29/5/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH


QUINCUAGÉSIMA ENTREGA



El nuevo Rector, aunque de salud muy delicada que tenía que ser llevado a la escuela en una litera, estaba lleno de energía, de entusiasmo y de bondad. A mí me inspiraba mucho más respeto por su gran ilustración, y mucho agradecimiento por lo que estimaba y comprendía a Sebastián. Así creció una amistad profunda o, mejor dicho, se renovó una vieja amistad entre el rector y el Cantor. La administración de la Escuela ya no era mezquina cuando Sebastián solicitaba los medios necesarios para el buen cultivo de la música. Deseaba, por ejemplo, para el coro, una colección de motetes y responsos, que acababa de publicar, y, con la intervención del Rector, se la trajeron en seguida. El señor Gesner entraba con frecuencia en la clase de Sebastián cuando daba la lección a los alumnos, los escuchaba y animaba con palabras amables, lo cual nunca hubiera hecho el antiguo Rector, y mostraba a los demás profesores y a los señores de la administración, en todas las formas posibles, la alta estima en que tenía a su Cantor.


Sentí una gran felicidad cuando vi un día entrar en mi clase al Rector, con un manuscrito en la mano, y que con su aire correcto, pero extraordinariamente amable, me decía:


-¿Podríais concederme un ratito de conversación, señora? Quisiera leeros unas líneas que he escrito en honor de vuestro marido.


Le rogué que tomase asiento y le escuché con atención profunda, mientras me explicaba que iba a editar un libro científico, en lengua latina, sobre un antiguo escritor a quien me pareció que llamó “Quintiliano”. En ese libro, uno de los personajes, llamado Fabio, habla de las cualidades de un hombre que tocaba la lira y, al mismo tiempo, cantaba y marcaba el compás con el pie.



“Todo eso, Fabio -seguía escribiendo el rector Gesner-, lo considerarías como cosa sin importancia si pudieses resucitar y ver cómo Bach -me refiero precisamente a él porque desde hace poco tiempo es mi compañero en la Escuela de Santo Tomás, de Leipzig- toca, con todos los dedos de ambas manos, el clavicordio, que contiene en sí todas las notas de muchas liras, o el instrumento de los instrumentos, con sus innumerables tubos animados por fuelles, y cómo va con las manos de aquí para allá, y cómo corren sus pies ligeros sobre los pedales, haciendo así sonar una multitud de notas diferentes, pero armónicas. ¡Y mientras hace eso, que no serían capaces de hacer varios de vuestros tocadores de lira y cien flautistas juntos, no solamente entona una melodía como lo hacía uno de vuestros músicos, sino que presta atención a todo y dirige a treinta o cuarenta músicos, a uno con una mirada, al otro con un golpe de pie en el suelo y a un tercero con el dedo amenazador; conserva el orden dando a uno las notas agudas, a otro las graves y al tercero las intermediarias; y entre toda aquella música ensordecedora, a pesar de que su misión es la más difícil, nota hasta la más pequeña desafinación, y sostiene a sus músicos y los anima cuando prevé dificultades, y vuelve a darles seguridad, y lleva el ritmo con todos sus miembros, y recibe todas las armonías con oído seguro, y domina todas las voces con la suya! Soy un gran admirador de la antigüedad, pero creo que mi amigo Bach o cualquiera que pudiera parecérsele, reúne en sí numerosos Orfeos y veinte Ariones”.

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