ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
QUINCUAGÉSIMA ENTREGA
El nuevo Rector, aunque de salud muy
delicada que tenía que ser llevado a la escuela en una litera, estaba lleno de
energía, de entusiasmo y de bondad. A mí me inspiraba mucho más respeto por su
gran ilustración, y mucho agradecimiento por lo que estimaba y comprendía a
Sebastián. Así creció una amistad profunda o, mejor dicho, se renovó una vieja
amistad entre el rector y el Cantor. La administración de la Escuela ya no era
mezquina cuando Sebastián solicitaba los medios necesarios para el buen cultivo
de la música. Deseaba, por ejemplo, para el coro, una colección de motetes y responsos,
que acababa de publicar, y, con la intervención del Rector, se la trajeron en
seguida. El señor Gesner entraba con frecuencia en la clase de Sebastián cuando
daba la lección a los alumnos, los escuchaba y animaba con palabras amables, lo
cual nunca hubiera hecho el antiguo Rector, y mostraba a los demás profesores y
a los señores de la administración, en todas las formas posibles, la alta
estima en que tenía a su Cantor.
Sentí una gran felicidad cuando vi un
día entrar en mi clase al Rector, con un manuscrito en la mano, y que con su
aire correcto, pero extraordinariamente amable, me decía:
-¿Podríais concederme un ratito de
conversación, señora? Quisiera leeros unas líneas que he escrito en honor de
vuestro marido.
Le rogué que tomase asiento y le
escuché con atención profunda, mientras me explicaba que iba a editar un libro
científico, en lengua latina, sobre un antiguo escritor a quien me pareció que
llamó “Quintiliano”. En ese libro, uno de los personajes, llamado Fabio, habla
de las cualidades de un hombre que tocaba la lira y, al mismo tiempo, cantaba y
marcaba el compás con el pie.
“Todo eso, Fabio -seguía escribiendo
el rector Gesner-, lo considerarías como cosa sin importancia si pudieses
resucitar y ver cómo Bach -me refiero precisamente a él porque desde hace poco
tiempo es mi compañero en la Escuela de Santo Tomás, de Leipzig- toca, con
todos los dedos de ambas manos, el clavicordio, que contiene en sí todas las
notas de muchas liras, o el instrumento de los instrumentos, con sus innumerables
tubos animados por fuelles, y cómo va con las manos de aquí para allá, y cómo
corren sus pies ligeros sobre los pedales, haciendo así sonar una multitud de
notas diferentes, pero armónicas. ¡Y mientras hace eso, que no serían capaces
de hacer varios de vuestros tocadores de lira y cien flautistas juntos, no
solamente entona una melodía como lo hacía uno de vuestros músicos, sino que
presta atención a todo y dirige a treinta o cuarenta músicos, a uno con una
mirada, al otro con un golpe de pie en el suelo y a un tercero con el dedo
amenazador; conserva el orden dando a uno las notas agudas, a otro las graves y
al tercero las intermediarias; y entre toda aquella música ensordecedora, a
pesar de que su misión es la más difícil, nota hasta la más pequeña
desafinación, y sostiene a sus músicos y los anima cuando prevé dificultades, y
vuelve a darles seguridad, y lleva el ritmo con todos sus miembros, y recibe
todas las armonías con oído seguro, y domina todas las voces con la suya! Soy
un gran admirador de la antigüedad, pero creo que mi amigo Bach o cualquiera
que pudiera parecérsele, reúne en sí numerosos Orfeos y veinte Ariones”.
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