntar el vicio de la apuesta, por la gente del vulgo y también
por la ociosa juventud aristocrática. Excluiré, desde luego, de mi comentario,
lo que se refiere a esta intervención del juego de azar; no sólo porque nos
llevaría a moralidades muy triviales, sino porque confieso que no es la nota
reprobable que más subleva mi espíritu en esta baja diversión. Mis soliloquios
de espectador repugnado fueron de distinto género, y voy a ponerlos ahora por
escrito. Razonemos acerca de las cosas pequeñas, puesto que no nos favorecen
con su presencia las grandes.
Inútil me parece
advertir que si ya va tiempo que me despedí del dilettantismo indiferente, dispuesto a perdonar y consagrar de
lícita toda apariencia amable, no he renegado de la religión de la belleza, ni
he dejado de comprender las inmunidades y exenciones que ésta regiamente
instituye para los seres y las cosas que señala en su favor. Y en su relación
con la moral, no sólo en los dominios del arte propendo a conceder a cuanto es
bello una irresponsabilidad olímpica, sino que, dentro de la misma realidad y
de la misma acción, concedo que allí donde lo bello es el fin o la forma de lo
malo, lo malo no se cohonesta, pero sí se atenúa. Si esto es resabio de diletantismo, yo me declaro impenitente.
El sentimiento que nos dominaría ante la Bacante en furor, inspirada y bella,
que desgarraba entre sus manos convulsas las entrañas crudas de las víctimas,
no se confundirá jamás con el que experimentaríamos en presencia de un acto
semejante realizado sin el encrespamiento orgiástico y de modo vulgar. La
apariencia bella es hechizo que, aun en la contemplación de la maldad y del odio,
brinda gratas mieles; como, en las representaciones plásticas o poéticas de la sensualidad, la belleza es la
sal que evita la mal oliente podredumbre y separa una página de Lucio o de
Petronio del fangal de las vulgaridades obscenas. La perversidad pagana, que
imaginó las crueldades del Coliseo, nunca olvidó revestirlas de belleza; y esta
preocupación no falta, aunque depravada y retorcida, ni aun en las más atroces
demencias de Nerón. Una pasión de lo bello, de lo magnífico y lo raro, que,
como la que concurrió a inspirar las invenciones satánicas del circo, pasa por
encima de toda valla de moral y de todo instinto de humanidad y simpatía para
realizar su inaudito sueño de arte, es cosa que impone un asombro rayano de la
admiración, y aun cierto sentimiento de respeto, como toda energía avasalladora
y soberbia que corre arrebatada en dirección a un fin único. Las escenas que el
velárium de púrpura cobijó en la
pista enorme, enrojecida por oleadas de sangre: las hecatombes, los suplicios,
las cacerías monstruosas, los encuentros de gladiadores, constituían un
espectáculo perverso, pero no mezquino. Y cuando los seiscientos leones que
Pompeyo echó una vez a la arena, hacían temblar, de un trueno espantable, los
cimientos del circo, se comprende que este trueno tuviese fuerza para
ensordecer la protesta de sentido moral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario