“LA LITERATURA
ES EL ESPACIO DE LA LIBERTAD; YA LA VIDA COTIDIANA NOS EXIGE QUE CUMPLAMOS UN
MONTÓN DE REGLAS”
Por Rubén A. Arribas
(17 / 5 / 2017)
A partir de hoy —si todo va como
debe—, La inocencia, de Felipe Polleri, estará disponible en las
librerías españolas. La publicación de la novela hay que agradecérsela a
la editorial :Rata_, sello valiente y atrevido donde los
haya. Quizá incluso demasiado atrevido: me encargó a mí que perpetrara el
prólogo... Cosa que hice, por cierto, con mucho gusto y admiración por este
indomable escritor uruguayo (lo siento, Felipe; ya vendrán prologuistas
mejores...). En fin, ojalá que alguno de los disparates que escribí anime a la
gente a adentrarse en el singular mundo literario que propone Polleri.
También, y ya que estoy metido en faena, reproduzco la entrevista que escribí para el catálogo de la editorial. En realidad, lo que transcribo es solo el fragmento de una larga conversación que tuvimos el 1 de diciembre de 2016. La otra parte de la charla —o al menos una parte notable de ella— puede leerse en el prólogo del libro.
Por último, va una ración de
agradecimientos (disculpad el sentimentalismo...). Varias personas me han
ayudado a cumplir con este loco afán mío de que se publicase algún libro de
Polleri en España, así que va para ellas este último párrafo. Gracias a Iolanda
Batallé por fiarse de mí y por la generosidad de sus comentarios; a Constantino
Bértolo, por su siempre lúcida y lucense presencia; a Iago Fernández, por su
paciencia y buen hacer; a Loris Tassi, por hacerme cómplice de su polleriana traducción al italiano de ¡Alemania,
Alemania! (y de su consiguiente napolitanísima desesperación); a Pablo
Silva, por hacerle llegar mis reseñas al autor y ayudarme a localizarlo; y,
sobre todo, a Diego Eguía y a Laura Caorsi, por dejar todo lo que estaban
haciendo y dedicar una tarde de sus vacaciones australes a robarle el alma
—fotográficamente hablando— al gran Felipe Polleri. A todos y a todas, insisto,
muchas gracias, etcétera, etcétera.
En La inocencia haces
referencia a los niños locos, algo habitual en otras novelas tuyas. ¿Qué
relación tiene lo infantil en la construcción de tu voz narrativa?
Es la raíz; en el fondo, soy un niño
rabioso... Y ese niño es el que escribe, o al menos uno de los Otros que
escribe. Es un niño rabioso, dolorido, que no puede ser consolado —la época del
consuelo ya pasó— y que lo único que le queda es la lucha hasta el final. Todos
tenemos ese niño adentro. Yo al mío lo siento dolido, resentido, vengativo,
inconsolable.
¿Eso tiene algo de autobiográfico?
Sí, fui un niño muy problemático:
tenía todas las somatizaciones habidas y por haber y me pasaba de todo... Se ve
que el cuerpo habla cuando la cabeza no puede procesar. Ahora, en cambio, se
manifiesta la cabeza. Por eso, ahora no somatizo nada; estoy bárbaro gracias a
la escritura. A mí la escritura me salvó: era lo único que podía hacer para ser
socializable.
¿La inocencia es la mejor
obra para entrar en tu literatura?
Eso me han dicho los buenos lectores
y los lectores no tan entrenados. Mi estilo no tiene casi argumento —el
argumento es lo que siente el personaje—; sin embargo, todo el mundo suele
identificarse con la niñez —todos tuvimos una niñez compleja— y con Rodolfo, un
tipo de clase alta que se come vivos a sus propios orígenes... En fin, todo el
mundo odia a los ricos, y diría que mi autopsia logra sacar ese odio, tan sano,
del corazón de los lectores.
Llevas publicando desde 1990. ¿Cómo
valoras La inocencia en el conjunto de tu obra?
Fue el libro que más se vendió, y eso
tiene su interés; pero, sobre todo, fue un libro que me hizo mucho bien
escribirlo. Me costó una enfermedad porque tuve que hundirme en el pasado, pero
me hizo mucho bien descargarme. No es que la novela sea literal ni mucho menos
—mi padre fue un señor muy culto y mi madre, una persona muy amorosa—, pero sí
ese ambiente de la niñez, al que quise volver porque lo sentía como una especie
de molestia, de malestar.
¿Hubo algún detonador para comenzar a
escribir?
Una noche tuve una pesadilla, que es
con la que empieza el libro, y la escribí: yo me despertaba en un cuarto a
oscuras, era el cuarto de mi hermana, luego agarraba y buscaba la luz, después
alguien tocaba el timbre y era el tipo que vendía el Diario Imperial... Se ve
que eso me estaba presionando, que era una parte de mi infancia a la que no
había vuelto, y una buena manera de volver fue escribiendo. Fue un proceso
liberador, pero doloroso.
¿Por qué se llaman igual, «Vivir a veces»,
la primera y la tercera parte?
En la primera parte habla Rodolfo,
que es ventrílocuo y cuenta su historia familiar. Después, en «Las muchachas de
Pocitos» —cuando Rodolfo aparece como un solterón con buena guita que vive con
una hermana—, el que habla es uno de sus muñecos, un pingüinito vestido de frac
que también se llama Rodolfo. Lo que cuenta el pingüinito es lo que Rodolfo
hubiera sido de no haberse rebelado... Es su pesadilla, lo que más teme. La
tercera parte es la continuación de la primera.
Tu literatura está llena de esas
ideas algo enrevesadas. ¿Cómo se te ocurren?
Me gusta hacer ese tipo de cosas.
Cada libro te plantea una serie de derivaciones, por las que vos circulás o no
si estás abierto a ellas. Cuando escribo, no tengo límites: si el libro deriva
a lugares más complejos, voy a esos lugares más complejos; si deriva a que todo
quede como un sorete, también voy ahí. La literatura es el espacio de la
libertad; ya la vida cotidiana nos exige que cumplamos con un montón de reglas.
¿Y si el lector no puede seguirte?
Si encuentra dificultades, pienso que son un estímulo. Como diría Jean
Genet, las dificultades son una cortesía para el lector: lo estás suponiendo
superinteligente y receptivo. El lector se merece lo mejor; no se merece que
vos estés achicando, arrugando y diciendo: «Ay, esto no lo voy a poner
porque...». ¡No! El lector se merece que vos les des todo, que pongas toda la
carne en el asador. Yo me rompo todo escribiendo. El lector merece que le des
el mejor libro que puedas hacer, sin vos autocensurarte. Si te autocensurás,
estás en el horno.
(Si quieres saber más de la editorial
:Rata_, aquí te enlazo sus cuentas de Facebook, Twitter e Instagram. Y aquí puedes hacerte una idea de su catálogo.
Otra manera de saber qué tipo de libros publica es leer lo que escribí
sobre Escrituras sublevadas, de Carles Hac Mor, o sobre Yo misma, supongo, de Natalia Carrero. Antes de cometer
la temeridad de escribir el prólogo a un libro de Felipe Polleri, cometí otras
osadías menores; a saber: reseñé las novelas ¡Alemania, Alemania! (HUM,
2013), Los animales de Montevideo (HUM, 2015)
y La inocencia (HUM, 2007). En el prólogo cito,
entre otros, a Mario Levrero, Jules Supervielle, Damián Tabarovsky o Federico Jeanmaire. Dejo enlazado
algo que escribí sobre ellos tiempo atrás.)
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